viernes, 26 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 14




Pedro se despertó y descubrió la luz dorada del sol entrando por la ventana y escuchó unos pasos al otro lado de la ventana. Lo cual era imposible, porque… ¿acaso no estaban en un cuarto piso?


Desvió la mirada hacia la ventana y descubrió a un hombre moreno provisto de un casco y un cinturón de herramientas, que lo miraba a su vez. Alarmado, se dispuso a levantarse de la cama para seguir investigando un poco más… hasta que se dio cuenta de que estaba desnudo.


Bien, recurriría al plan B. Le gritó al hombre que se apartara de la ventana, en italiano, y el presunto obrero obedeció reacio… no antes de lanzar una última mirada al hombro desnudo de Paula.


—Imbécil —masculló entre dientes mientras ella se desperezaba y abría los ojos.


—¿Qué pasa?


—¿Hay alguien trabajando en el edificio? Acabo de ver a un obrero por la ventana.


Paula frunció el ceño con expresión confusa.


—No. Bueno, la verdad es que no lo sé. Hay una escalera de incendios en la pared y…


—No te preocupes —la abrazó—. Ya lo he ahuyentado.


Pero sabía que el profesional que llevaba dentro no se quedaría tranquilo hasta haberlo averiguado. Tomó nota mental de investigar las obras que se estuvieran haciendo en el edificio y los obreros que participaban en ellas.


Le dio un beso antes de incorporarse para admirarla a la luz del día.


—Eres preciosa.


No podía dejar de mirarla. Iba aviado si era así como pretendía guardar las distancias. Estaba empezando a temer que distanciarse de ella iba a resultar una tarea de todo punto imposible. 


Paula le inspiraba sentimientos que no había experimentado en años, y además le hacía cuestionarse todo. Incluso cosas que hasta ese momento habían sido incuestionables.


En resumidas cuentas: estaba muerto de miedo. 


Y seguía sin poder dejar de mirarla.


Estaba, por ejemplo, lo del sexo. Se consideraba un buen amante, pero con Paula de repente se había convertido en un superhéroe de dormitorio. Se había producido un tipo de magia que no solía experimentar a menudo.


Sabía que se encontraba ante una amante espectacular. Como ninguna otra mujer que hubiera conocido.


—Espero que no te importe que me haya quedado esta noche —le dijo.


—Claro que no —bostezó mientras se desperezaba, haciendo que la sábana resbalara hasta su cintura y descubriera sus pequeños y exquisitos senos.


Bajó la mirada a sus diminutos y morenos pezones, que se endurecieron al instante. Paula no hizo nada por cubrirse, sino que continuó allí tendida, dejando que mirara todo lo que quisiera.


—Creo que nos quedamos dormidos en algún momento después de las dos. Yo no tenía intención de quedarme, pero…


—No pasa nada, de verdad. ¿Te apetece que salgamos a desayunar? Aquí no tengo nada, pero hay un café a la vuelta de la esquina.


Pedro deslizó una mano por su suave y cálido vientre, y volvió a excitarse.


—Preferiría desayunarte a ti.


—Mmm… —rodó hacia él y estiró una mano hacia su miembro—. ¿Ya? Imaginaba que necesitarías tiempo para recuperarte después de los tres orgasmos seguidos de anoche.


—¿Tres? Guau, yo sólo me acuerdo de dos.


—Creo que perdiste la conciencia en algún momento —repuso ella, riendo.


—¿Estás segura de que me corrí tres veces?


—Yo sí, por lo menos.


Su sonrisa era tan embriagadora como su belleza. Pedro le apartó delicadamente el cabello de la cara y se quedó sin aliento cuando ella empezó a masajearle el sexo.


—Eres insaciable. Nunca había conocido a nadie como tú.


—Seguro que has tenido tus sesiones de mano matutinas…


—Administradas por uno mismo, en su mayor parte. Y ni siquiera la mitad de divertidas.


—El trabajo con la mano es un arte casi extinguido entre las mujeres, pero no deberíamos minimizar su importancia en la gama de placeres masculinos.


—¿Qué hay del placer femenino?


—No me opongo a que hagan lo mismo conmigo —incorporándose, Paula se instaló entre sus piernas y continuó acariciándolo, esa vez con las dos manos.


Pedro no pudo hacer otra cosa que quedarse tendido, disfrutando. Le encantaba el balanceo de sus senos y la manera que tenía de contonearse mientras se concentraba en sus caricias.


—¿Pero prefieres otros métodos?


Sonrió, maliciosa.


—Nada puede reemplazar a un buen falo, aunque la técnica oral se le acerca mucho.


—¿De veras?


