martes, 31 de diciembre de 2019

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 5





Pedro abrió los brazos para sujetar a Paula, que había salido veloz por las puertas de la cocina y había ido a aterrizar a su pecho. No fue un golpe
fuerte, pero lo pilló desprevenido. Cuando la tuvo agarrada, con su cuerpo pegado al de él, no quiso dejarla marchar.


Estaba más rellenita de lo que él recordaba, pero seguía oliendo a fresas y a nata, así que debía de seguir utilizando su champú favorito. Y a pesar de haberse cortado el pelo a la altura de los hombros, seguía teniendo los mismos rizos de color cobrizo suaves como la seda.


Estuvo a punto de levantar la mano para tocárselos, con los ojos clavados en los de ella, azules como zafiros, pero se contuvo. La soltó e inmediatamente echó de menos su calor.


–Te he dicho que esperases fuera –comentó ella, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua. Y pasándose la mano por la ajustada camisa.


Pedro pensó que, tratándose de su exmujer, no debería fijarse en esas cosas.


Aunque, al fin y al cabo, estaba divorciado, no muerto.


–Has tardado mucho. Además, es un establecimiento público. El cartel de la puerta dice que está abierto. Así que, si tanto te molesto, considérame un cliente.


Pedro se metió una mano en el bolsillo y sacó un par de billetes pequeños.


–Quiero un café solo y algo dulce. Lo que tú elijas.


Ella frunció el ceño y lo miró con desdén.


–Te he dicho que no quería tu dinero –le advirtió.


–Como quieras –respondió él, metiéndose el dinero otra vez en el bolsillo–. ¿Por qué no me enseñas la panadería? Que me haga a la idea de lo que haces aquí, de cómo empezaste y cómo están tus cuentas.


Paula resopló.


–¿Dónde está Brian? –le preguntó, mirando hacia la puerta del establecimiento.


–Le he dicho que vuelva a su despacho –respondió Pedro–. Dado que ya conoce tu negocio, no creo que necesite estar aquí. Pasaré a verlo, o lo llamaré, cuando hayamos terminado.


Paula frunció el ceño otra vez y lo miró, aunque no a los ojos.


–¿Qué pasa? –le preguntó él en tono de broma–. ¿Te da miedo estar a solas conmigo, Pau?


Ella frunció el ceño todavía más.


–Claro que no –replicó, cruzándose de brazos, lo que hizo que se le marcase el pecho todavía más–, pero no te emociones, porque no vamos a estar solos. Nunca.


Pedro, por mucho que lo intentó, no pudo evitar sonreír. Se había olvidado del carácter que tenía su mujer, y lo había echado de menos.


Si por él fuese, estarían a solas muy pronto, pero no se molestó en decírselo, ya que no quería verla explotar delante de sus clientes.


–¿Por dónde quieres que empecemos? –le preguntó Paula con resignación.


–Por donde tú prefieras –respondió él.


No tardó mucho en enseñarle la parte delantera de la panadería, que era pequeña, pero le explicó a cuántos clientes servían allí y cuántos se llevaban cosas para consumirlas fuera de la panadería. Y cuando él le preguntó qué había en cada vitrina, Paula le describió cada uno de los productos que trabajaban.


A pesar de estar incómoda con él allí, Pedro nunca la había visto hablar de algo con tanta pasión. Durante su matrimonio, había sido apasionada con él, en lo que respectaba a la intimidad, pero fuera del dormitorio, había estado mucho más contenida. Se había dedicado a pasar tiempo en el club de campo con su madre, o trabajando en alguna obra social, también con la madre de Pedro.


Se habían conocido en la universidad y Pedro tenía que admitir que él había sido el motivo por el que Paula no se había graduado. 


Había tenido demasiada prisa por casarse con ella, por que fuese suya en cuerpo y alma.


Pedro siempre había esperado que volviese a estudiar algún día, y la habría apoyado, pero Paula se había conformado con ser su mujer, estar guapa y ayudar a recaudar fondos para causas importantes.


En esos momentos, Pedro se preguntó si era eso lo que ella había querido, o si había tenido otras aspiraciones.


Porque nunca la había oído hablar con tanto entusiasmo de las obras benéficas.


También se preguntó si conocía de verdad a su exmujer, porque nunca había sabido que fuese tan buena cocinera. No obstante, después de haber probado un par de sus creaciones, decidió que aquel negocio podía tener éxito, que incluso podría llegar a ser una mina de oro.


Terminó el último trozo de magdalena de plátano que Paula le había dado a probar y se chupó los dedos.


–Delicioso –admitió–. ¿Por qué nunca preparabas cosas así cuando estábamos casados?


–Porque a tu madre no le habría gustado verme en la cocina –replicó ella en tono tenso–. Tal vez la casa pertenezca a la familia Alfonso, pero tu madre la dirige como si fuese una dictadura.


Pedro pensó que tenía razón. Eleanora Alfonso era una mujer rígida, que había crecido entre lujos y estaba acostumbrada a tener servicio. 


Era cierto que no le hubiese gustado que su nuera hiciese algo tan mundano como cocinar, por mucho talento que tuviese.


–Pues tenías que haberlo hecho de todos modos –le dijo Pedro.


Por un minuto, Paula guardó silencio y apretó los labios. Luego murmuró:
–Tal vez.


Se dio la media vuelta y se alejó del mostrador.


Empujó unas puertas dobles amarillas y entró en la cocina, donde hacía más calor y olía todavía mejor.




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