domingo, 16 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 18




El timbre de la puerta sonó y, a pesar de saber que se trataría de Pedro, Paula miró por la mirilla, como era su costumbre. Allí estaba, grande, fuerte e impaciente.


Se le cortó la respiración. ¡Podía resultar muy incómodo! Ese hombre estaba yendo a su casa específicamente para tener sexo con ella. No se trataba de un beso de despedida que había dado paso a una increíble pasión por la que se habían dejado llevar, sino de un encuentro premeditado, y sabía que probablemente sería un error.


¿Por qué se exponía al dolor? Ya había estado encaprichada una vez de él, y aunque él probablemente jamás lo supo, había estado a punto de romperle el corazón.


Sí, era un error que no podía esperar a cometer.


Y las normas de una aventura estarían ahí para asegurarse de que su corazón no volvía a meterse de por medio. Después de todo, Pedro Alfonso era un chico malo y eso le hacía el candidato perfecto para una apasionada aventura.


Borró esa estúpida sonrisa de su boca y, después de respirar hondo, abrió la puerta.


La luz del porche proyectaba una sombra amarilla sobre los rasgos de Pedro.


Una escasa barba le cubría la barbilla y parecía cansado, agitado y dispuesto.


Dos únicos pasos y Pedro ya la tuvo en sus brazos. Cerró la puerta de una patada y la llevó contra la pared.


La levantó del suelo y mientras ella lo rodeaba con los brazos, la puso sobre la mesa de madera maciza de la entrada en la que Paula dejaba las llaves y el correo.


Sus bocas se encontraron. Se fundieron en una. 


Ella lo besó con toda la ansiedad que había sentido al pensar en él cuando era una adolescente y con todo el deseo que sentía por él como una mujer experimentada.


Paula le levantó la camiseta, quería librarse de ella, y le acarició la suave piel de su espalda. Él dejó de besarla el tiempo suficiente para permitirle quitársela.


Después, él le sacó la camiseta de los pantalones.


—¿Por qué te has metido la camiseta por dentro otra vez? —le preguntó con una voz áspera mientras deslizaba los labios sobre su mejilla para llegar a su cuello.


—Para que pudieras quitármela otra vez.


Pedro se rió y le dio un delicado mordisco a su suave piel.


A Paula se le endurecieron los pezones; deseaba que le acariciara los pechos, quería sentir sus manos y sus labios por todo su cuerpo. Quería rozar sus senos contra su torso y disfrutar de ese calor.


¿Por qué estaba tardando tanto en quitarle la camiseta?


—Quítamela —le dijo ella impaciente.


Pedro no perdió el tiempo y unos segundos más tarde, la camiseta cayó al suelo, seguida brevemente por el sujetador negro de encaje.


—Me había puesto ese sujetador para ti.


—Ya lo admiraré luego.


Los labios de Pedro no volvieron a posarse en ella y, al notar su ausencia, Paula abrió los ojos y lo vio de pie, ante ella, observando su cuerpo y respirando entrecortadamente mientras no hacía otra cosa que mirarle los pechos.


Lentamente, fue alzando la mirada hacia sus ojos.


—Eres impresionante.


Ella estuvo a punto de decirle: «Pues en ese caso, mira todo lo que quieras», pero sus ojos no eran lo único que quería encima de ella. Quería a Pedro encima de ella.


—Bésame —le dijo, con una voz grave y llena de deseo.


Pedro sacudió la cabeza y alargó la mano para pulsar un interruptor. La lámpara bañó la piel de Paula con un brillo suave y luminoso.


—Hasta ahora sólo hemos estado en la oscuridad. No me conformo sólo con sentirte.


Ella tembló cuando su dedo recorrió la línea de su clavícula.


—Quiero verte mientras te toco —añadió él mientras deslizaba los dedos sobre la curva de su pecho, que cubrió con la mano antes de acariciarle su sensible cúspide—. Quiero verlo todo.


La piel de Paula se encendió. Se echó el pelo detrás de los hombros. Quería que él la viera.


—Desnúdate para mí —dijo Pedro con voz ronca.


Paula pudo ver el relieve de su erección en los pantalones; eso se lo había hecho ella y quería hacerle todavía más después de que las sugerentes palabras de Pedro hubieran provocado el ardiente deseo que la estaba recorriendo por dentro. Se bajó de la mesa.


Desnudarse era algo que tenía que hacer de pie. 


Fijó la mirada en esos ojos marrones y, tras acariciarle sus musculosos brazos, siguió bajando los dedos hasta encontrar el botón de sus pantalones, que desabrochó enseguida. Pedro gimió cuando la vio despojarse de ellos haciéndolos caer por su cintura y sus piernas hasta llegar a sus pies.


Se quedó ante él cubierta únicamente por unas braguitas negras tan diminutas que apenas tapaban nada. A continuación, enganchó los pulgares en la fina cinturilla de seda.


