viernes, 19 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 47




Paula lo agarró de la muñeca y se lo llevó del jardín, por las escaleras del patio y de vuelta por los ventanales que conducían al salón.


Una vez en la biblioteca, cerró las puertas talladas de caoba. Con un millón de mariposas en el estómago, desde allí lo llevó al invernadero y lo miró fijamente.


Tenía el pecho lleno de emociones demasiado abrumadoras para definir. Pero también ella lo amaba. Se le nubló la vista.


En la cara de Pedro se manifestó un ceño confundido.


—¿Paula?


Ella trató de sonreír mientras le acariciaba la mejilla con el dedo pulgar.


Lo miró unos instantes más y luego cerró los ojos y fue a sus brazos, agarrándose a él con fuerza desesperada. Pedro la envolvió con los brazos.


—Creo que te he amado siempre —susurró él. Dio un paso atrás y le alzó el rostro—. No tengo un recuerdo de infancia sin que tú estés en él. Estas últimas semanas han sido estupendas —introdujo la mano debajo de su pelo y le acarició el cuello.


Paula lo abrazó más fuerte aún y sintió una oleada de agónico alivio. Soltó un sollozo suave.


Pedro se inclinó y le dio un beso delicado, casi etéreo. Paula cerró los ojos y abrió la boca, sin querer dejarlo ir jamás, pero insegura de si podría hacer realidad ese deseo. Pedro profundizó el beso, que pasó a ser un intercambio apasionado y carnal.


Con un suspiro trémulo, la soltó, maldijo en voz baja y la abrazó. Frotó el mentón contra la parte superior de su cabeza.


—Paula, por favor, di algo. Me mata la incertidumbre.


Ella le rodeó el cuello con los brazos.


—Yo también te amo.


—Gracias a Dios —murmuró.


Sintiéndose casi desesperada, lo abrazó con más ansiedad.


—Oh, Pedro


Con el rostro lleno de lágrimas, le enmarcó la cabeza con los dos brazos, invadida por una ternura insoportable. Dios, cuánto lo amaba.


Hasta el fondo de su alma.


Pedro permaneció inmóvil largo rato, y luego dio un paso atrás.


—Voy a tener que sentarme —susurró con voz apenas audible—. No me sueltes.


No lo habría podido soltar aunque en ello le hubiera ido la vida. Asintió y le acarició la nuca. 


Se volvió y, empleando una mesa con gardenias como apoyo para la espalda, hizo que ambos descendieran hasta sentarse.



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