lunes, 20 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 14
Paula siguió el ruido de los martillazos escaleras arriba. Los golpes se mezclaban con maldiciones. Encontró a Pedro en uno de los dormitorios, rompiendo un tabique interior.
Estaba desnudo hasta la cintura y la piel morena de su espalda relucía de sudor.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, cuando alzó el martillo y se dispuso a golpear la pared otra vez.
Él giró bruscamente y estuvo a punto de dejar caer la herramienta. Parecía sorprendido al verla, y no necesariamente contento. Pero después su rostro se suavizó con una sonrisa amistosa.
—Paula. Hola. No sabía que estabas ahí —se aclaró la garganta—. ¿Va todo bien?
—Bien. Todo está bien —o al menos llegaría a estarlo. Señaló la pared y el montón de escombros—. ¿Qué estás haciendo? Aparte de ensuciarlo todo.
—Sólo trabajo un rato en mi reforma.
—Yo diría que hace demasiado calor para eso. Sobre todo aquí arriba.
—Estoy sudando ese helado —le guiñó un ojo.
Paula miró sus increíbles abdominales. Era obvio que no le hacía falta sudar. Cada centímetro de ese hombre era sólido como una roca, y en ese momento brillaba como algo etéreo. Al darse cuenta de que lo estaba mirando fijamente, volvió la vista a la pared, que lucía un enorme agujero.
—Yo diría que ya has compensado el helado y bastante más.
—También sirve para las frustraciones —admitió él—. ¿Se ha instalado ya tu marido?
—No va a quedarse.
—Ah —Pedro dejó el martillo en el suelo y se apoyó en el largo mango.
—Lucas y yo... hemos tenido algunos problemas.
—Lamento oír eso.
—Gracias —jugueteó con el bajo de su blusa—. Vino a pedirme que volviera a la ciudad con él.
—Entonces, ¿habéis solucionado los problemas?
—En cierto sentido —Paula dejó el bajo de la blusa y alzó la vista—. Le he pedido el divorcio.
Pedro parpadeó con sorpresa. Aparte de eso,
Paula no supo medir su reacción, y tampoco quería hacerlo.
De hecho, Pedro estaba atónito. No sabía qué decir ni por qué se sentía tan fantásticamente tras oír la noticia. Controló una sonrisa; en ese momento lo adecuado era la empatía. Se estiró y le dio un suave apretón en el brazo.
—Dios, Paula. Lo siento —dijo, con tanta sinceridad como pudo.
—Gracias.
—¿Estás bien?
—Creo que sí —asintió vigorosamente. Pedro se preguntó si para convencerlo a él o para convencerse a sí misma—. Creo que a la larga será para bien.
Pedro había pensado lo mismo cuando se divorció, pero eso no le había facilitado las cosas. Había seguido sintiéndose como si lo hubieran coceado.
—¿Quieres hablar de ello? —le ofreció, de corazón.
—¿Un hombre que quiere hablar? —Paula lo estudió—. ¿Pero también escucharás?
—¿Disculpa? —arrugó la frente.
Ella cerró los ojos, suspiró y movió la cabeza.
—No, disculpa tú. Ese comentario ha sido insufriblemente grosero.
Pedro pensó que también había sido clarificador, y mucho. Dejaba muy clara una de las deficiencias de su marido.
—Tranquila. La oferta sigue en pie. ¿Qué dices?
—Te lo agradezco. De verdad —movió la cabeza negativamente—. Pero por tentador que resulte desahogarse, no creo que necesites oír los tristes detalles.
Él debería haberse sentido aliviado. Sin embargo, le apetecía mostrar su desacuerdo.
—Digamos que Lucas y yo tenemos una importante diferencia de opinión en una cuestión vital. Con eso basta —aclaró ella.
La vaga descripción picó la curiosidad de Pedro, pero ella tenía un aspecto tan triste y frágil que optó por respetar sus deseos. Asintió con la cabeza.
—Mi esposa y yo también tuvimos una de ésas.
—¿Sí?
—Sí. Ella quería seguir teniendo una aventura y yo pensaba que no era bueno para nuestro matrimonio.
Se preguntó por qué diablos le había confesado eso. Recogió su camisa del suelo y se secó la frente con ella.
—Ah.
—Derribé una pared entera yo solo cuando descubrí que se acostaba con un buen amigo mío. Ahora ambos son ex algo para mí.
—Eso debe haber sido horroroso para ti.
Más que horroroso. Se había sentido como si el mundo se hundiera bajo sus pies. Pero ante ella se limitó a encogerse de hombros.
—Lo de la pared también lo fue. Supuestamente sólo había que tirar un tercio.
—Bueno, Lucas no me engaña. Él... él no quiere... —sus ojos se agrandaron antes de llenarse de lágrimas y se puso una mano en la boca para ahogar un sollozo.
—¡Ay, Dios! No hagas eso —suplicó Pedro, sin conseguir disimular su pánico.
—Perdona —Paula agitó una mano, pero las lágrimas siguieron surcando sus mejillas.
Él había creído que ya era incapaz de suplicar, pero en ese momento lo hizo con fervor.
—Por favor, Paula. Por favor, no llores.
—Vale —asintió, pero las lágrimas no pararon—. Lo siento —sollozó.
Pedro se sentía impotente. Se preguntaba qué hacer y qué decir. Al final le dijo la única cosa que sabía sin ningún atisbo de duda.
—Él no se lo merece.
Ella dejó de llorar. Húmedos ojos azules lo escrutaron. Había conseguido su atención.
—No se lo merece —repitió él, con más convicción.
Se acercó a ella con la camisa en la mano, pero le echó un vistazo y comprobó que estaba demasiado sucia para secarle las lágrimas con ella, así que la dejó caer al suelo.
—Te mereces algo mejor, Paula. Te mereces mucho más —tomó su rostro entre las callosas manos y utilizó la yema de los pulgares para borrar las huellas de su dolor de corazón.
—Pedro.
—Sí —le pareció perfectamente lógico abrirle los brazos—. Ven aquí.
Igual podría haber dicho ven a casa, porque así se sintió Paula cuando dio un paso adelante y se sumió en su abrazo. Un abrazo suelto y desconocido, pero aun así familiar..
Él acarició su espalda con la mano, murmurando palabras de consuelo que ella no podía descifrar. No le hacía falta. En ese momento sabía cuanto necesitaba saber. Estaba a salvo.
Le importaba a alguien.
Pero según fueron pasando los segundos, empezó a sentir emociones más desconcertantes. Pedro giró la cabeza y Paula sintió la calidez de su aliento en el pelo. Se dio cuenta de que estaba apretada contra su pecho, desnudo, sudoroso y fuerte.
La mano que acariciaba su espalda se detuvo justo encima de la curva de su trasero y a ella se le aceleró el pulso.
—¿Paula?
Ella habría jurado que su voz sonaba tan sorprendida y confusa como se sentía ella. Dio un paso atrás y volvió a toquetear el bajo de su blusa, para hacer algo con las manos.
Cuando alzó la vista, Pedro la observaba. Vio que su nuez se movía, pero aún tardó un momento en formular palabras. Eso halagó a su ego herido.
—Entonces, ¿le has pedido el divorcio?
—Nunca fue un buen matrimonio —dijo ella. Le dolía admitirlo, pero le parecía importante ser sincera—. Quiero ponerle punto final.
—Me alegro —dio un paso hacia delante y ella se preguntó si volvería a abrazarla. Si la besaría. Él no hizo ninguna de las dos cosas—. Por ti, quiero decir.
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