miércoles, 21 de marzo de 2018
CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 15
Pedro se saltó varias señales de tráfico. Lo único que quería era llegar cuanto antes a su casa para estar con Paula a solas.
Con suerte, llegarían a cerrar la puerta de entrada y a hacerlo en el suelo.
Se imaginó su vestido subido hasta la cintura, con la espalda apoyada en la pared mientras él entraba en ella una y otra vez. Se estremeció al pensar aquello.
Ella lo volvía loco. Tan loco como para que echase a sus amigos antes de que terminasen de cenar, como para meterse mano delante de los camareros del catering. Como para infringir las normas de tráfico con tal de tenerla desnuda en su casa, o quizás no tan desnuda, debajo de él.
Las ruedas del Lexus chirriaron al meter el coche en el aparcamiento de su casa. Frenó a pocos centímetros de la pared y apagó el motor.
La ayudó a salir y la llevó de la mano, casi arrastrándola, hasta la fachada de su edificio.
Los tacones de Paula sonaban en el suelo mientras ella intentaba alcanzarlo. Pedro se dio la vuelta y la vio reírse, con la cabeza echada hacia atrás y los rizos castaños alrededor de su cara. Parecía más feliz de lo que jamás la había visto nunca. Estaba tan sexy que podría haber sido perfectamente una modelo de los Victoria’s Secret.
«Maldita sea», pensó.
Pedro se detuvo y la miró. Y tiró de ella. Paula chocó contra su pecho. Su alegría era contagiosa. Hundió la nariz en el pelo de ella y se rio también.
—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro.
Su cabello olía a fresas con nata, lo que le hacía tener más ganas de devorarla.
—De ti. De esto. De nosotros.
Paula se apartó levemente. Pedro la miró a los ojos.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Todo esto es excitante y alocado. Me encanta que tengas tanta prisa por llegar arriba. Aunque mis pies no te lo agradezcan por la mañana.
Pedro le acarició el cabello.
—No te preocupes. Me ocuparé de que no te duelan. Te haré masajes y te lameré los dedos de los pies.
Ella se volvió a reír. Estaba tan apretada contra él que sentía la prueba de su excitación.
—Después —dijo él—. Te haré un masaje completo de pies, te lo prometo. Pero después, ¿de acuerdo?
Ella sonrió y le rozó la mejilla con la nariz.
—De acuerdo —respondió.
Pedro se sintió aliviado. Entró con ella en el portal de su edificio, y atravesó la alfombra, rodeándole la cintura, y mordisqueando su oreja.
Cuando se abrió el ascensor y vio que estaba vacío, Pedro disfrutó por anticipado del placer de besar y acariciar a Paula libremente.
Y lo hizo hasta el segundo piso.
Cuando sonó la campana, avisándoles de que las puertas estaban abiertas, Pedro levantó la mirada y vio que todavía no habían llegado a su piso.
—Maldita sea —dijo.
—¿Qué? —preguntó Paula. Parecía encandilada por la luz.
Antes de que él pudiera contestar, se abrieron las puertas y entró en el ascensor un caballero bastante mayor vestido con una chaqueta de tweed. Les sonrió y luego se colocó mirando la puerta del ascensor. Paula se puso delante de Pedro, quedando en la misma dirección que el hombre.
Aquél era el problema de los apartamentos, pensó Pedro.
Pero eso no quería decir que no pudiera pasárselo bien a pesar de la presencia de aquel hombre.
Hundió la nariz en el cabello de Paula, y aspiró su fragancia.
Aquello le dio más hambre de algo que no era comida. Puso sus manos en las caderas de Paula, y luego las deslizó por debajo de la falda, explorando su interior.
Al notar que tenía ropa interior de encaje tuvo que reprimirse un gemido. Pero le mordió el lóbulo de la oreja, para demostrarle cuánto lo excitaba. Y luego la apretó contra él para que notase su erección.
Si no hubiera habido otra persona en el ascensor, la habría hecho suya allí mismo.
Cuando volvió a sonar la pequeña campana, Pedro vio que era su piso.
—Por fin —murmuró.
Llegaron a la puerta de su apartamento y Paula se apoyó en la pared.
—Ha sido interesante… —sonrió—. Admiro tu contención.
—Yo también —contestó él.
Sinceramente, no sabía cómo había podido aguantar tanto.
Las llaves sonaron en su mano, pero le costó acertar con la cerradura.
—No me has dicho que llevabas medias sin liguero.
—No me lo has preguntado.
—De ahora en adelante, dalo por hecho. Quiero saber qué clase de lencería te pones las veinticuatro horas del día.
Ella se rio. Y él notó que sus pechos se agitaban.
