domingo, 8 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 2




—Santiago estaba enfermo.


Paula había empezado a sospecharlo antes de que el viejo coche de alquiler los dejara tirados a 10 kilómetros de su destino. En aquel momento, sentada con Santiago en el asiento trasero de un viejo Cadillac, estaba completamente segura.


—No has terminado el cuento, mamá —gimoteó el niño.


Él nunca gimoteaba. A menos que estuviera realmente enfermo. Paula le puso una mano en la frente; estaba ardiendo.


—Sí la he terminado, cielo —murmuró, abrazándolo.


—Pero no has dicho lo de «vivieron felices y comieron perdices».


Eso era verdad. No lo había dicho y todo el mundo sabe que los cuentos de hadas terminan así.


Paula dejó escapar un suspiro.


Lo que acababa de narrarle no era un cuento de hadas. Simplemente, intentaba explicarle a un niño de cuatro años por qué habían ido en tren desde Pensilvania hasta Montana para resolver una situación en la que ella no habría querido estar metida.


Santi adoraba los trenes y no había hecho una sola pregunta desde que salieron de casa. Ni siquiera cuando bajaron del tren en Trilby y alquilaron un viejo coche que los había dejado tirados antes de llegar a Blue Rock.


En aquella historia no había un final feliz. Pero Santi, aburrido, harto y muerto de cansancio, por fin le había preguntado qué estaban haciendo.


Quizás no debería haber intentado alegrar la historia. Era lógico que Santiago quisiera un final feliz cuando empezó a contar lo del vestido blanco de tul, la Cenicienta con patines y un príncipe muy guapo con sombrero tejano que la había sacado de aquella pesadilla de baile...


—Ese podría ser Pedro, el que va montado a caballo —dijo el hombre calvo que conducía el viejo Cadillac—. Voy a parar un momento.


—Yo... —empezó a decir Paula. Pero no terminó la frase.


Desde el principio, Raul Thurrell, el propietario de la gasolinera de Blue Rock, no le gustó un pelo. Además, era quien le alquilo el cacharro que le había dejado tirada en medio de la carretera.


Debería caerle bien. Al fin y al cabo, se había ofrecido a llevarla hasta el rancho de Pedro Alfonso, a veinte kilómetros de donde estaba el coche.


Intentaba ayudarla, pero a Paula no le caía bien. 


Por eso no quería admitir que Pedro no sabia nada de su llegada. Y, por supuesto, no le había contado la razón de su visita.


El señor Thurrell detuvo el Cadillac y Paula vio que un hombre montado a caballo se dirigía hacia ellos. Nerviosa, salió del coche, cerró la puerta para que Santi no se enfriase y se apoyó en la cerca de madera.


No sabía si Pedro la había visto. Para probar, levantó la mano. Después, se quitó el gorrito de lana y lo movió en el aire para garantizar que no pasaba de largo.


Pedro Alfonso, si era él, acababa de verla. 


Observándolo acercarse, Paula se dio cuenta de lo cómodo que parecía sobre el animal. Aunque no sabía nada de caballos, se daba cuenta de que él era un buen jinete.


Parecía un caballero de reluciente armadura, pero esa era una comparación de la que debía alejarse.


Medio minuto después comprobó que, efectivamente, era Pedro. No había vuelto a verlo desde el mes de marzo, seis meses antes, pero lo recordaba bien.


No había olvidado lo alto que era, ni su pelo liso de color negro, suave como la seda. No había olvidado el mentón cuadrado, ni la nariz recta, ni la piel bronceada... y sobre todo no había olvidado sus ojos negros.


Y tampoco lo que sintió cuando Pedro Alfonso la besó. Eso sí que era material para un cuento de hadas.


Él la había reconocido, lo cual no era tan fácil. 


La última vez que se vieron iba perfectamente maquillada y llevaba un vestido de novia. Aquel día llevaba vaqueros, un jersey de color rosa, una coleta y nada de maquillaje.


Pero la reconoció. Mientras se acercaba, Paula vio los ojos negros de él. Seguían siendo amables, pero un poco recelosos.


Cuando llegó a la cerca, comprobó con qué facilidad se movía sobre el caballo.


Como si hombre y animal fueran uno solo.


El caballo, de color castaño, se movió, impaciente. Quizá sabía que aquel no era el sitio al que debían dirigirse.


—Hola —la saludó Pedro.


—Hola —intentó sonreír Paula.


—Me alegro de volver a verte —dijo él, quitándose el sombrero. El viento movió su pelo negro, despejando su frente—. ¿Qué tal estás?


—Bien, gracias.


—Me alegro.


—Alquilé un coche en Trilby y me dejó tirada en medio de la autopista. El señor Thurrell se ha ofrecido a traernos... dice que conoció a tu padre porque tuvo negocios con él.


Paula hizo un gesto hacia el viejo Cadillac, nerviosa. Alan estaba en lo cierto; era mejor haber ido en persona para solucionar el asunto. 


Tenía muchas cosas que arreglar y Alan Jenning lo entendía bien. Era un hombre sensato, con la cabeza sobre los hombros.


Por eso pensaba decir a Alan que sí, que se casaría con él. Cuando hubiese solucionado un pequeño detalle.


—Siento que hayas tenido problemas —dijo Pedro.


Debía saber por qué estaba allí. Sólo tenían una cosa en común y era el momento de ponerla en palabras.


—Sé que en la carta me decías que estabas muy ocupado y eso... pero de verdad necesito el divorcio, Pedro.


—¡Mamá¡ —escucharon entonces la voz de Santi, desde el coche.


Los dos volvieron la cabeza.


—¿Es tu hijo?


—Sí.


—Santiago, ¿verdad?


—Santiago —contestó Paula.


—Parece cansado.


—Está agotado.


—Es un viaje muy largo para un niño.


—Vamos a tomarnos unas vacaciones después de... esto.


Alan pensaba reunirse con ellos en Chicago para pasar unos días. Si sus negocios iban bien...


—Ah, ya —asintió Pedro.


—Siento aparecer así, sin avisar.


—No pasa nada Paula. De verdad. Es más culpa mía que tuya.


—Es que no podía encontrarte. El número de teléfono que me diste estaba desconectado y... bueno, además, pensé que debía venir en persona.


—Hemos alquilado la casa grande y han tardado un poco en darnos otro número de teléfono —explicó él.


Paula presintió que aquella era una larga historia, pero decidió concentrarse en lo
suyo.


—Para empezar, tenemos que decidir en qué estado vamos a pedir el divorcio.


—Sí, claro.


—He pensado que lo mejor seria hacer todo el papeleo en Pensilvania. Si vuelvo a Blue Rock con el señor Thurrell, ¿podrías encontrar un rato esta tarde para charlar? Solo será un momento.


—¡Mamá¡


—Voy enseguida, cariño —contestó Paula, acercándose al coche.


Pedro desmontó, ató las riendas del caballo a la cerca y de un salto se colocó al otro lado.


Ella estaba inclinada sobre la ventanilla, hablando con el niño. Eso permitió que echara un vistazo a su redondo trasero... un trasero en el que no debía pensar. La oyó hablar con su hijo en un tono suave, tranquilizador, y recordó cuanto le había gustado su voz en Las Vegas.





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