viernes, 19 de octubre de 2018
SUGERENTE: CAPITULO 48
El suelo del invernadero era de losas y estaba frío, por lo que, a horcajadas sobre él, Paula recogió las piernas. Con la cabeza de Pedro apoyada contra sus pechos, le dio un beso en la coronilla.
—Es la primera vez que he llamado la atención de esa manera sobre mi persona —comentó con un deje divertido en la voz, acariciándole los brazos—. Es por tu culpa.
Sonriendo, ella le tomó la cara en las manos y apoyó la frente contra la de él.
—Bajo ningún concepto.
Él rió entre dientes.
—¿Y de quién es?
—De mi madre.
La expresión sorprendida de él hizo que riera.
—Tienes razón. Si me hubiera concedido un poco de intimidad… —la abrazó con fuerza—. Aunque de otro modo, quizá nunca hubiéramos dicho lo que hemos dicho.
—Eres un oportunista, Alfonso.
—Jamás rechazo una oportunidad —rieron—. Será mejor que nos vayamos —murmuró—. Con la suerte que tenemos, tu madre aparecerá por aquí con la excusa de que necesitaba una orquídea.
Sujetándola por la cintura, la sostuvo mientras se incorporaba. Luego se levantó él, pegado a su cuerpo.
Los dos lucharon por contenerse y con sigilo abrieron la puerta de la biblioteca.
Milagrosamente, no había nadie.
—¿Adonde ha ido todo el mundo?
—Probablemente, están en la conferencia.
—¿Qué conferencia?
—Mi madre contrata a un conferenciante para casi todas sus funciones.
—Maldita sea —Pedro se apartó de la puerta y la cerró—. Todo el mundo regresa. No podemos salir por ahí.
—¿Qué te parece si nos vamos por el invernadero?
—Suena perfecto.
Pero cuando llegaron a la puerta exterior, la encontraron con un candado.
Paula soltó un juramento bajo y vio la ventana al mismo tiempo que Pedro. Movió la cabeza, alzó las manos y retrocedió, casi dominada por un ataque de risitas. Si él pensaba que iba a salir por esa ventana, con un vestido, es que estaba loco.
Él la miró de reojo y sonrió.
—Está chupado.
Ella volvió a mover la cabeza, pero Pedro ni le hizo caso. Se agarró al alféizar, se elevó para apartar la mosquitera y luego saltó al suelo, limpiándose las manos en el trasero de sus pantalones ya sucios de polvo. Se volvió hacia ella, sonrió y juntó las manos en clara señal de que quería ayudarla a subir.
—Quieres que vaya primero.
—Yo puedo subir solo; tú, por el contrario, necesitas ayuda.
—Oh, de acuerdo —gruñendo, se quitó las sandalias. Se aferró a las manos de Pedro y él la elevó hasta el alféizar. Plantó las palmas en el reborde y saltó sobre el suelo del otro lado.
Pedro no tardó en seguirla. Fueron hacia el Porsche riendo como colegiales que acabaran de librarse de una travesura a costa del severo director de la escuela.
Una vez en el coche, lo rodeó con un brazo y giró la cara hacia su cuello húmedo.
—Mi héroe.
Lo sintió sonreír.
Él le apartó el pelo de la cara y se inclinó para darle un beso en la boca, cálido, húmedo e intolerablemente tierno. Paula experimentó una oleada de emoción tan intensa, que sintió que le costaba respirar. De pronto la risa desapareció, sustituida por algo muy doloroso. Se preguntó cuánto tardaría en estallar la burbuja para dejar paso a la realidad, y cuándo desaparecería para siempre de su vida toda esa magia.
Pedro suspiró y se apartó. Con los ojos clavados en ella, dijo:
—¿Qué sucede, Paula?
Tratando de sonreír, ella movió la cabeza.
—Nada.
Le apoyó el dedo pulgar sobre la boca, la mirada imperturbable, como si la evaluara. Cuando hablo, en su voz no hubo atisbo alguno de humor.
—Funcionará.
Había algo en su tono que le produjo un vuelco al corazón y durante un momento temió ponerse a llorar. Asintió.
—Sí —susurró.
La expresión de él era sombría.
—Para mí no se trata de un juego, Paula.
—Lo sé.
—Funcionará —repitió, pensativo—. Tiene que funcionar.
Sintiendo como si acabaran de quitarle el suelo de debajo de los pies, lo miró. Era como si le hubiera desprendido una capa protectora, dejándola sin defensas.
Él le dedicó una última y breve sonrisa y arrancó el coche.
Ella cerró los ojos; las únicas palabras que le fueron a la mente fueron: «Si es demasiado bueno para ser verdad…».
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