jueves, 13 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 10





Pedro aparcó el coche y se dirigió hacia la puerta de la discoteca.


Paula se había dejado las llaves de su apartamento en el escritorio del despacho, escondidas entre unos papeles.


Pedro las había encontrado al retirar de la superficie los envoltorios de unas chocolatinas. 


Paula no las había dejado allí, sino él, que las había encontrado en un cajón del escritorio al buscar un cuaderno mientras revisaba el trabajo de su diseñadora gráfica. Inicialmente había intentado resistir la tentación, pero al mismo tiempo que se decía que no debía tocarlas, las sacó y las fue comiendo distraídamente. Tenía que recordar sustituirlas para que Paula no las echara de menos el lunes por la mañana.


Paula estaba en la pista de baile. En cuanto Pedro la vio, olvidó cualquier otro pensamiento.


¡Estaba espectacular! Una minifalda negra, botas de tacón alto y un top color crema le daban un aspecto irresistible.


Cuando la canción terminó, Paula sonrió a su acompañante, al que sacaba media cabeza de altura, y salió con él de la pista. En el preciso momento en el que Pedro tenía que admitir que sentía celos de él, la pareja se reunió con un grupo de amigos que ocupaban varias mesas. El hombre rodeó los hombros de otra mujer y le besó la mejilla.


Pedro —exclamó Paula al verlo acercarse—. ¿Qué te trae por aquí?


—Tú —dijo él con voz grave y ronca, como si sus pensamientos se filtraran por las rendijas de sus defensas.


Con sus tacones, Paula tenía prácticamente la misma altura que él. Pedro hubiera querido recorrer cada una de sus curvas con la punta de los dedos. Tenía que tratarse de una manifestación de su autismo latente: la necesidad de procesar por medio del tacto las respuestas que buscaba.


«Seguro, Alfonso. ¿De verdad te lo crees?»


—Te has dejado las llaves de tu casa en el escritorio —ésa era la razón por la que había ido a buscarla. Ésa y ninguna otra—. A lo mejor tienes un juego de sobra, pero por si acaso, he preferido traértelas.


—Lo tengo, pero me temo que también está en el despacho. ¡Qué tonta soy! —Paula escrutó el rostro de Pedro—. Siento muchísimo haberte causado este inconveniente. Ni siquiera tengo el móvil encendido porque aquí dentro no lo oiría. ¿Cómo sabías que…?


—Te he oído mencionar este lugar cuando te marchabas hablando por el móvil. No hace falta que te esculpes. No podía dejarte sin tus llaves.


—Gracias —repitió Paula.


Pedro, que inconscientemente se había inclinado hacia ella, se irguió y ladeó la cabeza. Ella lo miró intensamente, tan consciente de su presencia como él lo estaba de la de ella. 


En Pedro se libraba una batalla interior entre la necesidad de proteger su privacidad y el deseo que sentía por Paula.


Pero, ¿qué era lo que verdaderamente quería? ¿Explorar la atracción física que sentía hacia ella? Eso era lo único que podía permitirse. Para él, cualquier forma de proximidad emocional, de verdadera intimidad, era inconcebible.


«¿Te has preguntado alguna vez por qué te pasa eso, por qué mantienes a todo el mundo a distancia?»


Claro que sabía la respuesta: porque era diferente, y lo era en un sentido que no resultaba fácil de entender para el resto de la gente. Por eso guardaba el secreto. Le resultaba más cómodo y le creaba menos problemas. ¿Quizá también le hacía sentir a salvo?


Prefería no verlo desde esa perspectiva. En cualquier caso, tenía derecho a valorar su privacidad sin tener que buscar motivaciones ocultas tras su comportamiento.


Paula seguía escudriñando su rostro y Pedro no pudo apartar la mirada de sus ojos azules hasta que notó que sus amigos lo miraban fijamente. 


Paula apartó la mirada y la dirigió a su grupo.


—Chicos, éste es mi jefe, Pedro —dijo, sonriendo.


Los presentó de uno en uno y Pedro aprovechó la situación para calmar la reacción que Paula había despertado en él… Aunque eso no significó que consiguiera anularla, puesto que la sentía bajo la superficie y se activaba con cada mirada, con cada intercambio de palabras… No conseguía comprender por qué seguía pasándole cuando había llegado a la conclusión de que debía evitarlo. En el pasado, una decisión tomada era una decisión cumplida. 


¿Qué le estaba pasando?


—Tengo que marcharme.


—¿Te gustaría…? —Paula dejó la frase en el aire y apretó sus sensuales labios.


Pedro sacó las llaves del bolsillo y las dejó sobre la mano que Paula le tendió.


—Gracias —dijo ella, metiéndolas en el bolso que tenía colgando del respaldo de la silla—. Por favor, permíteme que por lo menos… No sé… ¿Puedo invitarte a una copa? Me siento fatal habiéndote hecho venir hasta aquí.  Vayamos a la barra. No hay demasiada gente. Casi todo el mundo está bailando.


La barra ocupaba todo un lateral y estaba más alejada de la música que las mesas.


—De acuerdo, tomemos una copa —dijo Pedro.


Y en cuanto empezaron a bordear la pista hacia la barra, tuvo la certeza de estar equivocándose.




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