martes, 31 de diciembre de 2019

HEREDERO OCULTO: CAPITULO 6





Le explicó a Pedro para qué servía cada cosa y cómo se dividían el trabajo entre su tía y ella. Se puso un guante de cocina en una mano y empezó a sacar galletas y pasteles y a dejarlos encima de una isla que había en el centro de la habitación.


–Muchas son recetas de tía Helena –le confesó–. Siempre le encantó la cocina, pero nunca había pensado dedicarse a ello. Yo no podía creer que no utilizase su talento para ganarse la vida, porque todo lo que hace está sumamente delicioso. A mí también se me da bien la cocina, he debido de heredarlo de ella –añadió, sonriendo de medio lado–. Así que, después de pensarlo, decidimos intentarlo juntas.


Pedro apoyó las manos en la isla y observó cómo trabajaba Paula, con movimientos graciosos y suaves, pero rápidos al mismo tiempo, como si hubiese hecho aquello cientos de veces antes, y pudiese repetirlo incluso con los ojos cerrados.


Él no quería cerrarlos, estaba disfrutando mucho, y volvía a estar sorprendido de lo mucho que la había echado de menos.


El divorcio había sido muy rápido. Paula le había anunciado de repente que no podía seguir viviendo así y que quería divorciarse. Y, en un par de meses, todo había terminado.


Pedro pensó que tenía que haber luchado más por su matrimonio. Al menos, tenía que haberle preguntado a Paula por qué quería dejarlo, qué era lo que necesitaba que él no le estaba dando.


Pero por entonces había estado muy ocupado con la empresa y con las exigencias de su familia, y había dejado que su orgullo decidiese que no quería estar casado con una mujer que no deseaba estar casada con él. Además, una parte de él había pensado que Paula estaba exagerando, que lo estaba amenazando con el divorcio porque no le había prestado toda la atención que hubiese debido.


Pero para cuando él había querido darse cuenta, ya había sido demasiado tarde.


–Blake me ha enseñado parte de las cuentas –le dijo–. Parece que os va bastante bien.


Ella asintió, sin molestarse en mirarlo.


–Nos va bien, pero podría ir mejor. Tenemos muchos gastos y algunos meses solo nos da para pagar el alquiler del local, pero estamos aguantando.


–Entonces, ¿por qué buscas un inversor?


Ella terminó lo que estaba haciendo y dejó la espátula y el guante de cocina y lo miró.


–Porque tengo una idea para ampliar –le dijo muy despacio, escogiendo sus palabras con cuidado–. Es una buena idea. Y creo que nos irá bien, pero tendremos que hacer obras y vamos a necesitar más dinero del que disponemos.


–¿Y cuál es la idea?


Ella se humedeció los labios con la lengua.


–Pedidos por correo. Con envíos una vez al mes para los socios y un catálogo con nuestros productos.


Pedro le pareció buena idea, teniendo en cuenta la calidad de los productos, hasta a él le gustaría tener una de sus cajas de galletas en casa una vez al mes.


Pero no se lo dijo a Paula. No iba a decírselo hasta que no decidiese si iba a invertir o no.


–Enséñame dónde haríais las obras –le pidió–. Supongo que tenéis algún almacén, ¿o estáis pensando en alquilar algún local contiguo?


Ella asintió.


–El local de al lado.


Paula comprobó lo que quedaba en el horno y salió de la cocina, con Pedro a sus espaldas. 


Pasaron por una estrecha escalera y apartada de la parte delantera de la tienda.


–¿Adónde lleva? –le preguntó él.


Y le pareció que Paula abría mucho los ojos y se quedaba pálida.


–A ninguna parte –le respondió primero, y luego añadió–: a un pequeño apartamento. Lo utilizamos como almacén y para que tía Helena se eche la siesta durante el día. Se cansa mucho.


Pedro arqueó una ceja. O había envejecido mucho en los últimos meses, o no podía creer que su tía Helena necesitase echarse la siesta.


Siguió a Paula hasta la calle y al local que había al lado, que estaba vacío.


A través del escaparate, Pedro se dio cuenta de que era la mitad que el local de La Cabaña de Azúcar y que estaba completamente vacío, lo que significaba que tampoco habría que hacer grandes obras.


Mientas él continuaba observando el local por el escaparate, Paula retrocedió y se quedó en medio de la acera.


–¿Qué te parece? –le preguntó.


Él se giró y vio cómo el sol de la tarde brillaba en su pelo. Sintió deseo, se le hizo un nudo en la garganta y notó cómo se ponía duro entre las piernas.


Tenía la sensación de que iba a hacerle falta mucho más que un divorcio para evitar que su cuerpo respondiese a ella como lo hacía. Tal vez algo como caer en coma.


