martes, 7 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 3
Sentada en el aseo adjunto de la habitación de invitados que ocupaba en Crofthaven, Paula se quedó mirando los resultados de las dos pruebas de embarazo ante sí sin poder dar crédito a lo que estaba viendo: dos líneas rosas en la primera; dos líneas rosas en la segunda.
Una sensación de pánico se apoderó de ella.
La regla no le había bajado el mes anterior, pero nunca había sido muy regular en sus periodos, así que no se había preocupado. Además, tenía treinta y siete años, y según los estudios médicos más recientes la fertilidad femenina empezaba a decrecer a partir de los veintiséis.
Había sido el hecho de que ese mes tampoco le hubiera bajado junto con las persistentes náuseas lo que la había escamado lo bastante como para comprar un par de pruebas de embarazo en la farmacia.
«¡Cómo has podido ser tan estúpida?; ¿acaso no aprendiste la lección la primera vez?», se reprendió cerrando los ojos con fuerza. Mil emociones contradictorias se agitaron en su interior, como las entrañas de un volcán que hubiera entrado en erupción tras años de inactividad, y no pudo evitar recordar aquella otra vez, que se había quedado embarazada.
Ninguna de las personas de su entorno le dio apoyo alguno. Sus padres adoptivos se sintieron profundamente humillados, y su novio del instituto se escudó en que era demasiado joven para ser padre. La única persona que no la juzgó ni la censuró fue la directora del hogar para madres solteras.
A Paula se le encogió el estómago al recordarlo.
Se había sentido atrapada, sola, y muy asustada. Incapaz de abortar pero, consciente de que no podría criar sola al bebé porque carecía de medios, siguió adelante con el embarazo, y entregó en adopción a la niña a la que dio a luz.
El pensar en todo aquello hizo que el terrible sentimiento de culpa que la había acompañado a lo largo de todos esos años volviera a apoderarse de ella. «No empieces otra vez con eso», se dijo; «tiene unos padres maravillosos que la quieren con locura. Fue la decisión correcta; fue lo mejor para ella». Sin embargo, por mucho que intentase convencerse de aquello, lo cierto era que nunca había logrado dejar de pensar que era una mala persona por haber entregado en adopción a su hija.
Se mordió el labio inferior y abrió los ojos, pero las líneas rosas seguían ahí. «¿Cómo has podido ser tan estúpida como para volver a caer en el mismo error otra vez?».
Al entrar Pedro en el comedor esa mañana, se encontró con que Bety, una de las criadas, estaba poniendo ya la mesa.
—¿Sólo un servicio? —le preguntó, extrañado al ver que sólo había una taza.
Paula y él solían desayunar juntos, y le encantaba empezar la mañana con ella porque, por mal que se presentara el día, siempre conseguía animarlo.
—La señorita Chaves llamó hace un rato a la cocina para avisar de que no bajaría a desayunar porque no se encuentra bien, señor. Le manda sus disculpas.
Pedro frunció el entrecejo. ¿Que le mandaba sus disculpas? ¿Por qué no lo había llamado a su habitación para decírselo directamente?
La sirvienta pareció notar su contrariedad, porque añadió:
—Según parece tiene molestias de vientre; ya sabe, está en esa época del mes... debió darle vergüenza decírselo.
Pedro no comprendía cómo podía darle vergüenza hablar con él de nada cuando habían tenido relaciones íntimas, pero hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza y le dijo a la mujer:
—Gracias, Bety. Puede retirarse.
Apenas había salido la criada cuando su hijo Marcos asomó la cabeza por la puerta.
—Buenos días. ¿Cómo va el traslado a Washington?
—Dejémoslo en que va simplemente —farfulló Pedro—. Todavía tengo en el despacho montones de cosas por embalar.
—No parece muy contento, senador —apuntó Marcos acercándose a la mesa.
Pedro se rió y alzó la vista para mirar a su hijo a los ojos. La tensión que había habido en su relación hasta entonces se había disipado un poco, pero todavía notaba en Marcos cierta reticencia a abrirse a él. Cuando un par de meses atrás su hijo había sido falsamente acusado de un delito que no había cometido, se había sentido indignado, pero aquel trance le había mostrado la fortaleza de Marcos y se sentía muy orgulloso de cómo se había comportado hasta que finalmente había sido absuelto y todo se había solucionado.
Era consciente de que Marcos seguía sin comprender las decisiones que había tomado en el pasado y que les habían afectado a sus hermanos y a él, pero al menos su resentimiento parecía haber disminuido un poco.
—Estoy intentando hallar el modo de convencer a Paula para que se venga conmigo a Washington —le confesó.
Marcos enarcó las cejas sorprendido.
—¿No va a seguir trabajando contigo? ¿Por qué? Si os habéis compenetrado muy bien durante estos meses...
—Yo también lo creo, pero ella insiste en que quiere quedarse aquí, en Georgia.
—Probablemente haya recibido unas cuantas ofertas de trabajo. No hay nada como estar en el equipo ganador para impulsar tu carrera... y más cuando se es relaciones públicas.
