lunes, 25 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 25





El jueves por la mañana, Paula dejó a Santy en el colegio y luego condujo hasta el Centro de Jardinería y aparcó delante.


Bajó del coche, abrió el maletero y dejó escapar un suspiro de alivio. Había envuelto cada maceta con plástico de burbujas y papel de periódico, pero un giro brusco podría haber hecho que se cascase alguna esquina. Retiró el papel de una de las macetas más grandes y pasó un dedo por el borde.


Esa última docena incluía algunas de sus mejores obras hasta el momento. Había renunciado a la pintura poco después de casarse. A Jorge le parecía una pérdida de tiempo que podría dedicar a algo activo, como jugar al tenis.


Un día, había decidido renovar un viejo tiesto cubriéndolo con una capa de pintura. Después, por curiosidad, preparó un color más diluido y lo añadió encima de la base. Esperó a que secara y terminó con sombra tostada, para darle un aspecto envejecido. Cuando estuvo acabado, lo contempló, encantada con el efecto de los colores superpuestos.


Era lo primero, en un largo periodo de tiempo, que le hacía recordar el tipo de persona que había deseado ser. Jorge vio los primeros ejemplares y dijo que no estaban mal como hobby, siempre y cuando no salieran del trastero del sótano.


Desde ese momento, le había ocultado su trabajo; de vez en cuando colocaba una maceta en algún rincón de la casa, para que él no sospechara de su hobby.


—¿Paula?


Se dio la vuelta y vio a Pedro Alfonso detrás de ella, con un enorme maletín en la mano. Se llevó la mano al pecho, sorprendida.


—¿Qué haces aquí?


—Tengo una cita con un cliente a unos bloques de aquí. La vi desde el otro lado de la carretera.


Ella lo miró un segundo, buscando qué decir.


—Empiezo a tener la sensación de que me sigue.


—Creo que sería más sutil si ése fuera el caso —dijo él sin alterarse.


Paula cerró el maletero rápidamente.


Justo entonces, Arthur Hughes salió de la tienda y trotó hacia ella, agitando la mano con delirio; su camisa verde lima libraba una dura batalla con el naranja chillón de sus pantalones.


—¡Paula, princesa! Acabo de vender la última de tus macetas. ¡No podrías llegar en mejor momento!


—Hola, Arthur —dijo ella, anhelando que Pedro se marchara.


—Te he visto llegar. Estaba al teléfono, o habría salido antes a echarte una mano. Hum, hola —miró a Pedro de arriba abajo, con admiración.


Pedro saludó cortésmente con la cabeza.


—Como no parece que Paula vaya a molestarse en presentarnos… —Arthur la miró con una mueca divertida— seré atrevido. Soy Arthur Hughes, propietario del Centro de Jardinería —señaló la tienda—. Donde, por cierto, se venden las maravillosas macetas de Paula. ¿Podría interesarle comprar una?


—Oh, no —intervino Paula—. El señor Alfonso tiene que marcharse.


—La verdad es que tengo unos minutos —dijo Pedro, tras mirar su reloj de pulsera—. Me encantaría echar un vistazo.


—Bueno, pues vamos a sacar esas macetas, Paula —dijo Arthur—. Puede que vendamos la primera aquí mismo.


—Yo creo que no… —empezó ella.


—No seas boba —discutió Arthur, interponiéndose entre ella y el coche—. La modestia no te hará ganar nuevos clientes.


Antes de que se le ocurriera una respuesta razonable, Arthur había sacado una maceta del maletero y la había desenvuelto.


—Oh, Paula —exclamó—. Es preciosa. Puede que la mejor que has hecho. ¿Qué opina, señor Alfonso? ¿No cree que tiene un maravilloso sentido del color?


Paula no se atrevía a mirar a Pedro. Apretó los labios y cruzó los brazos sobre el pecho, imaginando el tono desdeñoso que oiría en la respuesta de Jorge.


—¿Has pintado tú esto? —preguntó Pedro.


—Sí —contestó ella, buscando una razón, cualquiera, que le hiciera cambiar de opinión y marcharse.


