viernes, 23 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 2




Paula se acercó entonces a los arbustos divisorios para recoger las tijeras de podar y, en ese preciso momento, escucho a Pedro Alfonso maldecir. En respuesta se oyó un grito, y la voz de Pedro volvió a retumbar:
—¡Tú pequeño monstruo! ¡Me has hecho daño!


Paula rió. El chico, al que aparentemente Pedro había capturado, grito como si le estuviera pegando. La sonrisa del rostro de Paula se borro de inmediato. Miro por el agujero de los arbustos. Lo primero que vio fue a un hombre de pelo castaño oscuro y corto con vaqueros y una camiseta negra. 


Tenía que ser su vecino, se dijo. Tenía agarrado de la oreja a Frankie Simmons, de ocho años, y pretendía arrastrarlo hasta la casa.


—¡Frankie! —gritó Paula.


Pedro Alfonso y Frankie, el hermano menor de Ian Simmons se volvieron hacía ella sorprendidos. Sin pensar en las consecuencias, Paula se metió por el agujero de los arbustos y salió por el otro lado.


—¡Señorita Chaves! —Gritó Frankie con un rostro tan pálido que las pecas destacaban como manchas de tinta — ¡Quiere secuéstrame! Llame a la policía.


—Déjelo que se vaya —exigió Paula a Alfonso mientras se sacudía las hojas de la ropa.


Los ojos de Paula permanecieron fijos sobre el musculoso cuerpo de su vecino. Por si acaso hacía algún movimiento extraño, se dijo a si misma. No era por ninguna otra razón.


—¿Y quien es usted? —Preguntó Alfonso—. Me ha dado una patada.


—¡Ha sido en defensa propia! —Protestó Frankie serio, en voz alta—. El me agarro de la oreja primero, así que tuve que dársela. He tomado clases de defensa personal, y me explicaron que tenía que aprender a defenderme.


—Así que defensa personal, ¿eh? —Repitió Paula conteniendo la risa y dirigiéndose luego a Alfonso—. ¿Y cual es su versión?


Pedro Alfonso la miró de arriba abajo, fijando la vista finalmente sobre su rostro y distrayéndola del asunto principal. Aquella intensa mirada la atraía, y a pesar de su decisión de no dejarse seducir por ningún hombre, era perfectamente consciente de su presencia masculina. De sus ojos oscuros y sexys, de la forma en que la camiseta negra se ajustaba a su torso… pensó. Se sentía como la gelatina.


—No estoy contemplándolo —murmuro Paula entre dientes mientras se clavaba las uñas en las palmas de las manos e intentaba controlarse.



Y aunque lo estuviera haciendo se dijo, los hombres morenos y anchos de espaldas no eran su tipo. Ella prefería a los hombres con sentido del humor, y Alfonso era, evidentemente, demasiado serio.


—¿Ha dicho usted algo? —preguntó Alfonso.


Paula sospecho que la había oído perfectamente, no obstante no contesto.


—Si —intervino Frankie en su nombre—, le ha preguntado cual es la razón por la que agarra así a un niño.


Paula se mordió el labio intentando contener la risa. Por la cara de Pedro Alfonso cualquiera hubiera jurado que Frankie era el enemigo público numero uno del pueblo, pensó.


—No puedo creer que esto me este ocurriendo a mí —comento Pedro respirando hondo e inflando el pecho. Paula sintió que el hormigueo que roía su interior se transformaba en una ola de placer que la inundaba. Aparto los ojos de aquel cuerpo y se concentró en el rostro. Los ojos, oscuros, tenían una expresión dura, y los labios se curvaban en una mueca decididamente agria—. El chico ha entrado en mi propiedad.


—Puede que eso sea cierto, señor Alfonso, pero cuando el que lo hace tiene solo ocho años se le regaña y se le manda a casa —contesto Paula observando dos cicatrices en el brazo de su vecino y vacilando—. Y no se llama a la policía, al menos la primera vez.


Ya estaba, pensó Pedro, aquella esbelta mujercita que se comportaba como mama osa lo había malinterpretado, pero no tenía intención alguna de defenderse, se dijo mientras contemplaba su figura y sus grandes ojos marrones. 


Disimulo la atracción física que sentía por ella apretando los dientes y pensó, que de haberla conocido en otro lugar y en otro momento, se hubiera dejado llevar por esa excitación. 


Pero no en Bedley Hills, desde luego. No había alquilado la casa para tener un romance. Solo se quedaría lo suficiente como para arreglar un asunto personal importante.


—Además estoy segura de que Frankie tenía una buena razón para entrar en su propiedad —añadió Paula decidida, sabiendo que el chico no era un gamberro.


