lunes, 26 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 13



Cuando los dedos de Pedro le rozaron la piel y el calor de la palma de su mano se entremezcló con el de ella, Paula abrió los labios rosados como los pétalos de una flor.


Pedro deseaba besarla, perderse en su cuerpo, en sus pechos, en sus caderas... en su cálido amor. Nunca había conocido a ninguna mujer que se preocupara tanto por los demás, pensó.


—Cásate conmigo —rogó de pronto Pedro.


Paula saboreó la excitación sexual que aquel atractivo hombre le producía. Sus brazos se derretían ante el contacto de los dedos de él, y sus pezones se endurecían bajo la tela de la camiseta. Sin embargo tenía que recapacitar.


—Quieres decir que finja que soy tu mujer, ¿no? —preguntó Paula a su vez.


¿Era eso lo que había querido decir?, se preguntó Pedro parpadeando y soltando su brazo. Sí, pensó, por supuesto que era eso. Pedro asintió.


—¿Y cómo puedes pedírmelo cuando acabo de explicarte que para mí el matrimonio es sagrado? Estás destrozando tu vida, Pedro —sacudió la cabeza—. O estás desesperado o estás más loco de lo que yo creía. En una palabra, no —afirmó volviéndose y caminando hacia la salida.


—No estoy desesperado —protestó Pedro.


Paula no pareció escucharlo. No estaba desesperado, pero sí loco, loco de lujuria, se dijo Pedro. ¿Cómo podía haberle pedido precisamente a Paula que se hiciera pasar por su mujer?, se preguntó.



****

A la mañana siguiente, en la cocina, Pedro se quedó mirando a su casero mientras bebía la cerveza que él mismo le había servido. ¿Cómo era posible que tuviera que pedirle a una persona de ochenta años que le ayudara a buscar a una mujer?, se preguntó Pedro


Confesarse a sí mismo que estaba desesperado era lo menos que podía hacer.


—Le he pedido que venga, señor Tuttle, porque tengo un problema —comentó tomando asiento y esperando a que su invitado se sentara también—. Necesito una mujer.


—¡Vaya! —Exclamó Tuttle dándose una palmada en la rodilla—. Desde el momento en que llegaste supe que me divertiría contigo, y tenía razón. ¿Y por dónde quieres que empecemos a buscar? ¿Quieres ir a uno de esos sitios como el Lotta Lust? Podemos echar un vistazo allí, una para ti y otra para mí...


—Oh, no, señor —lo interrumpió Pedro deteniendo el chorro de palabras de su casero—. La verdad es que estaba pensando más bien en una esposa —explicó Pedro.


—Ah, eso —contestó Tuttle desilusionado—. No es una idea muy divertida.


—Bueno, no quiero una de verdad, sólo quiero una que se haga pasar por mi mujer durante una temporada —continuó—. Preferiblemente una de fuera de la ciudad, para que la gente no pueda reconocerla. Pagaré bien.


Tuttle se quedó examinándolo con ojos suspicaces.


—Quizá Paula, tu vecina de al lado, tenga razón.


—¿En qué? —preguntó Pedro tenso.


—Dice que aquí ocurre algo raro. Está preocupada, piensa que te has escapado de la cárcel por esas cicatrices que tienes en el brazo y por tu celo en mantener tu vida privada.


—Pero yo le di referencias cuando me alquiló la casa —se defendió Pedro.


—¡Bueno, pero yo lo único que comprobé fue que tus papeles no fueran falsos! ¿Crees que iba a gastar dinero en conferencias para saber si era cierto que estabas en el ejército? De ningún modo. Además, aunque te hubieras fugado, yo sé con quién estoy tratando en cuanto lo veo. Sabía que tú no me ibas a destrozar la casa, está muy claro que no eres de esos.


La gente de Bedley Hills era verdaderamente estrafalaria, se dijo Pedro.


—Y entonces, si cree que soy un prisionero fugado, ¿cómo es que no está preocupado?


—Bueno —rió—, yo también estuve en la cárcel, en Georgia, a los cuarenta años. Pero eso no significa que seas peligroso.


—No soy peligroso, ni siquiera he estado en la cárcel.


—Bien —contestó Tuttle incrédulo en voz baja, como si pretendiera asegurarle que le guardaría el secreto—. ¿Y por qué fue? ¿Cheques falsos?


—Lo digo en serio —contestó Pedro—. Estas cicatrices me las hice rescatando a mi hermano.


—Bien —volvió a asegurar Tuttle sin creerle del todo.


—Entonces, ¿conoce usted a alguien? —preguntó Pedro dándose por vencido.


Tuttle dio un largo trago de cerveza y después frunció el ceño.


—Si no te gusta la mujercita de aquí al lado, creo que podré traerte a alguien.


—Paula queda descartada. ¿Cree que podría ocuparse de ello enseguida? —preguntó Pedro.


—Desde luego, pero te costará dinero.


Por supuesto, se dijo Pedro asintiendo. Eso por descontado. 


Todo en la vida tenía un precio.



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