martes, 7 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 2
Aquello era una locura, pero a Paula Chaves cada vez le costaba más decir que no.
—Creía que habíamos quedado en que no volveríamos a hacer esto —murmuró tras despegar de mala gana sus labios de los de Pedro Alfonso.
La puerta de su despacho, contra la cual tenía apoyada la espalda, estaba fría, pero el calor
del cuerpo de Pedro, pegado al de ella, era delicioso.
—Ya han pasado las elecciones y he ganado, Pau —replicó él, masajeándole las caderas y
atrayéndola hacia sí—; ¿por qué seguir luchando contra ello?
A Paula se le ocurrían unas cuantas razones de peso; entre ellas una perteneciente a su
pasado que haría que Pedro Alfonso, ex SEAL de la Marina de los Estados Unidos, ex director general de la empresa familiar, y nuevo senador por el estado de Georgia, se cayese de espaldas y quedase sentado en el suelo sobre ese firme trasero que tenía.
Al conocer a Pedro la habían sorprendido muchas cosas, y una de ellas había sido su
físico. De hecho, pocos hombres de cincuenta y cinco años tenían un cuerpo que hiciese que
las mujeres se volviesen a mirarlo al pasar.
—Porque no se vería con buenos ojos que tuvieses un romance con tu directora de
campaña —le contestó intentando centrarse, aunque por dentro se estaba derritiendo—.
Después de todo lo que hemos pasado ya deberías saberlo.
—Lo único que sé es que durante todos estos meses has conseguido alejar los nubarrones
negros que se cernían sobre mí, haciendo que siempre volviera a salir el sol. ¿Quién sino tú
podría haber mantenido la buena imagen de un candidato con escándalos como la aparición de
una hija ilegítima, como la de un hijo acusado de un presunto delito, como...?
Paula sacudió la cabeza y le tapó la boca con la mano.
—Puede que haya habido situaciones difíciles de manejar, pero la clase de hombre que
eres, bueno y honrado, ha hecho más fácil mi trabajo. Eres auténtico, Pedro, y por eso te han
elegido.
—Me niego a seguir discutiendo esto. Digas lo que digas sin tu ayuda no habría ganado. Y
volviendo al tema del que estábamos hablando... no sé por qué tenemos que seguir luchando
contra la atracción que hay entre nosotros, que ha habido entre nosotros desde el principio.
Paula alzó la vista hacia los ojos azules de Pedro y sintió que una ola de calor la invadía. A veces tenía la impresión de que, como el sol, si permaneciese demasiado tiempo mirándolos acabaría cegada... ante la realidad.
—Ya te lo he dicho, Pedro: no iré a Washington contigo.
—Pero me prometiste que seguirías a mi lado hasta que jurase el cargo —le recordó él apartando un mechón de su mejilla.
Aquel gesto tan tierno le encogió el corazón a Paula.
—Y mantendré esa promesa —respondió. Sin embargo, sospechaba que de todas las
promesas que había hecho en su vida, aquélla iba a ser una de las que más le iba a costar
cumplir.
—Entonces aún dispongo de tiempo para hacerte cambiar de opinión —murmuró Pedro con una sonrisa.
—No cuentes con ello —replicó Paula. No pretendía desafiarlo; sólo constatar la verdad.
—Oh, pero es que ya cuento con ello —susurró él deslizando una pierna entre sus muslos.
Paula se mordió el labio inferior y empujó las palmas de las manos contra su pecho.
—Pedro, dijimos que no volveríamos a hacer esto. Fue un error que nos... —comenzó, pero se le quebró la voz y tuvo que tragar saliva para poder seguir hablando—... que nos dejáramos llevar.
Pedro escrutó su rostro en silencio durante largo rato.
—¿Te arrepientes?
«No... sí... no... sí».
—Pedro, ya hemos hablado de esto; hemos trabajado muy duro y no quiero que lo que hemos conseguido se eche a perder por...
—¿Por qué? ¿Porque soy mucho mayor que tú?
Paula puso los ojos en blanco.
—No se trata de eso y lo sabes.
A Pedro su respuesta no pareció convencerlo demasiado.
—Tal vez sí —replicó—; tengo casi veinte años más que tú.
—Pues por tu cuerpo nadie lo diría —farfulló ella por lo bajo. Nunca dejaría de sorprenderla la energía que demostraba en la cama y fuera de ella. Sacudió la cabeza, y le dijo—: Mira, Pedro, por mucho que lo intentes no vas a convencerme. Aunque las elecciones ya hayan pasado, mi deber sigue siendo mantener una buena imagen pública de ti, y te aseguro que el seguir con esto no te beneficiaría. De hecho, podría acabar convirtiéndome en tu peor pesadilla.
—Me cuesta asociar la palabra «pesadilla» contigo, Pau —murmuró él, deslizando los dedos por su mejilla y su cuello hasta alcanzar la parte superior de uno de sus senos.
El corazón de Paula palpitó con fuerza al ver el deseo escrito en su rostro. ¿Cómo podría rechazarlo? Pedro la hacía sentir cosas que nunca había pensado que pudiera sentir y, aunque intentó resistirse, pronto notó que su fuerza de voluntad empezaba a desvanecerse.
—No te gusta cómo te toco; ¿es eso? —inquirió Pedro rozando levemente el pezón y haciéndola estremecer.
Paula se mordió el labio inferior.
—Sabes que eso no es verdad —susurró ella.
—Entonces, ¿no te gusta cómo te beso? —le preguntó Pedro, posando sus labios sobre los de ella y besándola hasta dejarla sin aliento.
Su débil lado racional quería gritar que aquello no era justo, pero el resto de su ser estaba hundiéndose en el delicioso y prohibido placer que estaba experimentando.
—¿No te gusta cómo te hago el amor? —murmuró él contra sus labios mientras bajaba las manos a la cinturilla de sus pantalones de vestir y los desabrochaba.
Aquél era el momento de decir no, la azuzó la vocecilla de su conciencia. El ruido de la cremallera al bajar se mezcló con la respiración jadeante de ambos, y Paula supo lo que pasaría si no lo detenía. Sabía que esas mismas manos la recorrerían, haciéndola sentirse la mujer más hermosa y sensual del mundo, que la acariciarían con suavidad, prestando atención a sus respuestas, y que luego la dejaría tocarlo también para que pudiese hacerlo sufrir, aunque sólo un poco.
Sin embargo, el hacerlo sufrir no hacía sino aumentar su excitación e impacientarla hasta que por fin la llevaba al límite y se hundía en su interior.
—Dios, te deseo tanto, Pau... —le susurró Pedro.
Su voz, ronca y sensual, tuvo el mismo efecto sobre ella que una caricia en la parte más íntima de su cuerpo y, maldiciendo mentalmente, Paula se rindió. «Sólo una vez más...».
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