martes, 16 de abril de 2019

UN ASUNTO ESCANDALOSO: CAPITULO 21




Una noche, Pedro le dijo que la madre de Rafael Vanee había fallecido.


—El funeral es el viernes. ¿Por qué no vienes a Sidney conmigo y vas a ver a tu familia?


Ella lo consideró, sin saber qué hacer.


—Me retrasaré en mi trabajo. Quería terminar antes de la boda, que es el día veinte.


—Relájate. Dejaré el diamante en la caja fuerte de un banco. Nos marcharemos el jueves por la tarde y volveremos el sábado.


Era la excusa que necesitaba para estar lejos de él. Se dedicó a trabajar todavía más durante los siguientes días, casi ni durmió.


Debió de ser por eso por lo que se quedó dormida en el avión privado que los llevaba a Sidney.


Se despertó muy despacio, confundida. Había soñado con Pedro, así que no le sorprendió ver su rostro tan cerca del de ella. Y cuando lo vio acercarse todavía más y rozarle los labios con los suyos, ni siquiera se le ocurrió resistirse. Al fin y al cabo, así era como se suponía que continuaba el sueño. Después de la discusión que habían tenido, había soñado todas las noches con hacer el amor con él.


Se estiró hacia él, abrió los labios, sintió cómo la punta de su lengua entraba en su boca, buscaba la suya. Enterró los dedos en su pelo y se le aceleró el corazón. Pero no quiso abrir los ojos, todavía no. No quería que aquello terminase, no quería que él desapareciese.


Sintió que Pedro le acariciaba el muslo por debajo de la falda y se excitó todavía más. Se apretó contra él todo lo que pudo, a pesar de llevar el cinturón de seguridad puesto. Intentó acariciarlo, torturarlo como él la estaba torturando a ella.


Respirando con dificultad, Pedro la agarró por las muñecas.


—¡Abre los ojos, maldita sea! —le dijo.


Y ella lo hizo, y vio en los suyos deseo. Deseo y arrepentimiento.


¿Arrepentimiento porque la deseaba, o por haberle hecho daño?


Completamente despierta, suspiró, apoyó la cabeza en el asiento y se limitó a mirarlo, todavía llena de deseo. Su respiración se fue calmando e intentó descifrar su rostro serio, atribulado, quiso averiguar qué pensaba, qué sentía.


Él ya había conseguido controlar su respiración. 


Fue soltando poco a poco sus muñecas, hasta acariciarlas en vez de sujetarlas. Luego, se apoyó también en el respaldo y la miró.


Finalmente, su mirada se suavizó y le dijo:
—Esta noche te quedarás conmigo.


No era una pregunta ni una petición. Pero ella se alegró de oírlo. Su intención había sido ir en taxi hasta la mansión de los Blackstone y darle una sorpresa a su madre, pero prefería quedarse con Pedro.


Le quedaba poco tiempo con él, y todavía menos cuando su aventura se terminase. La discusión los había separado físicamente, y el motivo era duro de aceptar. Esa noche tendría la ocasión de despedirse bien de él, de hacer que fuese especial. Aprovecharía el momento, fuesen cuales fuesen las consecuencias.


Se pasaron el resto del viaje mirándose. Sin besarse, pero tocándose, acariciándose las manos, las mejillas, la garganta, el pelo. Los ojos de Pedro ardían de deseo por ella, y eso y sus caricias fueron avivando su sed durante todo el trayecto, hasta que llegaron a su casa y el ascensor los dejó en el ático en el que él vivía.


Aturdidos de deseo, se desnudaron casi en la puerta y Pedro la empujó contra una pared que tenía enfrente una preciosa vista de Darling Harbour, Sky Tower, el puente y la ópera. La penetró allí mismo y Paula lo acogió una y otra vez mientras las luces de la ciudad giraban en sus ojos, como si estuviese mirando a través de un caleidoscopio.




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