—Y dígame, señorita Chaves, ¿porque cree usted que este pequeño monstruo tenía una buena razón para entrar?


—Por que Frankie es un chico amable y considerado, lo conozco desde pequeño. Y además es un genio —contesto agarrando del brazo desnudo a Pedro para que lo soltara. Él tenía la piel caliente y respiraba deprisa. Paula sintió que la sangre le hervía. Era una sensación que no le gustaba, así que aparto la mano. Nunca hubiera debido de tocarlo, se dijo. Tenía veintisiete años, y ya era hora de que supiera lo que le convenía, pensó—. Frankie no se divierte molestando a la gente, él esta entusiasmado con el ordenador y hace proyectos científicos, ¿No es cierto, Frankie?


El chico miro primero al hombre y luego a Paula, con la que por lo general tenía trato e incluso jugaba a veces al fútbol.


—Solo vine a advertirle de que ese cartel le iba a causar problemas, pero me asusto cuando abrió la puerta de golpe, así que por eso salí corriendo.


—Claro —contestó Pedro incrédulo—, pero si la gente hiciera caso del cartel no habría ningún problema.


—Si lo habría —insistió Frankie—, alguien podría…


—Frankie —lo interrumpió Paula—, ya basta.


—¿Si? —preguntó el chico con los ojos muy abiertos.


—¿Si? —repitió Pedro torciendo la boca.


-Vete a casa —añadió Paula comprendiendo que no tenía sentido seguir discutiendo cuando el chico estaba libre.


Frankie camino hacia la calle y Paula volvió a fijarse de nuevo en Pedro. Hubiera preferido marcharse y seguir fingiendo que su vecino no existía, pero él se paso una mano por el pelo en un gesto de frustración y Paula no puedo evitar mirar las cicatrices del brazo. Parecían antiguas, pero debían de haberle dolido, pensó. No debía de preguntarle como se las había echo, al y al cabo no era asunto suyo. Sin embargo, siempre había sido incapaz de contener su curiosidad.


—Esas cicatrices son grandes —comentó.


—Me las hice con una alambrada.


—¿Con una alambrada de espinas? —inquirió Paula imaginando que él era un cowboy de aquellos con los que solía fantasear.


—Sí, con una alambrada de espinas como las de las cárceles —declaró Pedro.


—¡Ah!


¿Cómo era posible que tuviera cicatrices a causa de una alambrada de una cárcel?, se preguntó Paula. A no ser que… comprendió al fin dando un paso atrás por si acaso.


¿Sería un preso fugado?, se preguntó.


Pedro observó como Paula se quedaba boquiabierta y sus grandes ojos marrones se abrían aun más. Mama osa se creía fácilmente cualquier cosa, pensó. De hecho lo cierto era que las cicatrices se las había echo con la alambrada de un rancho mientras ayudaba a su hermano Guillermo, que se había quedado enganchado.


La expresión de Paula Chaves era tan dramática que, por un momento, Pedro casi se sintió culpable de haberla asustado. 


Pero sólo casi. Si la pequeña y bien formada señorita Chaves pensaba que era un ex-recluso y lo dejaba en paz, mejor que mejor, se dijo. Aquello no le iba a molestar a nadie, y aun menos a él, que no iba a quedarse mucho tiempo en Bedley Hills.


Y mejor también para su adorable vecina, pensó. Gracias a su casero, Pedro lo sabía todo sobre Paula. Tuttle tan sólo se había olvidado de comentarle lo atractiva que era. Tenía unas pestañas muy largas y espesas, y sus ojos, marrones y cálidos, eran como los de una cervatillo mirando a su pareja, pensó. Su cintura era estrecha, y sus formas, bien redondeadas, estaban pidiendo a gritos que alguien se las comiera. Debería de ser ilegal llevar de esa forma los vaqueros y la camiseta, se dijo. En resumen, Paula lo tenía todo a ojos de Pedro, y no obstante no pensaba acercarse a ella.


Necesitaba conservar su intimidad, sobre todo en ese momento, y lo necesitaba mucho más que a una mujer, recapacitó.


—Apuesto a que esos chicos no van a dejar de venir por aquí teniendo a una vecina como usted, cariño. Debe de ser muy crédula cuando se cree la versión de ese chico.


—Por supuesto que le creo —se defendió Paula acalorada—. Frankie nunca ha causado problemas en el vecindario, es un chico dulce y de buenas cualidades. Tiene cosas más interesantes que hacer que ir por ahí llamando a la puerta de extraños.


—Frankie es un niño —respondió Pedro olvidándose de su enojo y pensando en lo atractiva que era su vecina. Él siempre había logrado controlar sus emociones, era el resultado de su larga experiencia en la vida. Eso, claro estaba, cuando alguna emoción llegaba a traspasar el iceberg en que su alma se había convertido, recapacitó—. Los niños son tramposos —explicó paciente—. El hecho de que sea un genio sólo significa que es capaz de inventarse excusas más verosímiles cuando le pillan.