Contuvo las ganas de dar un paso al frente y enterrar los dedos en su melena rizada, o de hacer algo igual de estúpido, como besarla hasta conseguir que le temblasen las rodillas y no pudiese controlarse, y le dijo:
–Creo que te ha ido muy bien sola.


Ella pareció sorprenderse con su comentario.


–Gracias.


–Necesitaré algo de tiempo para echarle un vistazo a los libros y hablar con Brian, pero si no te opones del todo a trabajar conmigo, es probable que esté interesado en invertir.


Si esperaba que Paula se lanzase a sus brazos, presa de la alegría, iba a llevarse una buena decepción. La vio asentir en silencio.


Pedro se dio cuenta de que no tenía ningún motivo para seguir allí.


–Bueno –murmuró, metiéndose las manos en los bolsillos y dándose la vuelta–. Supongo que ya está. Gracias por la visita, y por la degustación.


Se maldijo, se sentía como un adolescente en la primera cita.


–Seguiremos en contacto –añadió.


Paula se metió un mechón de pelo detrás de la oreja e inclinó la cabeza.


–Preferiría que me llamase Brian, si no te importa.


Claro que le importaba, pero apretó la mandíbula para no confesarlo. No obstante, entendía que Paula no quisiera hablar con él. 


Sospechaba que, por mucho dinero que ofreciese invertir en su empresa, era posible que Paula lo rechazase por principio.




HEREDERO OCULTO: CAPITULO 5





Pedro abrió los brazos para sujetar a Paula, que había salido veloz por las puertas de la cocina y había ido a aterrizar a su pecho. No fue un golpe
fuerte, pero lo pilló desprevenido. Cuando la tuvo agarrada, con su cuerpo pegado al de él, no quiso dejarla marchar.


Estaba más rellenita de lo que él recordaba, pero seguía oliendo a fresas y a nata, así que debía de seguir utilizando su champú favorito. Y a pesar de haberse cortado el pelo a la altura de los hombros, seguía teniendo los mismos rizos de color cobrizo suaves como la seda.


Estuvo a punto de levantar la mano para tocárselos, con los ojos clavados en los de ella, azules como zafiros, pero se contuvo. La soltó e inmediatamente echó de menos su calor.


–Te he dicho que esperases fuera –comentó ella, humedeciéndose los labios con la punta de la lengua. Y pasándose la mano por la ajustada camisa.


Pedro pensó que, tratándose de su exmujer, no debería fijarse en esas cosas.


Aunque, al fin y al cabo, estaba divorciado, no muerto.


–Has tardado mucho. Además, es un establecimiento público. El cartel de la puerta dice que está abierto. Así que, si tanto te molesto, considérame un cliente.


Pedro se metió una mano en el bolsillo y sacó un par de billetes pequeños.


–Quiero un café solo y algo dulce. Lo que tú elijas.


Ella frunció el ceño y lo miró con desdén.


–Te he dicho que no quería tu dinero –le advirtió.


–Como quieras –respondió él, metiéndose el dinero otra vez en el bolsillo–. ¿Por qué no me enseñas la panadería? Que me haga a la idea de lo que haces aquí, de cómo empezaste y cómo están tus cuentas.


Paula resopló.


–¿Dónde está Brian? –le preguntó, mirando hacia la puerta del establecimiento.


–Le he dicho que vuelva a su despacho –respondió Pedro–. Dado que ya conoce tu negocio, no creo que necesite estar aquí. Pasaré a verlo, o lo llamaré, cuando hayamos terminado.


Paula frunció el ceño otra vez y lo miró, aunque no a los ojos.


–¿Qué pasa? –le preguntó él en tono de broma–. ¿Te da miedo estar a solas conmigo, Pau?


Ella frunció el ceño todavía más.


–Claro que no –replicó, cruzándose de brazos, lo que hizo que se le marcase el pecho todavía más–, pero no te emociones, porque no vamos a estar solos. Nunca.


Pedro, por mucho que lo intentó, no pudo evitar sonreír. Se había olvidado del carácter que tenía su mujer, y lo había echado de menos.


Si por él fuese, estarían a solas muy pronto, pero no se molestó en decírselo, ya que no quería verla explotar delante de sus clientes.


–¿Por dónde quieres que empecemos? –le preguntó Paula con resignación.


–Por donde tú prefieras –respondió él.


No tardó mucho en enseñarle la parte delantera de la panadería, que era pequeña, pero le explicó a cuántos clientes servían allí y cuántos se llevaban cosas para consumirlas fuera de la panadería. Y cuando él le preguntó qué había en cada vitrina, Paula le describió cada uno de los productos que trabajaban.


A pesar de estar incómoda con él allí, Pedro nunca la había visto hablar de algo con tanta pasión. Durante su matrimonio, había sido apasionada con él, en lo que respectaba a la intimidad, pero fuera del dormitorio, había estado mucho más contenida. Se había dedicado a pasar tiempo en el club de campo con su madre, o trabajando en alguna obra social, también con la madre de Pedro.