Se inclinó para apoderarse de la punta de su miembro con la boca mientras continuaba acariciándolo. A partir de entonces, Pedro perdió la capacidad de formular todo pensamiento.


Quince minutos después, cuando volvió a recuperar la conciencia y se recuperó del último orgasmo, tuvo finalmente la presencia de ánimo suficiente para hacerse una pregunta: ¿qué estaría escribiendo sobre él en su blog?
¿Y cómo podría justificar él que se hubiera entregado de buena gana a aquello por el bien de su misión? Nunca antes había dudado de su propia profesionalidad, pero en ese momento estaba empezando a preguntarse si era realmente merecedor de la placa que llevaba.


¿Y si no solamente había dejado de ser un buen agente, sino que además se había convertido en un canalla mentiroso de la peor estofa?


—¿Sacamos al gato a pasear?


Pedro la miró como si hubiera perdido el juicio.


—¿Qué pasa? —inquirió ella—. He visto a más de un gato con correa.


—Los gatos y las correas no suelen llevarse bien. Sobre todo con ésta —señaló al animal, que ya habían averiguado que era hembra. En aquel momento se estaba peleando con un calcetín.


—Dado el carácter que parece haber sacado, me sorprende que anoche se dejara traer hasta casa.


—Probablemente estaba deshidratada y hambrienta, y ahora que ya ha comido y bebido, es toda energía.


—¿Te importaría recordarme cómo fue que traje a esta fiera a casa?


—¿No te lo recuerda ella misma?


—Me atacó en mitad de la noche, empezando por mi pie. Todavía me duele.


Alzó la pierna desnuda para que Pedro pudiera ver los arañazos.


—Necesitarás llevarla cuanto antes al veterinario para ponerle las vacunas y todo eso.


—Estupendo. Y ahora probablemente contraeré alguna enfermedad por su culpa.


—Hey, yo la llevaré, si a ti no te apetece. Va en serio.


—No, no hace falta —Paula se había encariñado irremediablemente con el animal. Intentó adoptar un tono gruñón—. Cuando no me está atacando, parece que le gusto.


—Eso es lo que solía decir yo de mi última novia —comentó Pedro, sonriente, mientras rodaba a un lado para posar una mano sobre su vientre desnudo.


Se habían pasado toda la mañana haciendo el amor, y aunque Paula se oponía por norma a toda interacción del día siguiente, había tenido que hacer una excepción con Pedro, dado su enorme talento. La había dejado tan satisfecha que había empezado a preguntarse si habría adquirido algún tipo de adiestramiento especial en las artes amatorias…


—¿Fuiste gigoló en alguna vida anterior, Pedro?


—No —frunció el ceño—. ¿Por qué?


—Bueno, es que me has impresionado con tus habilidades en la cama.


—Yo podría decir lo mismo de ti.


—Procuro entregarme con las cosas que me gustan —se levantó de la cama y empezó a recoger su ropa.


—Lo mismo digo.


Paula podía sentir su mirada recorriendo todo su cuerpo, y se volvió hacia él mientras se ponía las braguitas y el sujetador. Hacía mucho tiempo que había aprendido a sentirse cómoda desnuda. Entre otras cosa, porque sabía que no había nada más sexy que una persona cómoda con su propio cuerpo.


—Supongo que el sexo en la ducha no estará permitido en el baño comunal de tu edificio… —le sugirió. Se estaba excitando sólo de mirarla.


Paula bajó la mirada a su miembro.


—Eres el hombre más insaciable que he conocido.


—Me cuesta creer que no hayas suscitado ese mismo efecto con cada hombre con el que has estado.


—Respondiendo a tu pregunta anterior, no. Si hubieras echado un vistazo al baño comunal, ahora mismo no tendrías ninguna gana de practicar sexo allí. Aparte de que los otros inquilinos se pondrían a aporrear la puerta.


Sacó unos téjanos de un cajón de la cómoda, junto con una camiseta negra, y se los puso. Luego se calzó unas sandalias negras de tacón alto.


Pedro se levantó por fin de la cama y recogió su ropa del suelo. Tuvo algún problema para recuperar su calcetín de las zarpas de la gatita, con lo que se ganó unos cuantos arañazos. 


Mientras tanto, Paula lo observaba sentada en la cama, admirando su cuerpo desnudo y memorizando cada detalle.


Pensó que necesitaba dejar de pensar en el sexo… al menos lo suficiente para que el pobre hombre descansara un poco. No quería matarlo.


—¿Te ha entrado ya hambre para salir a desayunar? —le preguntó—. Sigo sintiéndome como una mala anfitriona por no tener nada que ofrecerte, aparte de un champán caliente.


—No te preocupes. Déjame que me lave un poco y ahora mismo bajamos.




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