—Mírame.


La mirada de Pedro descendió cuando ella se bajó primero un lado y después el otro. Mientras, él respiraba entrecortadamente hasta que la ropa interior cayó al suelo y ella la apartó de una patada.


Paula le agarró las manos; no podía esperar a sentir esos fuertes y ligeramente ásperos dedos sobre su piel. Con una sonrisa, le colocó una mano sobre un pecho y la otra entre sus muslos.


Se puso de puntillas y lo besó en el mismo momento en que los dedos de Pedro se deslizaron por los resbaladizos pliegues de su sexo. Gimió contra su boca.


Pedro, eso me encanta.


Pero ella no quería ser la única que se sintiera bien. Quería tocarlo, hacer que se sintiera tan excitado e impaciente como ella. Lo agarró por la cinturilla de los vaqueros y lo acercó a sí. Encontró el botón y rápidamente bajó la cremallera. Con una velocidad que sólo podía proporcionarle el deseo sexual, le bajó los pantalones hasta los tobillos, y después los calzoncillos. Luego, dejó de besarlo y lo empujó hacia atrás.


Una confusión cargada de deseo se reflejó en los profundos ojos de Pedro.


—Yo también quiero verte —dijo ella.


Él dio un paso atrás, se quitó los zapatos y después se liberó de los pantalones y de los calzoncillos con una patada.


Ella bajó la vista, pasando por su fuerte torso y por ese abdomen duro como una roca hasta llegar a su miembro, firme y rígido, que estaba esperándola. Lo rodeó con sus dedos. Le ardía la piel y él se estremeció y cerró los ojos con un gemido cuando ella comenzó a acariciarlo.


Ese áspero sonido hizo que a Paula le temblaran las rodillas. El corazón le latía con fuerza por oír el deseo de ese hombre hacia ella. Su cuerpo se preparó para él.


Los dedos que se movían entre sus piernas se deslizaban ya con más facilidad.


—Paula—susurró él—. Sentir cuánto me deseas…


Su pene se endureció más en su mano y eso la llenó de una profunda satisfacción.


—Lo sé —dijo ella con una voz ronca y tensa. Le mordió el labio inferior—.Ahora —añadió.


—Espera. Tengo que decirte algo —dijo él con una voz que intentaba recuperar el control.


No, no, no. Ella no quería oír nada y casi gimió de frustración. No quería confesiones, no quería que admitiera nada. Lo único que quería era tenerlo dentro de su cuerpo, que la hiciera sentir bien. ¿Por qué con ella los chicos malos siempre intentaban portarse bien?


Pedro dejó de acariciarla y posó las manos sobre sus hombros. Paula lo miró, incapaz de disimular su decepción.


—No puedo pensar cuando me miras así.


—Entonces, no pienses —le respondió ella, pero Pedro ya estaba negando con la cabeza.


—Esto es todo lo que podemos tener. No puedo ofrecerte nada más que esto. No se me dan bien las relaciones.


Sintió una ligera frustración, que se fue aplacando, pero su deseo por él continuó. Apreció ese gesto tan galante. ¿Quién iba a decirle que había hombres que aún se comportaban así?


—¿No olvidas que yo soy la abogada de esta clase de aventuras? Yo tampoco quiero una relación. Ahora mismo, lo único que quiero es tu cuerpo.


Él estrechó los ojos y abrió la boca para hablar. 


Después, la llevó contra él y la besó. La besó intensamente. Estaba claro que Pedro tenía unos demonios contra los que luchar y, si ella iba a beneficiarse de ello, que así fuera.


—¿Dónde está tu dormitorio? —le preguntó mientras la besaba en el cuello. La calidez de su aliento le produjo a ella un cosquilleo por todo el cuerpo.


—Arriba.


Él se apartó lo justo para levantar sus pantalones. Paula lo vio sacar unos cuantos preservativos del bolsillo y otro cosquilleo le recorrió la espalda. Le gustaría usarlos todos.


Pedro tiró los pantalones al suelo.


—Llévame a tu habitación.


Paula le dio la mano y lo llevó hacia las escaleras, pero antes de subir el primer escalón, se detuvo para besarlo. Él la envolvió en sus brazos sin dejar de besarla mientras ella le acariciaba la espalda deseosa de sentir su piel. 


Los preservativos cayeron al suelo.


Pedro la agarró de los hombros y la giró hacia las escaleras.


—Vamos.


Ella tropezó con el primer escalón y cayó hacia atrás, pero Pedro la agarró por las caderas y la sujetó contra su pecho. Cuando los muslos de Paula rebotaron contra sus piernas y la suave piel de sus nalgas rozó su miembro, él dejó escapar un sonido ante el que ella se excitó. Le encantaba saber, sentir, cómo el contacto con su piel le hacía desearla más.