Se habían conocido en la universidad y Pedro tenía que admitir que él había sido el motivo por el que Paula no se había graduado. 


Había tenido demasiada prisa por casarse con ella, por que fuese suya en cuerpo y alma.


Pedro siempre había esperado que volviese a estudiar algún día, y la habría apoyado, pero Paula se había conformado con ser su mujer, estar guapa y ayudar a recaudar fondos para causas importantes.


En esos momentos, Pedro se preguntó si era eso lo que ella había querido, o si había tenido otras aspiraciones.


Porque nunca la había oído hablar con tanto entusiasmo de las obras benéficas.


También se preguntó si conocía de verdad a su exmujer, porque nunca había sabido que fuese tan buena cocinera. No obstante, después de haber probado un par de sus creaciones, decidió que aquel negocio podía tener éxito, que incluso podría llegar a ser una mina de oro.


Terminó el último trozo de magdalena de plátano que Paula le había dado a probar y se chupó los dedos.


–Delicioso –admitió–. ¿Por qué nunca preparabas cosas así cuando estábamos casados?


–Porque a tu madre no le habría gustado verme en la cocina –replicó ella en tono tenso–. Tal vez la casa pertenezca a la familia Alfonso, pero tu madre la dirige como si fuese una dictadura.


Pedro pensó que tenía razón. Eleanora Alfonso era una mujer rígida, que había crecido entre lujos y estaba acostumbrada a tener servicio. 


Era cierto que no le hubiese gustado que su nuera hiciese algo tan mundano como cocinar, por mucho talento que tuviese.


–Pues tenías que haberlo hecho de todos modos –le dijo Pedro.


Por un minuto, Paula guardó silencio y apretó los labios. Luego murmuró:
–Tal vez.


Se dio la media vuelta y se alejó del mostrador.


Empujó unas puertas dobles amarillas y entró en la cocina, donde hacía más calor y olía todavía mejor.




HEREDERO OCULTO: CAPITULO 4




Contuvo las ganas de aceptar el dinero. Se recordó que le estaba yendo bien sola. No necesitaba que ningún hombre la rescatase.


–La panadería va bastante bien, gracias –le respondió–. Y aunque no fuese así, no necesitaría nada de ti.


Pedro abrió la boca, posiblemente para contestarle e intentar convencerla, y entonces fue cuando Brian Blake dobló la esquina. Se paró en seco al verlos y se quedó allí, respirando con dificultad, mirándolos a los dos. 


Sacudió la cabeza, confundido.


–Señor Alfonso… Paula…


Respiró hondo antes de continuar.


–La reunión no ha salido como había planeado –se disculpó–. ¿Por qué no volvemos a mi despacho? Vamos a sentarnos, a ver si podemos llegar a un acuerdo.


Paula se sintió culpable. Brian era un buen tipo. No se merecía estar en aquella situación tan incómoda.


–Lo siento, Brian –le dijo–. Te agradezco todo lo que has hecho por mí, pero esto no va a funcionar.


Brian la miró como si fuese a contradecirla, pero luego asintió y dijo en tono resignado:
–Lo comprendo.


–Lo cierto es que yo sigo interesado en saber más acerca de la panadería – intervino Pedro.


Brian abrió mucho los ojos, aliviado, pero Paula se puso tensa al instante.


–Podría ser una buena inversión, Pau –añadió Pedro, llamándola como la llamaba cuando estuvieron casados, y desequilibrándola–. He conducido tres horas para llegar aquí y no me gustaría tener que marcharme con las manos vacías. Al menos, enséñame la panadería.


«Oh, no», pensó ella.


No podía dejarlo entrar, era todavía más peligroso que tenerlo en el pueblo.


Abrió la boca para decírselo, se cruzó de brazos para darle a entender que no tenía ninguna intención de cambiar de idea, pero Brian le puso la mano en el hombro y le hizo un gesto para que fuese con él un poco más allá y que Pedro no los oyese.


–Señorita Chaves. Paula –le dijo–. Piénsalo, por favor. Sé que el señor Alfonso es tu exmarido, aunque cuando organicé la reunión de hoy no tenía ni idea. Jamás le habría pedido que viniera si lo hubiese sabido, pero quiere invertir en La Cabaña de Azúcar, quiere ser tu asesor financiero. Y tengo que recomendarte que consideres seriamente su oferta. Ahora te va bien. La panadería está funcionando sola, pero no podrás avanzar ni expandir el negocio sin capital externo, y si tuvieses una temporada mala, hasta se podría hundir.


Paula no quería escucharlo, no quería creer que Brian tenía razón, pero, en el fondo, sabía que era así.


