viernes, 8 de junio de 2018

THE GAME SHOW: CAPITULO 7





El lunes por la mañana llegó antes de que Paula estuviera preparada. Se había duchado y se había cambiado de ropa tres veces antes de decidirse por un traje beige de lino y unos zapatos con unos tacones varios centímetros más altos de lo prudente. Sin embargo, hacían que no resultara demasiado tradicional.


La niñera llamó a la puerta mientras estaba pintándose los labios. Paula, antes de marcharse, se quedó un instante en la puerta del dormitorio de las niñas, como hacía siempre. 


Esa vez, sin embargo, dudó más que otras veces. Chloe estaba tumbada boca arriba en la cuna con los labios un poco separados. Sólo llevaba un pañal por el calor y Paula no pudo evitar pensar que parecía un querubín. Ella sabía muy bien que cuando estaba despierta, parecía lo contrario.


Maca dormía boca abajo con la cara medio escondida en la almohada y el pelo rubio extendido por la espalda. Las puntas necesitaban un corte y Paula se preguntó qué tal se manejaría Pedro con las tijeras. Le pondría una nota.


—Os quiero, niñas —susurró.


No se sorprendió por lo abrumador de la sensación, pero se le empañaron los ojos. Sus hijas eran dos trozos de perfección fruto de un fracaso absoluto, por eso Paula nunca se arrepentiría de haberse casado con Kevin.


Ese día no volvería a ver a sus hijas hasta después de medianoche, cuando ellas estuvieran dormidas. No sería la primera vez, pero eso no era ningún consuelo. Cuando hubiera terminado el curso nocturno y hubiera ganado el concurso, tendría un puesto bien pagado y…


—Todo cambiará pronto —les prometió en voz baja.


—Será mejor que te vayas, Paula —le dijo la señora Murphy a sus espaldas—. Son las siete menos cuarto.


En la calle caía una suave llovizna que se evaporaba antes de tocar el suelo. Paula abrió el paraguas y se dispuso a ir andando hasta la parada del autobús, pero vio al equipo de grabación y la limusina negra.


—Buenos días, señorita Chaves —un hombre con una gorra negra salió por la puerta del conductor.


Era el mismo chofer que la había llevado a casa de Pedro y a las citas del sábado.


—Buenos días, Milo.


Él dio la vuelta al coche y le abrió la puerta con una sonrisa. 


El equipo de grabación los seguía. Ella los miró y se contuvo las ganas de tocarse el pelo. 


Luego, se montó en la limusina como si fuera su medio de transporte normal para ir a la oficina. Le habría gustado estar tranquila, pero Vern, el cámara principal, la esperaba dentro.


—Compórtate con naturalidad, como si yo no estuviera.


—Ya…


El cristal que dividía el coche se bajó.


—Tiene café en el termo de la derecha, señorita Chaves. El señor Alfonso lo toma solo y yo lo he dejado así, pero cuando conozca sus preferencias podré satisfacerlas. El azúcar, la leche y las tazas están en ese compartimiento.


Desempacaron y Paula ya tenía una taza de café en una mano y un periódico económico en la otra. Intentaba parecer natural a pesar de que la cámara captara hasta el más mínimo sorbo que daba al café.


Por primera vez en su vida, Pedro se quedó dormido. Había apagado el despertador en vez de activarlo y sólo tenía quince minutos para ducharse, afeitarse y vestirse. Con el pelo todavía húmedo, bajó las escaleras con unos vaqueros y la camisa de manga corta con el logotipo de Danbury's que tenían que llevar todos los empleados del centro de distribución.


Joel y su hija lo esperaban fuera.


—Vamos un poco tarde, ¿eh? —Joel sonrió y no esperó ninguna respuesta—. Mañana podrá dormir un poco más porque estará en el apartamento de la señorita Chaves, que está en el centro.


—No hace falta que me lo recuerde —Pedro miró a todo el equipo—. Siento tener que decírselo, pero Paula tiene la limusina y mi coche tiene dos plazas.


—No importa, no va a poder usarlo durante el próximo mes.


—¿Y cómo voy al trabajo?


—Hoy le llevaré yo, pero mañana estará en casa de Paula y tomará el autobús.


—¿El autobús…?


Joel sonrió.


Una vez en el almacén, Pedro fichó a tiempo por los pelos y gracias a que Joel se había negado a parar para tomar un café.


—Yo soy Arlene —le anunció una mujer madura que sonreía a la cámara y a Pedro con unos labios muy pintados—. Yo te pondré al tanto.


Pedro no había tomado café y necesitaba un poco de cafeína, pero cuando se lo dijo a Arlene, ella sacudió la cabeza.


—Lo siento, cariño, pero el primer descanso es a las diez y no se permiten bebidas ni comida en los puestos de trabajo. Normas de la empresa.


—Claro.


Tendría que decirle a Esteban que había que cambiar eso.