Paula se rió y provocó otro gemido en Pedro. Una vez más, ver el poder que ejercía sobre ese hombre grande y robusto la hizo sentirse fuerte. Quería hacerle sentir todo tipo de cosas con sus manos, con su boca, pero él la detuvo.


—Suficiente —le dijo, y su aliento fue una cálida caricia contra su oreja—. Tu trasero es perfecto.


Paula comenzó a moverse para llevarlo hasta el dormitorio, pero entonces él dijo:
—No. Aquí.


A ella se le secó la boca. Su memoria viajó hasta el jueves anterior, cuando él la había sujetado en la misma postura en el aparcamiento y la había llevado hasta el éxtasis con sus dedos.


Ahora los dedos de Pedro se movían sobre su cintura y sus costillas.


—Quiero sentir tus pezones endurecerse cuando llegues al orgasmo —le cubrió un pecho y ella tembló.


Deslizó la otra mano entre sus piernas y le acarició el clítoris. Si hacía lo que le había hecho entonces…


Sí. Sería igual.


Pedro la empujó delicadamente por los hombros y ella se dobló hacia delante, quedando a unos centímetros de la alfombra beis que cubría las escaleras. Con la mano izquierda se agarró a la escalera mientras los dedos de su mano derecha se hundían en la alfombra.


Él la soltó un instante para ponerse el preservativo y después Paula sintió su miembro contra ella y suspiró cuando él volvió a cubrirle un pecho con la mano.


—Estás tan húmeda, tan caliente. Dime que estás lista, Paula. Espero que lo estés.


—Sí.


Y entonces Pedro se adentró en ella. El placer fue intenso. Ella gimió cuando volvió a acariciarla entre las piernas.


—Me encantas.


Sintió una gran excitación provocada por las caricias en su pezón, en su clítoris y por notar su sólido cuerpo cubriéndole la espalda y las piernas. Entonces él comenzó a moverse dentro de ella y Paula sacó las caderas hacia fuera, intentando acompasarse a él. Gimió cuando Pedro la tocó en el lugar exacto. 


Contuvo el aliento mientras se convulsionaba alrededor de su miembro.


Pedro empezó a moverse más deprisa.


Ella gritó, le temblaban las piernas, y cuando el orgasmo la recorrió con fuerza, perdió la noción de todo lo que la rodeaba. Quería gritarle que fuera más deprisa para que esa sensación se intensificara, quería suplicarle que fuera más despacio para poder saborear mejor ese placer.


Cuando dejó de temblar, Pedro se separó de su cuerpo y la giró hacia él.


—Oír como has llegado al orgasmo…


Nunca había gritado tan alto. Abrió los ojos y vio la mirada oscura de Pedro iluminada ligeramente por la luz que llegaba desde la entrada.


—Pero tú no…


Él le sonrió.


—Lo haré. Así.


La tendió sobre la suave moqueta de las escaleras, unos peldaños más abajo del rellano, y observó su piel enrojecida. Paula podía imaginarse qué aspecto tendría: el pelo alborotado sobre la cara y la piel sonrosada por ese intenso orgasmo.


En otra situación se habría sentido demasiado expuesta, incómoda, incluso delante de un hombre en el que confiara, pero le encantaba el modo en que Pedro la estaba mirando. Le encantaba saber que verla así lo excitaba y le quitaba el aliento.


Ella apoyó los codos sobre el rellano y se alzó.


—Separa las piernas.


Sin dudarlo, Paula le hizo un hueco entre sus piernas.


Pedro se puso de rodillas un escalón por debajo de donde se encontraba ella, bajó el pecho y se tendió sobre su cuerpo; el vello de su torso le acariciaba los pezones.


La miró a los ojos.


—Dime que me deseas.


—Te deseo —Paula lo agarró de las nalgas y lo llevó hacia sí—. Lo quiero todo de ti.


Una expresión ardiente pero esquiva brilló en lo más profundo de los ojos de Pedro antes de desvanecerse por completo.


—Esto va a ser genial.


Sus palabras fueron como una promesa.


Cuando entró en ella, Paula echó la cabeza hacia atrás.


Las escaleras crujían cada vez que Pedro se hundía en ella haciéndola humedecerse más y más. En esa ocasión, el ritmo de él no fue tan controlado, pero aun así encontró ese lugar especial dentro de ella.


Paula lo rodeó por la cintura con las piernas; la fricción que sentía contra su clítoris era demasiado como para soportarla. Una oleada de placer la embargó y gimió, gritó su nombre, y eso hizo que él se moviera dentro de ella con más intensidad.


—Ahora, Paula. Ahora —ese tono de su voz fue el sonido más erótico que había oído en su vida.


Apretó con fuerza los muslos alrededor de él cuando su orgasmo explotó, y al oír a Pedro gemir, supo que él también estaba sintiendo ese mismo placer.




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