jueves, 25 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 11



Pedro guió a Paula de regreso a su barrio. 


Necesitaban comprar comida para el gatito y luego llevarlo a su apartamento.


Paula lo llevaba en los brazos y él se sentía extrañamente feliz de que hubiera aceptado quedárselo. Todo indicaba que se estaba convirtiendo en un pobre diablo. En ese momento, miró al diminuto animal y se le hizo un nudo en la garganta.


Efectivamente. Un pobre diablo.


Probablemente sólo necesitaba un poco de sexo. Eso era todo.


Si el sentido de la vida era cuidar a la gente que te rodeaba, como había afirmado Paula, entonces él había descubierto que le encantaría cuidarla a ella. ¿En qué clase de problema se habría metido enredándose con un terrorista? ¿Estaría en peligro? ¿Representaría Paula un peligro para alguien? ¿Era posible que una persona así se hubiera convertido a la causa del terrorismo?


Su instinto le decía que no. Pero, a esas alturas, sabía por experiencia que era mejor no confiar en nadie. Ni siquiera en uno mismo. Lo más prudente era proceder con cautela y no dejarse llevar por los impulsos.


Se detuvieron en una tienda, compraron varias latas de comida y continuaron hasta el apartamento de Paula. Pedro la siguió escaleras arriba, con la mirada clavada en su trasero… 


Para cuando llegaron a su piso, tenía una erección imposible de disimular. Su única esperanza consistía en que no bajara la mirada.


Afortunadamente, el gato parecía monopolizar toda su atención. Tan pronto como lo dejó en el sofá, el animalillo se despertó de su letargo y lanzó una mirada asustada a su alrededor.


—Quizá deberías acercarle un poco de comida y luego dejarlo solo para que se vaya acostumbrando a su nuevo ambiente —le sugirió él.


Paula abrió una lata de comida y la vació en un plato. Inmediatamente el gato detectó el olor y estiró el cuello, pero de repente volvió a asustarse y se escondió debajo de un cojín.


Paula dejó el plato en el suelo, junto con un pequeño cuenco de agua, y se lavó las manos.


—¡La caja de arena! Nos hemos olvidado.


—Es verdad. Al principio pensé que podías dejarlo salir, pero me temo que todavía es demasiado pequeño.


—Diablos.


—Vamos a comprarla en un momento— propuso Pedro.


Volvieron apresurados a la tienda y compraron una caja de plástico y un saco de arena. De regreso en el apartamento, Paula la instaló en una esquina, debajo de la ventana, mientras Pedro recogía al gatito, que se había escondido detrás de una estantería, para meterlo en la caja. El animalito curioseó la arena durante un rato y continuó explorando la habitación.


—¿Crees que sabrá lo que hacer con ella?


—Seguro. Es algo innato…


—Entonces eso quiere decir que mi cama estará a salvo. Mientras no se haga pis en mi almohada, nos llevaremos bien.


Normalmente Pedro se habría sentido algo intimidado ante el giro doméstico que parecía haber dado aquella primera cita: una cita que, supuestamente, formaba parte además de una misión. Y sin embargo, aquella escena tan doméstica le parecía perfectamente natural con Paula. Volvió a mirarla, y su cuerpo reaccionó de la manera acostumbrada. La deseaba con locura, y al mismo tiempo se sentía extrañamente cómodo con ella, algo que no le había sucedido en años.


Lo cual era un verdadero trastorno, sobre todo teniendo en cuenta el verdadero motivo por el que estaba con Paula. Necesitaba tener bien presentes todos los datos. Su vinculación sentimental con un terrorista, los motivos poco claros que debía de tener para pasar todos los días por delante de la embajada… 


Probablemente aquella mujer no significaba más que problemas.


Miró su reloj. Ya eran casi las nueve.


—Ya debes de tener apetito. ¿Te apetece que cenemos algo?


Paula volvió a lavarse las manos en la pileta.


—A pesar de este olor a comida de gato, me muero de hambre.


Pedro la llevó a una pequeña trattoria que había visitado un par de veces, a una manzana de distancia del apartamento de Paula. Una vez que estuvieron sentados al lado de la ventana, Paula le pidió:
—Háblame de tu trabajo.


Había llegado el momento de mentirle descaradamente. Habitualmente, mentir se había convertido en una costumbre que practicaba sin remordimientos. Pero de repente se sorprendió a sí mismo vacilando, reacio a hacer lo que sabía tenía que hacer para cumplir su misión.


—No hay mucho que contar. He trabajado en embajadas por todo el mundo —respondió. Se consoló pensando que al menos esa frase no estaba tan lejos de la verdad.


Un brillo de interés relampagueó en los ojos de Paula.


—¿Cuál es tu ciudad favorita?


—Quizá Roma. O Nápoles, aunque te cueste creerlo.


—Vaya. Nápoles es una ciudad un poquito dura, ¿no?


—Sí, pero me gusta. Sobre todo comparada con el resto de las ciudades europeas en las que he estado. Supongo que desde entonces llevo en el cuerpo el gusanillo del viaje. No puedo imaginarme a mí mismo quedándome mucho tiempo en un mismo lugar.


Observando a Paula al otro lado de la mesa, con su rostro iluminado por la vela que ardía entre ellos, le estaba costando terminar cada frase. Por no hablar de recitarle su falsa historia sobre lo que estaba haciendo en Roma.


La deseaba desesperadamente. Anhelaba deslizar la lengua por el pequeño valle que se abría entre sus senos, paladearla de pies a cabeza… No podía arrepentirse más de haber echado el freno antes, en su apartamento. ¿En qué diablos habría estado pensando?


Oh, claro. Había pretendido ganarse su confianza. Se suponía que aquella mujer era la pareja de un terrorista y todo eso. Y se suponía que él debería estar pensando con la cabeza, y no con lo que tenía entre las piernas. Maldijo para sus adentros.


El camarero apareció para tomarles la orden, y Pedro soltó un disimulado suspiro de alivio. 


Esperaba haber acabado con las preguntas. 


Quizá la lectura del menú le distrajera lo suficiente para poder dejar de pensar en el sexo.


Por el momento, al menos.




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