miércoles, 8 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 4



Pedro maldijo para sus adentros. ¿Qué había esperado? Después de la clase de padre que había sido, aquello era lo que se merecía: un tratamiento meramente respetuoso, y marcado por el distanciamiento.


Dos horas más tarde Pedro estaba en su despacho cuando llamaron a la puerta.


—Adelante —contestó. La puerta se abrió y entró Paula.


—Ah, hola, Pau —la saludó—. Me estaba empezando a preguntar cuándo aparecerías.


—¿No te dijo Bety...?


Pedro asintió con la cabeza, se puso de pie, y rodeó el escritorio para ir junto a ella.


—Sí, me dijo que estabas indispuesta. ¿Cómo te encuentras?


—Bien, estoy mejor.


Pedro tomó su mano.


—Pau, he estado pensando, y estoy decidido a hacer lo que sea para que vengas a Washington conmigo. Incluso te subiré el sueldo; fija tú la cantidad.


Paula lo miró con los ojos muy abiertos y sacudió la cabeza.


—Ya te lo he dicho. Pedro, quiero quedarme aquí en Savannah.


—Bueno, en realidad podrías seguir viviendo aquí; sólo tendrías que ir a Washington durante las temporadas en las que el Senado está reunido. Incluso te pagaré los gastos de alojamiento en Washington. Además, piensa en todos los contactos útiles que puedes establecer allí —le dijo apretándole la mano, que notó fría—. ¿Seguro que estás bien?


—Sí, perfectamente.


—Pues tienes la mano fría —replicó él, frotándole la mano entre las suyas—, y pareces ausente.


—Venía a preguntarte si no te importa que me tome el día libre —murmuró sin mirarlo a los ojos—. Tengo que ocuparme de unos asuntos.


—Claro —accedió él, confundido por su actitud distante—. ¿Tienes algún problema?; ¿quieres que hablemos?


Paula apartó la vista. ¿Cómo iba a decirle que tenía que ir a su ginecóloga porque, a menos que los resultados de las dos pruebas estuviesen equivocados, estaba embarazada?


—No tengo ningún problema —mintió.


—Está bien, como quieras, pero si necesitas alguna cosa, no tienes más que decírmelo.


Ella esbozó una media sonrisa.


—Lo sé.


—¿Te apetece que salgamos a cenar cuando vuelvas?


—Es que... no sé a qué hora volveré.


Pedro la miró preocupado
—¿Qué es lo que te pasa, Pau?, ¿tiene algo que ver con esos «asuntos» que tienes que atender?, ¿a qué viene tanto secretismo?


Paula se mordió el labio.


—No me pasa nada; es sólo que se trata de algo personal, eso es todo.


Pedro se sintió como si le hubieran dado con una puerta en las narices.


—Pau, hemos pasado por mucho juntos a lo largo de este año, y sé que no soy el hombre adecuado para ti por nuestra diferencia de edad, pero quiero que sepas que, sea lo que sea, puedes contar conmigo —le dijo poniéndole las manos en los hombros—. Estás tensa —murmuró al notar que tenía los músculos agarrotados—. ¿Por qué? —le preguntó poniéndose detrás de ella y dándole un suave masaje con los dedos—; las elecciones ya han pasado.


A Paula le palpitó el corazón con fuerza.


—Pues... no sé, empiezas a darle vueltas a una cosa, y... aunque no quieres pensar porque sabes que no te llevará a ninguna parte, no puedes evitarlo.


—¿Y a qué le has estado dando vueltas? —inquirió Pedro, dedicando especial atención a un punto bajo la nuca con los pulgares.


La sensación era tan agradable que Paula se mordió el labio inferior para contener un gemido.


¿Por qué tendría que ser tan hábil con las manos?, se dijo, y una docena de sensuales imágenes de esas manos sobre su cuerpo desnudo asaltaron su mente.


—Te has quedado callada —murmuró Pedro—; ¿es por algo que estoy haciendo bien?


Paula se aclaró la garganta.


—Demasiado bien —farfulló a regañadientes—. Parece que siempre sabes cómo tocarme para...


Pero no pudo acabar la frase, porque una nueva ráfaga de placer la invadió y de sus labios escapó un suave gemido.


Pedro le levantó el cabello y apretó los labios contra su nuca en un sensual beso.


—Pues conozco un modo aún más efectivo de liberarte de esa tensión —murmuró en su oído, rodeándole la cintura con una mano y atrayendo sus nalgas hacia sus caderas.


Paula cerró los ojos al sentir su excitación. 


Nunca dejaría de sorprenderla ese poder que parecía tener sobre él para que la desease de aquella manera, ni cómo conseguía Pedro hacer que se olvidase absolutamente de todo cuando estaba con él. ¿Y si hubiese una posibilidad, por pequeña que fuera, de que las cosas pudiesen funcionar entre ellos?, se preguntó, ¿y si esa magia pudiese hacer que tuviesen algo más que un romance?


—Nunca hemos hablado del futuro —balbució.


—Sí que lo hemos hecho —replicó él, besándola en el cuello—; quiero que vengas a Washington conmigo.


Paula tragó saliva.


—Me refiero a que nunca hemos hablado de nosotros.


Pedro levantó la cabeza.


—¿Qué quieres decir?