—¿Aunque lleve bragas de vieja?
—¿Tienes bragas de vieja? —preguntó él cuando la llave por fin entró en la cerradura.
—Todas las mujeres tienen por lo menos un par de bragas de vieja.
Pedro puso cara de desagrado. No sabía si le gustaba la idea de verla con ellas.
—De acuerdo. Cuando tengas las bragas de vieja, no me lo digas. Pero todo lo demás, sí.
Cuando la puerta se abrió, Pedro la levantó en brazos para cruzar el umbral. Luego se dio la vuelta y la bajó. La puso contra la puerta, como había fantaseado.
La besó, y se frotó contra ella hacia arriba y hacia abajo, como un gato cariñoso. Paula sabía a vino y a la tarta helada que habían comido.
—Maldita sea, tú eres más deliciosa que una cena de siete platos.
Paula le clavó las uñas en los hombros, y él se excitó más, si eso era posible.
Pedro lamió su mejilla, el lóbulo de su oreja y la besó en el cuello.
Ella gimió, y echó la cabeza hacia atrás. Luego la levantó y la sujetó envolviendo con sus piernas sus caderas.
—¿No vas a preguntarme qué clase de braguitas llevo hoy? —preguntó ella con esa voz sensual que él adoraba.
Pedro la acomodó mejor en sus muslos y caderas.
No estaba seguro de si quería saberlo. Estaba a punto de tener un orgasmo. Y no quería imaginársela con un tanga de negro satén…
Pero el suspense lo estaba matando.
—De acuerdo. He picado. ¿Qué clase de bragas llevas?
Ella le rodeó el cuello más fuertemente. Luego acercó los labios a su oreja y dijo:
—No llevo braguitas.
Pedro se quedó perplejo, como si no comprendiera, al principio. Luego cuando se dio cuenta de lo que había dicho, no supo si creerla.
Metió la mano por debajo de su vestido. La deslizó por las medias de costura, acarició la piel desnuda que quedaba entre las medias y la cadera y se encontró con los rizos de su pubis.
Se quedó sin aliento.
—¡Dios santo, mujer! —exclamó—. ¿Quieres matarme?
—No —dijo inocentemente ella—. Quería probar algo nuevo. Y facilitarte las cosas a ti, supongo.
—No tienes idea de cuánto…
Pedro metió la mano en el bolsillo de atrás del pantalón, sacó su cartera, la abrió y extrajo un preservativo.
Aquélla era una situación de emergencia, se dijo.
—Sujeta esto —le pidió a Paula.
Ella lo agarró con los dientes. Él se estremeció.
Agitó la cabeza y dejó caer la cartera al suelo.
Luego empezó a desvestirse.
—Espero que no te importe, pero no creo que pueda aguantar hasta el dormitorio. Voy a tomarte aquí mismo, así, apoyada contra la puerta.
Cayeron sus pantalones y sus calzoncillos.
Deslizó una mano por el vestido de Paula y se lo subió hasta la cintura.
—Si esto no es lo que quieres, dímelo ahora. Porque dentro de unos segundos no seré capaz de parar.
Mirándolo a los ojos, ella abrió el sobre del preservativo y lo sacó. Se lo colocó en la punta, y luego lo deslizó hasta el final. Cuando estuvo listo dijo:
—Sí, es lo que quiero.
Y entonces levantó las piernas, rodeándole más fuertemente la cintura con ellas, haciendo que su sexo rozara su erección.
Con un empuje él estuvo dentro. Ella lo quemaba, sus músculos lo apretaban haciéndole desear llorar de placer.
Él la apretó más contra la puerta, y alzó su otra pierna hasta que ella estuvo firmemente sujeta. Pedro le sujetó el trasero, levantándola y a la vez apretándola contra él.
Pedro observó que ella cerraba los ojos, y se mordía los labios. Él no pudo resistirse a lamer el contorno de su boca con la punta de la lengua.
Aquel gesto se transformó en un beso completo cuando él se adentró más en ella. Él no podía controlarse ya. No podía pensar. Su cuerpo y su mente estaban alcanzando el éxtasis.
Cuando empezó a preocuparse de que llegaría a la cima del placer antes de dar siquiera la oportunidad a Paula de obtener algún goce, ella arqueó la espalda, y se movió espasmódicamente alrededor de él. Su clímax fue como una cerilla encendida al lado de un cartucho de dinamita, produciendo una explosión en la sangre de Pedro y en su bajo vientre. Entonces él volvió a empujar, más y más intensamente. Una, dos veces.
La tercera vez, el placer fue como un cohete lanzado al espacio. Pedro gritó de placer y de felicidad y luego se derrumbó con la misma fuerza de su conmoción.
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