Paula, mientras tomaba una taza de café, la tercera de la mañana, se quedó observando la maravillosa vista del lago Michigan que se veía desde el despacho de Pedro. La secretaria, Lottie Branch, le había llevado la taza cuando ella le había preguntado dónde podía conseguir una. Era un café mucho mejor que el de la máquina del almacén.


—Tiene una reunión con el departamento de marketing dentro de cinco minutos —le recordó Lottie mientras miraba al cámara que Paula había conseguido casi olvidar—. He mecanografiado algunas notas que espero que le sean útiles.


Lottie era muy seria y, evidentemente, eficiente, aunque no fuera una mujer especialmente cordial. Paula no tenía ni idea de lo que pensaría de una situación tan disparatada. Sin embargo, Paula estaba segura de que su lealtad a la empresa le resultaría beneficiosa.


—Gracias.


La mañana no fue nada bien. A Pedro le fastidiaba reconocerlo, pero el trabajo de Paula no sólo era exigente en el aspecto físico sino también en otros muchos aspectos. 


Algunas tareas eran aburridas y repetitivas; otras llevaban mucho tiempo; todas eran poco agradecidas pese a que, evidentemente, eran esenciales para el conjunto de la actividad. 


Además, sabía cuánto le pagaba a Paula y se preguntó cómo podía merecer la pena ese trabajo. 


Naturalmente, también sabía que su sueldo era como el de cualquier encargada de una tienda y el horario mejor. Aun así, ella era brillante y estaba motivada. Ese trabajo era conformista y se lo dijo a Arlene.


—Ella no es conformista —replicó Arlene—. Está decidida a hacerse un sitio en la empresa, pero sus hijas son prioritarias. Este trabajo no será muy intelectual, pero tiene un horario fijo de lunes a viernes. Eso significa que puede dedicar los fines de semana a sus hijas e ir a clases nocturnas.


Pedro sabía que no era de su incumbencia, pero no pudo evitar una pregunta.


—¿Y su ex marido?


—Yo no lo conocí —Arlene se encogió de hombros—, pero debía de ser un idiota. Dejó a Paula antes de que naciera Chloe. Ni siquiera ha llegado a ver a ese ángel.


Pedro no quería sentir lástima por Paula ni mucho menos admirarla. Sin embargo, la admiraba. Era una superviviente, una luchadora. 


Eran adjetivos que no solía asociar con mujeres. 


Al menos con las mujeres que le gustaban. 


Desde que rompió con Laura, tendía a preferir mujeres… indefensas. Mujeres como Celina Matherly, su acompañante en ese momento.


Empezaron a salir juntos al poco tiempo de que él llegara a Chicago, pero Pedro no habría dicho que era una relación seria, ni siquiera cuando llevaban saliendo juntos desde hacía un año. Le gustaba la compañía de Celina y tenía sus encantos. Estaba impresionante con un vestido de noche y mejor todavía sin él. Era una mujer que no se quejaba porque trabajara tanto y cuando lo acompañaba a algún compromiso de trabajo, él no tenía que preocuparse de que resultara inconveniente.


Tenía un talento natural para la conversación trivial y si bien su conversación no era especialmente estimulante, también tenía otros talentos que sí lo eran.


A ella no le hacía mucha gracia que participara en el programa, sobre todo cuando se enteró de que iba a compartir la casa con otra mujer. Sin embargo, él consiguió que lo olvidara la última vez que se vieron.


Pedro miró el reloj. Era la hora del almuerzo. 


Con el día que había tenido, necesitaba la distracción de una mujer hermosa. La imagen de Paula se le presentó de improviso.


La apartó de su cabeza y marcó el número de Celina desde el teléfono de la sala de descanso.


—¿Qué llevas puesto? —le preguntó cuando ella contestó.


—Hola, Pedro —su tono era como un ronroneo sexy, muy distinto del tono neutro de Paula—. ¿Me has despertado para saber qué llevo puesto?


—¿Despertarte? Es la hora del almuerzo para nosotros los operarios.


—Bueno… algunas preferimos almorzar en la cama…


—¿Es una proposición?


—Podría serlo.


—No me has dicho qué llevas puesto.


Ella dejó escapar una risa que pretendía ser provocativa.


—¿Por qué no vienes a comprobarlo tú mismo? Te invito a un almuerzo… tardío.


—Es la mejor oferta que he tenido en todo el día, pero tendremos que dejarlo para otra ocasión. Tengo que fichar, ¿te acuerdas?


—¿Cómo iba a olvidarme? Antes casi no te veía, pero ahora tendré mucha suerte si te veo durante un mes.


Pedro tampoco le parecía un sacrificio muy grande, pero no lo dijo.


—Cuando todo esto haya terminado, pasaremos una noche en la ciudad. Iremos al teatro, a cenar, a…


—Estoy deseándolo.


—Yo también.


Era la respuesta procedente. Había dicho cosas muy parecidas a muchas mujeres durante los últimos seis años, pero esa vez, Pedro se preocupó porque sabía que no lo sentía.



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