—Es precioso.


Ella lo miró y vio respeto y admiración en sus ojos. Intentó contestar, pero no tenía voz.


—Entonces, ¿eres artista?


Nadie la había llamado así antes. Nunca había pensado en sí misma de esa manera. Le parecía una palabra destinada a personas que tenían planes y ambiciones, y las suyas hacía tiempo que habían dejado de existir.


—No —dijo ella—. Sólo es un hobby.


—Pues si lo es, empieza a ser muy rentable —intervino Arthur—. Tengo reservadas al menos seis de las que has traído hoy.


—Será mejor que las descarguemos —Paula, inquieta, sacó una del maletero—. Tengo otra cita.


—Y yo he de irme —dijo Pedro, tras mirar su reloj—. Encantado de conocerte, Arthur. Adiós, Paula.


Ella alzó la mano en señal despedida y le dio la espalda.


—Eres una chica con suerte —dijo Arthur, contemplando a Pedro alejarse. Sacudió los hombros y sacó otra maceta—. En fin. ¿Qué relación tienes con ese hombre tan adorable?


—Ninguna —Paula negó con la cabeza.


—Ah —Arthur apoyó una mano en la cadera—. Me he equivocado sobre muchas cosas en mi vida. Créeme. No me equivoco sobre la corriente magnética que circula entre vosotros. Ahora, vamos dentro, antes de que un cliente se escape con el contenido de la caja. ¿Quieres que te pague en metálico, como siempre?


—Sí, por favor —dijo Paula—. En metálico.



****


La reunión era una pérdida de tiempo.


Pedro estaba sentado alrededor de una mesa redonda, con la junta directiva de uno de los bancos más importantes de la ciudad, e intentaba concentrarse en lo que decían. Pero su mente estaba en otro lugar. Las preguntas bombardeaban su mente, pero no tenía respuestas.


Pensó en lo que Kevin le había dicho la noche anterior. No sabía en qué se estaba metiendo.


Seguía viendo el rostro de Paula, el brillo complacido de sus ojos cuando halagó su trabajo. Gratitud porque alguien se había fijado, que rápidamente se transformó en alarma, como si hubiera descubierto un secreto que ella no quería compartir.


Empezaba a pensar que Paula Chaves tenía más secretos de lo que había creído.



****


Después del Centro de Jardinería, Paula fue a otro centro comercial, esa vez en el extremo norte de Atlanta, y repitió la sesión de compras con diferentes tarjetas de crédito.


Llegó a casa justo después de la una. El teléfono estaba sonando. La pantalla indicaba que era un número oculto. El móvil de Jorge siempre aparecía como número oculto. 


Contestó el teléfono con calma, intentando que no se le notara que acababa de entrar corriendo.


—Paula. Soy Pedro. Por favor, no cuelgues. 


Le sorprendió tanto oírlo que se quedó sin habla.


—¿Paula?


—¿Sí? —dijo, intentando recuperar la compostura.


—¿Puedes encontrarte conmigo en algún sitio?


De nuevo, se quedó sin habla. Tomó aire y cerró los puños, para que no le temblaran las manos.


—No tienes idea de lo que estás haciendo.


—En eso estoy de acuerdo contigo. Aun así, ¿te reunirás conmigo?


—No puedo.


—Entonces iré allí.


—¡No! No.


—Si no accedes a que nos veamos en otro sitio, no tendré otra opción.


El tono de su voz la convenció de que hablaba en serio. No podía arriesgarse a que volviera a la casa. Ese día no. Un día más y toda su vida cambiaría. No podía permitir que su plan peligrara. Estaba segura de que era su última oportunidad.


—De acuerdo —aceptó—. De acuerdo. ¿Dónde?


—Parque Nolan. Toma la salida 260 de la autopista. Gira a la derecha en el semáforo y verás un cartel a tu izquierda. Te veré allí dentro de treinta minutos —sin darle tiempo a decir una palabra, colgó.






No hay comentarios.:

Publicar un comentario