domingo, 11 de agosto de 2019
ENAMORADA DE MI ENEMIGO: CAPITULO 25
El cuerpo de Pedro seguía teniendo sed de Paula, incluso después de haber disfrutado del mejor sexo de toda su vida. Quería más. Y aunque lo tuviera, sabía que la satisfacción solo le duraría un instante antes de desear todavía más.
Le acarició el costado, la curva de la cintura y la de la cadera. Era única en muchos aspectos.
Como una sirena inocente, perfecta y dañada al mismo tiempo. La contradicción personificada. Y no podía fascinarlo más.
Era una sensación nueva. Confundía a todas las mujeres con las que había estado. Sobre todo, a aquellas con las que se había acostado después de que Marie lo hubiese dejado.
Con Marie había tenido la necesidad de poseerla, de que fuese suya. Aunque hacía mucho tiempo que era consciente de que lo que había sentido por ella no había sido amor. Había dejado de creer en aquella emoción o, al menos, en su capacidad para sentirla.
Lo que tenía con Paula era diferente. No era una mera posesión. Quería darle. Quería conocer su cuerpo lo máximo posible para poder darle todo el placer que se merecía.
Aunque, proviniendo de él, fuese un regalo envenenado.
E incluso sabiéndolo, no pudo dejarla marchar.
Continuó abrazándola, acariciándola.
–Nadie, salvo los médicos y las enfermeras, me había tocado las cicatrices así –murmuró ella–. Después del incendio… ni siquiera mi madre fue capaz de volver a tocarme.
Pedro apretó la mandíbula. Le había ocurrido algo similar con sus padres después de que estos se divorciasen.
–Un reflejo de sus propios problemas –dijo con voz tensa–, no de los tuyos.
–Ahora lo entiendo. O, al menos, estoy empezando a hacerlo.
–¿Qué ocurrió, Paula?
Una lágrima caliente se escapó de sus ojos y fue a caer sobre el pecho de Pedro. A este no le gustaba ver llorar a ninguna mujer, pero al menos Paula no estaba sollozando, solo sabía que estaba llorando porque había notado la humedad en su piel.
–Mi familia vivía en Nueva York, en una casa enorme. Era como un laberinto. Tres pisos, miles de metros cuadrados y muchas habitaciones. Todos estábamos durmiendo. Cuando despertamos… hacía demasiado calor. El pomo de la puerta de mi habitación me quemó la mano –dijo, mostrándole la mano izquierda–. Me daba miedo saltar desde un tercer piso por la ventana, así que intenté… salir.
Pedro la abrazó con más fuerza. Era lo único que podía hacer, además de escucharla. Y odió la sensación.
Odió no poder darle nada. Sobre todo, odió que le hubiese ocurrido algo así. Él había prendido fuego a su propia vida y las consecuencias habían sido suyas. Paula, sin embargo, no había hecho nada para merecer tanto sufrimiento.
–¿Cómo saliste? –le preguntó.
–Por la ventana del segundo piso. Intenté bajar por las escaleras principales pero… estaban en llamas y ya me había quemado al recorrer el pasillo… No podía respirar.
–¿Y tu familia?
–Estaba sana y salva. En el jardín, agarrados los unos a los otros.
–Habían ido a la habitación de mi hermana y la habían sacado de allí y luego… ya no habían podido volver a entrar a por mí.
Otra lágrima aterrizó en el pecho de Pedro.
–Es horrible, preguntarse por qué actuaron así. Es horrible estar enfadado porque no arriesgaron su vida por mí.
–Pero así es como te sientes.
Se hizo el silencio entre ambos y Pedro se dio cuenta de que Paula tenía una lucha interna.
–Sí –admitió en un susurro–. Me he pasado toda la vida intentando demostrar que merecía la pena que se sacrificasen por mí, pero da igual. Eso no cambia nada. No pueden… casi no pueden ni mirarme porque se sienten culpables y… no son capaces de manejar ese sentimiento de culpa.
–Y tú no tienes derecho a estar enfadada.
Ella negó con la cabeza.
–Lo siento, pero vales mucho más que eso.
Era cierto, valía mucho más que una familia incapaz de ayudarla. Valía más que un hombre que solo podía ofrecerle placer en un dormitorio.
Su familia era demasiado egoísta para ver más allá de su propio dolor y sanar el de Paula. Y él era demasiado egoísta para dejarla marchar.
–¿Y tu familia? –le preguntó Paula–. ¿Tienes relación con ella?
–Sí, a veces.
–¿Con tu hermano?
Pedro cerró los puños con fuerza.
–Sí.
–Eso está bien.
–Mañana volvemos a París.
–Lo sé –susurró Paula.
–Pareces triste.
–Me gusta el yate –comentó ella riendo.
Él le acarició el cuello, los pechos, trazó una línea con el dedo alrededor de uno de sus pezones.
–También tengo yates en Francia.
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