Miró por encima de su hombro para asegurarse de que Pedro no los podía oír y le susurró:
–No solo está en juego la panadería, Brian. Le dejaré que eche un vistazo. Hablad vosotros, pero sea cual sea el acuerdo al que lleguéis, no puedo prometerte que vaya a aceptarlo. Lo siento.


Brian no parecía demasiado contento, pero asintió.


Luego volvió a acercarse a Pedro y le informó de la decisión de Paula antes de decirle que podían entrar en la panadería. Al acercarse, el aire olía deliciosamente, a pan y pasteles. Como siempre, a Paula le rugió el estómago y se le hizo la boca agua, y le apeteció comerse un bollito de canela o un plato de galletas de chocolate. Ese debía de ser el motivo por el que todavía no había recuperado su peso desde que había tenido al bebé.


En la puerta, Paula se detuvo de repente y se giró hacia ellos.


–Esperad aquí –les pidió–. Tengo que contarle a tía Helena que estás aquí y el motivo. Nunca le caíste demasiado bien –añadió, mirando a Pedro–, así que no te sorprendas si se niega a salir a saludarte.


Él sonrió irónico.


–Esconderé los cuernos y el rabo si me cruzo con ella.


Paula no se molestó en contestarle. En su lugar, se dio la vuelta y entró en la panadería.


Saludó con una sonrisa a los clientes que estaban tomando café, chocolate y disfrutando de los pasteles, y se apresuró a entrar en la cocina.


Como siempre, Helena iba y venía de un lado a otro, sin parar. Tenía setenta años, pero la energía de una veinteañera. Se levantaba todos los días al amanecer y siempre se ponía a trabajar inmediatamente.


Paula era una buena panadera, pero sabía que no estaba a la altura de su tía. Helena, además de preparar pan y pasteles, ayudaba a su marido en la barra y cuidaba de Dany, así que Paula no sabía qué habría hecho sin ella.


Helena oyó el chirrido de las puertas de la cocina y supo que había llegado.


–Has vuelto –le dijo, sin levantar la vista de las galletas que estaba preparando.


–Sí, pero tenemos un problema –le anunció Paula.


Al oír aquello, Helena levantó la cabeza.


–¿No has conseguido el dinero? –le preguntó decepcionada.


Paula negó con la cabeza.


–Aún peor. El inversor de Brian es Pedro.


A Helena se le cayó el recipiente que tenía en la mano.


–Es una broma –le dijo con voz temblorosa.


Paula negó con la cabeza y fue hacia donde estaba su tía.


–Por desgracia, no lo es. Pedro está en la calle, esperando a que le enseñe la panadería, así que necesito que te subas a Dany al piso de arriba y te quedes allí con él hasta que te avise.


Le desató el delantal a su tía, que se lo quitó por la cabeza y después se llevó las manos a la cabeza para asegurarse de que iba bien peinada.


Paula volvió hacia la puerta, deteniéndose solo un momento a ver a su adorable hijo, que estaba en el moisés, intentando meterse los dedos de los pies en la boca. Dany sonrió de oreja a oreja nada más verla y empezó a hacer gorgoritos. Y Paula sintió tanto amor por él que se quedó sin respiración.


Lo tomó en brazos y deseó tener tiempo para jugar con él un poco. Le encantaba la panadería, pero Dany era su mayor orgullo y alegría. Sus
momentos favoritos del día eran los que pasaba a solas con él, dándole el pecho, bañándolo, haciéndolo reír.


Le dio un beso en la cabeza y le susurró:
–Hasta luego, cariño.


Volvería con él en cuanto se deshiciese de Pedro y de Brian.


Luego se giró hacia su tía, que estaba detrás de ella, y le dio al bebé.


–Date prisa –le dijo–. E intenta que esté callado. Si se pone a llorar, enciende la televisión o la radio. Me desharé de ellos en cuanto pueda.


–De acuerdo, pero vigila los hornos. Las galletas en espiral estarán listas en cinco minutos. Y los pasteles de nueces y la tarta de limón tardarán un poco más. He puesto las alarmas.


Paula asintió y, mientras su tía subía con Dany al piso de arriba, ella empujó el moisés para meterlo en el almacén que tenían en la parte trasera y lo tapó con un mantel azul y amarillo.


Luego salió del almacén y miró a su alrededor, para comprobar que no quedaba nada que delatase la presencia de Dany.


Había un sonajero, pero diría que lo había olvidado un cliente. Y, con respecto a los pañales, podría explicar que los tenía allí porque a veces cuidaba al bebé de una amiga. Sí, sonaba creíble.


Utilizó un paño húmedo para limpiar la encimera en la que había estado trabajando su tía y sacó las galletas en espiral del horno, para que no se quemasen. El resto lo dejó como lo había encontrado. Luego volvió a empujar las puertas dobles de la cocina y… se dio de bruces con Pedro.