—Cierto —asintió su padre, rascándose la barbilla pensativo—; quizá si le hiciera una contraoferta mejor de las que le hayan hecho...
—Si alguien puede convencerla, ése eres tú —le dijo Marcos.
—Gracias por el voto de confianza. Bueno, ¿y cómo está esa esposa tuya agente del FBI?
—Trabajando mucho. Estamos a punto de conseguir pruebas contra la gente que hizo que fuera acusado falsamente —le explicó Marcos—. Dana dice que se ha convertido en algo personal para ella —sacudió la cabeza—. Todavía no puedo creerme la suerte que he tenido al encontrar a una mujer tan maravillosa como ella.
Su padre no necesitaba oírle decir esas palabras para saber cuánto la quería; el amor que sentía por Dana se reflejaba en el modo en que le brillaban los ojos cada vez que hablaba de ella.
—¿Quieres desayunar conmigo?
—No, gracias, no puedo quedarme mucho tiempo. Sólo he venido para traerte esos papeles que me pediste el otro día —le contestó Marcos tendiéndole una carpeta que llevaba en la mano.
—Oh, sí, lo había olvidado —respondió Pedro tomándola—. Por cierto, ¿contamos con vosotros para la cena familiar del día de Navidad?
—Por supuesto.
—Estupendo —respondió su padre con una sonrisa.
—¿Sabes?, te noto distinto —dijo Marcos—; menos tenso. Claro que supongo que el que hayas ganado las elecciones tendrá algo que ver.
—Ya lo creo. Estos últimos meses han sido una locura.
Era extraño, pero lo cierto era que en ese momento, pasado ya todo el bullicio de las elecciones, se sentía vacío. La euforia que había experimentado al conocer los resultados de las votaciones se había ido disipando, y le había quedado una sensación agridulce por la presión que la campaña electoral le había creado a su familia. Sin embargo, la entereza con la que sus cuatro hijos y su hija se habían enfrentado a cada una de las dificultades que habían surgido le había hecho darse más cuenta que nunca de todo lo que se había perdido al no haber estado a su lado durante su niñez y adolescencia.
—Tus hermanos y tú demostrasteis de qué estáis hechos durante la campaña —le dijo a Marcos—, y aunque Dios sabe bien que no he sido un buen padre y que no puedo adjudicarme mérito alguno por las grandes personas en las que os habéis convertido —admitió con amargura y arrepentimiento—, me siento muy orgulloso de todos vosotros.
Marcos lo miró sorprendido.
—Es la primera vez que te oigo decir algo así.
—Pues hace mucho tiempo que lo pienso —respondió su padre con voz ronca.
—Mamá siempre decía que tenías cosas más importantes que hacer que estar con nosotros.
Una ráfaga de ira invadió a Pedro, pero se mordió la lengua. No quería hablar mal de su difunta esposa, a quien nunca había sido capaz de complacer.
—En cierto modo tenía razón; necesitaba demostrar lo que valía —le respondió—. Tu madre y yo no tuvimos un matrimonio perfecto, Marcos. Queríamos cosas distintas.
—¿Qué cosas?
—Ella no quería un marido militar, ni abandonar Savannah o Crofthaven.
—¿No estabas ya en el ejército cuando os casasteis?
Pedro asintió.
—Sí, pero ella creyó que podría cambiarme —replicó, alzando una mano al ver que Marcos parecía querer hacerle otra pregunta—. Escucha, hijo, tu madre os quería y quería lo mejor para vosotros, y yo no quiero manchar el recuerdo que tienes de ella. No sería justo. Además, siempre he pensado que hay que asumir las consecuencias de las decisiones que uno toma, ya sean buenas o malas.
Una expresión vulnerable cruzó por el rostro de su hijo, y Pedro sintió una punzada en el pecho.
Lo que acababa de ver no era más que un atisbo del dolor que le había causado a Marcos y a sus hermanos por haber estado siempre demasiado ocupado luchando contra sus demonios como para ser el padre que necesitaban. Lo cierto era que no había modo alguno en que pudiera excusar su comportamiento, y tampoco iba a tratar de hacerlo. Nunca había creído que las excusas resolvieran nada. Además, ¿qué podría decir?
Su hijo se encogió de hombros.
—Bueno, será mejor que me marche—murmuró—; he quedado con un cliente.
—Entonces vete ya; a los clientes no se les hace esperar —respondió su padre esbozando una pequeña sonrisa—. Saluda a Dana de mi parte, ¿quieres?
—Lo haré —respondió Marcos levantando la mano en señal de despedida.
Se dio la vuelta y se dirigía hacia la puerta cuando su padre lo llamó. Marcos se volvió y lo miró expectante.
—Yo... sólo quería decirte que serás bienvenido siempre que vengas.
Marcos lo miró con recelo, como si creyera que tras su amabilidad había un motivo oculto, hizo un leve asentimiento de cabeza, y salió del comedor.
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