Dando gracias por que no pudiera verle la cara, Paula inspiró profundamente antes de contestar.


—Pues que acordamos que no deberíamos mantener relaciones, pero no hacemos más que caer una y otra vez en la tentación.


Pedro se echó un poco hacia atrás.


—¿Quieres que lo hagamos público?


—¿Y tú?


Pedro suspiró sobre su cabello.


—Hasta este momento no me lo había planteado. Durante la campaña hacerlo público habría sido imposible, y la verdad es que también prefería mantenerlo en secreto porque es algo personal, que me parecía que debía quedar entre tú y yo. Del mismo modo en que yo, como personaje público, pertenezco por entero a quienes me han apoyado con su voto, me gusta pensar que tú me perteneces a mí y sólo a mí. Claro que eso no significa que no sea consciente de que soy demasiado mayor para tener una relación a largo plazo contigo.


Paula sintió una punzada en el pecho


—¿Y si te dijera que discrepo en eso?


—Cambiarías de idea cuando empezara a entrarme artritis y tú siguieras sana como una manzana —le dijo Pedro con una risa que a ella le sonó un tanto forzada—. Además, no me veo casándome otra vez. La primera vez ya metí la pata bien metida. No, no lo hice bien como marido... ni tampoco como padre. Cualquiera de mis hijos puede decirte el penoso papel que desempeñé con ellos.


«Pero, ¿te gustaría tener otra oportunidad?», pensó Paula, sin atreverse a hacer la pregunta en voz alta.


—Eso es algo en lo que nos parecemos, Pau —continuó Pedro—. Los dos queremos libertad para poder desarrollar nuestras carreras. ¿Volver a casarme y tener más hijos? Antes preferiría que me ataran una piedra al cuello y me arrojaran al océano.


El débil hálito de esperanza que quedaba en el corazón de Paula se esfumó con esas palabras, como quien apaga de un soplo la llama de una vela. «¿Qué habías pensado que iba a decir?», se reprendió; «eres una ilusa». Por suerte Pedro juraría su cargo en enero, así que sólo tendría que mantener el tipo seis semanas más. Además, él se iría a Washington y ella estaba pensando mudarse a la costa oeste. No era mucho, pero el hecho de contar con un plan de acción la animó.


—¿Cómo va el traslado? —le preguntó para cambiar de tema, apartándose de él y volviéndose para mirarlo.


—Lento ahora que me he quedado solo —contestó Pedro haciendo un ademán con la mano para señalar el desorden de cajas, libros, carpetas y papeles que había en el despacho—. Le he dado el día libre a mi secretaria; hoy era la función de Navidad de su hija.


—Qué buen jefe eres —dijo Paula sin poder reprimir una sonrisilla burlona. En el fondo Pedro era un pedazo de pan.


—En realidad se debe más bien a un inoportuno sentimiento de culpa —la corrigió él—. Cuando me lo dijo me acordé de cuántas funciones de Navidad de mis hijos me había perdido yo.


—Podrías compensarlos estas navidades por todas esas veces.


—Demasiado tarde —replicó él—; no creo que Marcos quiera ponerse a su edad a hacer figuras de pasta de jengibre conmigo.


Paula no pudo evitar reírse al imaginar a los dos hombres en la cocina remangados, con sendos delantales, y manchados de harina.


—Ni creo que tú quieras tampoco —le dijo—. Me refería a que podrías dedicarle algo de tu tiempo a cada uno ante estas navidades.


—El problema es que querrán hacerme preguntas espinosas. De hecho Marcos me ha hecho algunas esta misma mañana.


—¿Sobre qué?


—Sobre por qué no pasé más tiempo con ellos, sobre su madre...


—¿Y le dijiste la verdad?


Pedro le había hablado de su matrimonio, de cómo a su esposa la había amargado el que se hubiese negado a abandonar su carrera militar, y de la sensación que tenía de no haber sido nunca capaz de complacerla en nada.


—En parte —respondió él entornando los ojos—. Chloe pasó siempre más tiempo que yo con ellos, y no sería justo que manchara el recuerdo que tienen de ella.


Paula resopló, como si no pudiera dar crédito a lo que estaba oyendo.


—¿Qué? —inquirió Pedro mirándola confundido.


—Puede que fuera una mujer maravillosa, pero no tienes que hacer de ella una santa mártir. Además, Marcos ya es mayor. No necesita que lo protejas de la verdad. De hecho, creo que vuestra relación mejoraría si comprendiera lo que te ha llevado todo este tiempo a intentar ser un campeón entre los campeones.


Pedro bajó la cabeza y la sacudió.


—Un campeón entre los campeones... —farfulló para sí con una risa irónica.


Paula se encogió de hombros.


—Al menos deberías intentarlo; no perderías nada —le dijo. Miró su reloj de pulsera—. Bueno, me marcho ya.


—¿Seguro que no quieres que salgamos a cenar?


Paula negó con la cabeza.


—Ya te he dicho que no sé a qué hora estaré de vuelta —le repitió.


—Pero puedo esperarte y cenamos juntos... aunque sea en Crofthaven.


—No hace falta, Pedro, en serio —insistió ella, dirigiéndose a la puerta de espaldas—, no me esperes.


Y antes de que él pudiera insistir de nuevo y no fuera capaz de volver a negarse, salió del despacho.



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