miércoles, 12 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 8




—¡Concéntrate, Paula! —el tono de voz de Eloisa Chaves dirigiéndose a su hija irritó a Pedro.


—Estoy seguro de que quiere reflexionar antes de contestar la pregunta del juego —dijo, haciendo un esfuerzo sobrehumano para parecer educado y no perder los nervios.


Habría querido marcharse y llevarse a Paula consigo. La actitud crítica de su madre con Paula era sutil y disimulada, mucho peor que si se tratara de una actitud abiertamente hostil a la que Paula pudiera enfrentarse de la misma manera. Tal y como se producía, impedía que le planteara quejas a su madre sin que ésta pudiera acusarla de exagerar o de convertir en problema lo que no lo era. Pedro intuía que Eloisa Chaves debía ser una maestra diciendo cosas por el estilo.


Era miércoles por la noche, algo más de una semana desde que Paula había empezado a trabajar para él, y estaban en la cena a la que ella se había referido como una reunión forzada, y a la que Pedro se había invitado.


Tenía que admitir que aunque lo había hecho como jefe, había habido en ello un componente de curiosidad personal por conocer a su familia. 


O tal vez había sentido ganas de estar cerca de una familia en la que había padres…


«Hace mucho que no los echas de menos, Alfonso».


Su padre le había facilitado esa labor.


Fuera cual fuese el motivo de su deseo de conocer a la familia de Paula, la respuesta a su curiosidad era que no tenía nada que ver con lo que había anticipado.


Paula era dulce y amable, y él había asumido que su familia también lo era. Sin embargo, se trataba de gente racional, crítica, práctica y fría… No parecían tener alma.


Ni siquiera se parecían físicamente a Paula. Su madre y sus hermanas eran menudas y frágiles. 


Nada que ver con ella, que era alta y vibrante. 


Su padre era un hombre corriente tanto en su físico como en su personalidad. Evidentemente, la belleza interior de Paula había surgido en ella a pesar de su familia.


Paula miró la carta que tenía en la mano. Estaban jugando un juego particularmente estúpido, en opinión de Pedro. Había ocho personas en torno a la mesa: la familia de Paula, ellos dos y otra pareja.


Paula lo miró de reojo antes de forzar la misma sonrisa que llevaba practicando toda la velada.


—Lo siento, pero no sé la respuesta, mamá. Voy a tener que pasar.


—Seguro que la sabes —su padre, Alberto Chaves, la miró con irritación—. Todas las preguntas de este juego se pueden responder.


—Si a uno le gustan los documentales, puede que sí —dijo Pedro, rozando involuntariamente la rodilla de Paula con la suya al cambiar de postura.


La corriente que lo sacudió lo tomó por sorpresa. 


¿No había decidido no pensar en Paula de aquella manera? ¿Por qué no lo estaba consiguiendo?


«Has pensado en ella como mujer desde el primer minuto. Lo más que puedes hacer es intentar evitarlo».


Y eso era lo que tenía que hacer. Seguir esforzándose. Porque Paula despertaba en él sentimientos que llevaba décadas intentando reprimir, y que deseaba mantener bajo llave.


—Lo siento, papá, pero no puedo contestar —Paula se encogió de hombros e indicó que era el turno del siguiente jugador, pero habló como si le faltara el aliento.


Y una vez más, Pedro reaccionó con más intensidad de la que hubiera querido.


El juego concluyó y él se puso en pie. Quizá no tenía todas las respuestas, pero sabía cuándo había alcanzado su límite. Y estaba seguro de que Paula también había alcanzado el suyo.


—Me alegro mucho de haberos conocido, pero estamos lejos de casa y será mejor que nos marchemos.


Cuando salieron al exterior, Pedro respiró el frío aire de la noche y al pensar en Luciano y en Alex se sintió muy afortunado. Tener una familia elegida en lugar de una biológica representaba, en su caso, una bendición. Ese pensamiento le aclaró las ideas, lo que a su vez contribuyó a que supiera cómo ocuparse de Paula: como un compañero de trabajo que la admiraba como tal…


De camino a casa de Paula, la entretuvo charlando de asuntos triviales con la esperanza de hacerle olvidar la desagradable velada, y de paso olvidar cuánto había deseado tomarla en sus brazos y besarla para compensar por lo mal que la trataban. Pero ese deseo no era nada profesional.


—¿Qué demonios les pasa? No parece que… —preguntó, expresando en alto sus pensamientos involuntariamente.


—Me alegro de que hayas conocido a mi familia, y de que ellos hayan podido hablar contigo un poco del trabajo que hago —Paula habló como si no le hubiera oído, en un tono falsamente animado y como si le faltara el aliento, tal y como había sucedido cuando sus rodillas se habían rozado—. Espero que haya servido para que mis proyectos les resulten algo más aceptables.


¿Un poco más aceptables? Su familia le hacía sentir como un ser raro cuando era una persona excepcional. Pedro intuía que no era un fenómeno nuevo, sino algo que llevaba soportando una parte considerable de su vida, lo que a su vez le hizo sentir más cerca de ella.


Aparcó delante de la urbanización de Paula, le abrió la puerta y la ayudó a bajar.
—Tienes un buen trabajo dentro de tu campo profesional. Eso debería bastar para que tu familia se sintiera orgullosa de ti.


—Gracias… Puede que lo estén —dijo ella, pero se notó que hizo un esfuerzo consciente por transmitir una seguridad que no sentía. Luego sonrió antes de añadir—: Prometo devolverte el favor sirviéndote de apoyo el día de la entrega de premios.


—Tu compañía bastará —dijo Pedro—. Déjame acompañarte hasta la puerta.


Debía asegurarse de que llegaba a su piso con seguridad y marcharse, en lugar de permanecer allí, de pie, halando de vaguedades y deseando que pasaran cosas que no sabía definir, pero que tenían que ver con proximidad, consuelo y bienestar.


¿Qué le estaba pasando? ¿De dónde salían esos pensamientos?


Cuando llegaron a su casa, Paula metió la llave en la cerradura y se volvió hacia Pedro.


—Espero que no te hayan hecho preguntas indiscretas sobre tu negocio mientras he estado fregando los platos.


Pedro metió las manos en los bolsillos y las sacó. Fruncía el ceño.


—No, no han sido particularmente indiscretos.


Paula pareció sentirse aliviada.


—¿Quieres un café antes de irte?


—No, gracias, pero quiero entrar contigo —tenía que asegurarse de que la dejaba sana y salva en su piso. No era más que pura cortesía.



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