—No lo creo en absoluto —contestó Paula, cuya irritación sobrepasaba con creces el miedo que sentía—. ¿Es que no hizo usted nada de pequeño que fuera mal interpretado por los mayores?


Pedro cerró la boca sorprendido. Paula había dado en el clavo. De pronto recordaba que, a los once años, había entrado a escondidas en el Tribunal de Menores de Kentucky. Diversas escenas y momentos de aquella noche volvieron a su memoria con increíble claridad: el cristal que había roto al entrar, los cajones del archivo metálico que había destrozado con una palanca, los expedientes que había tirado al suelo mientras buscaba lo que tanta urgencia necesitaba…


Por no mencionar los rostros enojados de las autoridades cuando finalmente lo pillaron. Había entrado esperando encontrar el expediente de su hermano Guillerno para saber con que nueva familia adoptiva vivía. Nadie, ni quiera el asistente social, había querido decírselo, a pesar de que él sólo deseaba ver a su hermano y asegurarse de que estaba bien. Nadie podía cuidar de Guillermo, aparte de él. Sin embargo, tras aquel incidente, lo habían etiquetado de problemático, y después nadie había vuelto a escucharlo, de modo que por fin había decidido callar.


Pedro hizo una mueca con el mentón y recapacitó. Lo único importante, al y al cabo, era que no había podido localizar a su hermano. Nunca más había vuelto a verlo, y eso era algo que seguía torturándolo a pesar del tiempo pasado, mucho más que aquella etiqueta que le habían colgado. Sí, se dijo, desde luego que alguna vez lo habían malinterpretado. Pero, ¿y qué?


—¿Señor Alfonso?


La dulce voz de Paula lo apartó de aquellos viejos recuerdos. Tragó intentando deshacer el nudo que se le había hecho en la garganta y suspiró lleno de frustración.


—Está bien —contestó—, olvidémonos de Frankie por un momento. ¿Qué me dice de los otros dos chicos que vinieron con él? ¿Por qué justo cuando pongo el cartel de no molestar viene todo el mundo a hacerlo?


—¿Qué hubiera hecho usted con Frankie de no haber llegado yo? —quiso saber Paula, segura de que no iba a gustarle la respuesta.


Pedro respiró hondo antes de contestar:
—Bueno, me figuré que el chico no tenía nada que hacer, así que iba a ponerlo a quitar las malas hierbas del jardín.


—¿Iba usted a forzar a Frankie a trabajar para usted? ¡Pero si es sólo un niño!


—En ese caso alguien debería de controlarlo —contestó Pedro tenso. Luego, al ver el rostro serio de Paula, añadió—: No me mire usted así, pensaba pagarle.


Era imposible discutir con un hombre como aquél, pensó Paula poniéndose en jarras. Los ojos de Alfonso se quedaron entonces clavados a sus caderas. Bueno, no importaba, se dijo ella. Que mirase cuanto quisiera. Aquel encuentro con el nuevo y soltero vecino no le serviría más que para demostrarse a sí misma que no deseaba una aventura. Ni en su jardín, ni en el del vecino, pensó.


Frankie se había ido, de modo que había llegado la hora reconcederle a aquel hombre la intimidad que tanto reclamaba, se dijo Paula. Antes, sin embargo, tenía que decir la última palabra. Más que nada por ser tan quisquilloso, pensó.


—Será mejor que quite usted ese cartel tan llamativo, señor Alfonso, si no quiere que le molesten los chicos del barrio.


Pedro se dio la vuelta de inmediato, pero se detuvo en seco justo antes de perderla de vista. Sus labios esbozaban una ligera sonrisa, como si no tuviera costumbre de que la gente le gastara bromas.


—No lo dirá usted en serio, ¿verdad?


Paula, impaciente, se acercó al cartel clavado en el árbol y tiró de él.


—Si necesita que se lo enseñen por escrito, entonces tenga —contestó sacudiendo el cartel, que fue a caer al suelo boca arriba.


Pedro miró para abajo molesto, pero luego una sonrisa iluminó su rostro rápidamente. Sus ojos brillaban, y enseguida se echó a reír. Paula olvidó su malhumor y sonrió también. Por un momento vio algo en aquel alto y guapo soltero que le gustó, quizá su sentido del humor. 


Entonces, sorprendida, se dio cuenta de lo peligrosos que comenzaban a ser sus pensamientos. Muy peligrosos, se dijo, si tenía en cuenta lo atraída que se sentía hacia él.



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