martes, 23 de abril de 2019

AMORES ENREDOS Y UNA BODA: CAPITULO 8




Paula no había esperado que la colocaran en la mesa principal. Intuía la mano de la prima Ana en todo eso. Siempre había sido muy generosa cuando era la vencedora. A la querida Ana le gustaba frotar sal en las heridas. Sin embargo, si se reclinaba todo lo posible en el asiento, la amplitud del impresionante torso de Pedro impedía de alguna manera que estuviera muy a la vista de la feliz pareja. 


Desgraciadamente, no era tan fácil bloquear las voces.


Había perdido el tiempo diciéndole a Pedro que no hablase. Llevaba diez minutos charlando con el tío George. No entendía nada de lo que estaban hablando aunque entendió un par de términos financieros. Pedro podía ser un buen artista de la simulación, pero su tío se ganaba muy bien la vida como asesor financiero y sólo era cuestión de tiempo que descubriera que su acompañante no sabía de lo que estaba hablando. Se tomó el pescado y el vino más rápidamente de lo aconsejable para un estómago vacío.


Pedro interceptó su mirada y le guiñó un ojo. Su expresión no cambió cuando continuó hablando. 


Muy enojada, dejó que un camarero muy solícito le volviese a llenar la copa, que se bebió de un trago, mostrando poco respeto por una cosecha tan cara. Ahora le parecía todo muy divertido, pero no se reiría tanto cuando ella fuera a la agencia. Se le hizo un nudo en la garganta y sintió pena de sí misma cuando oyó la risa de Ana.


Pedro, querido —ronroneó mientras le acariciaba la mano—. No debes hablar de negocios. Me lo prometiste —añadió, lanzándole advertencias con los ojos. Si le dolía, se las arregló muy bien para ocultarlo.


Como un relámpago, él agarró la mano que apretaba la suya y la puso con la palma abierta sobre sus labios, en lo que fue un gesto más erótico que cortés.


La mirada descarada y burlona atrapó los ojos de Paula. Pedro debió darse cuenta de la explosión de calor que le subió por todo el cuerpo. Fue una respuesta que la horrorizó y disgustó, algo físico sobre lo que no tenía ningún control. Era una sensación primitiva e instintiva y Paula se avergonzaba de que la impresionara la descarada sexualidad de aquel hombre. El vino tenía mucho que ver con aquella respuesta tan desinhibida.


— ¿Te sientes abandonada, ángel mío? Eso no puede ser —murmuró con voz ronca y deslizó los labios una vez más sobre la mano de Paula.


Ella se removió en su asiento. Tenía los nervios de punta. El tío George los miró con indulgencia.


—Es culpa mía Paula, querida. Es un hombre muy formal —añadió con aprobación.


Aquel apoyo inesperado hizo que Paula se enfureciera y guardase silencio. Su tío no era el tipo de persona que elogiara a nadie sin razón.


—Siempre aciertas en tus opiniones sobre las personas, tío George — contestó secamente.


El hombre al que ella amaba estaba a unos metros de distancia y allí estaba ella, reaccionando de forma primitiva y despreciable con un extraño. Aquello era moralmente inaceptable, y lo que era peor aún, no había tenido el sentido común de ocultarlo.


— ¿Quieres comportarte? —dijo ella en voz baja mientras se soltaba la mano.


— ¿Cómo te parece a ti que debo hacerlo? —preguntó con interés. Pedro hizo una mueca de disgusto cuando aquella risa infantil resonó una vez más—. Mira, creo que deberías compadecerte de ese pelele. Tendrá que soportar esa risa durante el resto de su vida. Eso suponiendo que el matrimonio dure tanto.


—Les deseo todo lo mejor —afirmó ella.


—Pequeña hipócrita mentirosa —le espetó él—. Como todas las mujeres, eres vengativa y te mueres de impaciencia porque ese hombre se arrastre a tus pies.


—Estoy segura de que todas las mujeres que tú conoces son así —respondió ella ásperamente. Paula se había imaginado mil veces la tierna escena de Alex volviendo y suplicándole que lo perdonara y no pudo mirar a Pedro a los ojos—. A mí no me gusta el papel de víctima, por eso estás tú aquí. No quiero darle celos a Alex. Desde luego, contigo no podría dárselos.


—¿Me estás comparando con… eso? —preguntó con un movimiento de hombros y una mirada furtiva a Alex.


—Te tienes en gran estima, ¿verdad?


—Mi autoestima siempre ha tenido muy buena salud.


—Si tuviera un alfiler te la desinflaría —murmuró ella—. Yo lo llamo ego, no autoestima.


—Mira, me he dado cuenta de que hoy estás pasando por una experiencia realmente traumática así que, ¿por qué no nos olvidamos del maldito hombre que te humilló y nos relajamos? La comida es buena, el vino podría ser mejor, pero es abundante, y yo no desvelaré tu secreto. Alégrate, come, bebe y bailemos. Disfruta de la agradable compañía por la que has pagado.


—¿Agradable?


Ella no pudo evitar sonreír.


—Tengo una reputación que mantener, ¿trato hecho?


Aquella sonrisa rozaba lo irresistible, así que, atolondradamente, levantó la copa y accedió.





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