viernes, 21 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 2





Sobre la majestuosa chimenea de piedra de la entrada de Harcourt Manor colgaba el retrato de un antepasado de Horacio Chaves sonriendo maliciosamente contra un fondo de galeones en un mar embravecido. Sobre el cuadro, en extravagantes caracteres antiguos, estaba escrito: Dios sopló y fueron diseminados.


Pedro Alfonso lo miraba con expresión irónica. No había ningún parecido entre los dos hombres, aunque parecían compartir el mismo odio hacia la mítica Armada española.


Eso le hizo recordar las historias que su padre le contaba de niño en Argentina sobre sus antepasados, que supuestamente formaban parte de los conquistadores que viajaron desde España al Nuevo Mundo. Esa historia era uno de los pocos fragmentos de identidad familiar que poseía.


Pasando un dedo por el cuello de su camisa miró hacia el enorme pasillo de la mansión, con sus kilómetros de intricadas cornisas y paredes forradas de madera.


Sus compañeros de equipo estaban bebiendo y riendo con dignatarios de la federación de rugby y unos cuantos periodistas deportivos que habían tenido la suerte de ser invitados, mientras un grupo de rubias, chicas de la alta sociedad por supuesto, circulaban entre ellos, adulándolos y flirteando sin el menor pudor.


Lord Horacio Chaves, el entrenador del equipo nacional de rugby, había organizado aquella fiesta a bombo y platillo en su mansión para anunciar los nombres de los jugadores que formarían parte del equipo porque, según él, de esa forma demostraba que estaban muy unidos, que eran una familia.


Pedro tuvo que sonreír, sarcástico.


Todo en aquella casa parecía haber sido diseñado para demostrar que allí no había sitio para él. Y estaba seguro de que Horacio Alfonso lo había hecho a propósito.


Al principio pensó que estaba siendo exageradamente susceptible, que años en los colegios públicos ingleses lo habían preparado para estar siempre a la defensiva. Pero últimamente la animosidad del entrenador era demasiado obvia. Pedro estaba jugando mejor que nunca, demasiado bien como para que pudieran dejarlo fuera: pero la realidad era que Chaves lo quería fuera y estaba esperando que cometiese el más mínimo error.


Y esperaba que Chaves fuese un hombre paciente porque él no tenía la menor intención de cometerlo. Estaba jugando a su mejor nivel y pensaba seguir haciéndolo.


Después de tomarse el champán de un trago, dejó la copa sobre un aparador que parecía particularmente antiguo y miró alrededor con gesto de desdén. Allí no había nadie con quien le apeteciese hablar. Las chicas eran idénticas, todas rubias, todas con ese cortante acento británico que correspondía a una clase determinada, todas bronceadas en la Riviera. Su conversación iba desde la ropa de diseño a comentarios sobre otras chicas con las que habían estudiado y que parecían pensar, 


Pedro conocía también. Varias veces en fiestas como aquélla había terminado acostándose con alguna sólo para hacerla callar.


Pero aquella noche le resultaba particularmente insoportable. La corbata del equipo lo ahogaba y, de repente, necesitaba salir de aquel asfixiante ambiente de complacencia y privilegios.


Pero mientras se abría paso entre la gente para tomar un poco de aire fresco, la vio en la puerta que daba al jardín.


Una chica rubia de pelo largo y aspecto inseguro, en contraste con el vestido demasiado corto y los zapatos de tacón. Aunque no se fijó demasiado en eso; eran sus ojos los que llamaban su atención.


Eran preciosos, verdes quizá, almendrados. La intensidad de su mirada, que podía sentir incluso a distancia, lo dejó cautivado.


Al verlo se había erguido un poco, como si estuviera esperándolo, y bajó una mano temblorosa para estirarse la falda.


—¿Ya te vas?


Hablaba en voz muy baja y, por su tono, casi podría jurar que lo lamentaba. 


—Creo que sería lo mejor.


De cerca pudo ver que tras la exagerada sombra de ojos y el invitador brillo de los labios era más joven de lo que había pensado en un principio.


—No —dijo ella entonces—. No, por favor, no te vayas.


Pedro se detuvo, mirando aquel vestido tan sexy y tan fuera de lugar en aquella mansión. Se había puesto colorada y los ojos que lo miraban bajo unas pestañas larguísimas brillaban más que antes, seductores pero suplicantes.


—¿Por qué no?


La chica tomó su mano y el contacto fue como una descarga eléctrica por todo el brazo.


—Porque yo quiero que te quedes —contestó, con una sonrisa tímida.




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