domingo, 17 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 2





La fiesta sorpresa no lo fue en realidad.


Pedro Alfonso se dijo que debía estar agradecido a sus colegas de la oficina del fiscal del distrito de Atlanta por despedirlo con buenos deseos y no con maldiciones.


En realidad habrían sido más lógicas las maldiciones, teniendo en cuenta lo insoportable que había estado los últimos dos meses.


Aun así, deseó que no hubieran celebrado la fiesta. 


Marcharse de allí ya era lo bastante difícil como para encima hacerlo con una sonrisa.


Desde el pasillo, oyó risitas y murmullos en su despacho. 


Cuanto antes entrara, antes acabaría todo. Suspiró y obligó a sus pies a moverse.


—¡Sorpresa!


El saludo estalló en sus oídos, seguido de algunas quejas por el tiempo que había tardado en regresar de la sala de archivos.


—A cualquiera podría darle artritis por estar tanto tiempo en tensión —dijo Kevin Travers, moviendo la cabeza. Tenía el pecho ancho como un tonel y una voz a juego. En su papel de fiscal de distrito, la utilizaba para intimidar siempre que lo creía oportuno—. Entra, Pedro, y corta esta tarta —tronó.


—¿La has hecho tú? —preguntó Pedro, acercándose a la mesa y levantando el cuchillo.


—La hizo Ana—Kevin sonrió y le dio una palmada en la espalda—. Y me dijo que me asegurase de que comías un trozo.


—Estás casado con una de las mejores cocineras de Atlanta. Comería cualquier cosa hecha por ella —Pedro miró los rostros que había llegado a conocer tan bien en los últimos nueve años. En su mayoría, eran buena gente. 


Echaría de menos trabajar con algunos de ellos, sobre todo con Kevin. Compartían la misma filosofía sobre cómo debería funcionar el sistema, y a ambos les desagradaba que, con frecuencia, no lo hiciera.


—No deberíais haber hecho esto —dijo Pedro al sonriente grupo.


—Cambia de opinión sobre marcharte y descolgaremos los globos, nos comeremos la tarta y simularemos que esta fiesta sorpresa nunca ocurrió —sugirió Eleana Elliott, la secretaria de Kevin. Estaba apoyada en un archivador, en una esquina del despacho, observándolo. Llevaba unas de esas gafas de marco oscuro que daban un aspecto aún más inteligente a aquéllos que ya lo eran de por sí.


Se oyeron murmullos de aprobación.


—No empecemos con eso otra vez —Kevin alzó una mano—. Pedro renuncia a ser funcionario. Dejad de darle la lata. Se supone que esto es una fiesta. Así que corta la tarta, Alfonso.


Alguien puso música y la atmósfera se aligeró. Algunos empezaron a bailar.


Pedro paseó entre la gente, agradeciéndoles sus felicitaciones por su nuevo trabajo. Aunque sabía que la mayoría de ellos lamentaba verlo marchar, una parte de sí mismo lo obligaba a hacerlo. Si quería mantener la cordura, no podía quedarse.


Una hora más tarde, alguien dijo que hacían falta más vasos. Pedro se ofreció a ir a buscarlos, agradeciendo un momento de escape. Fue al despacho contiguo, encontró vasos tras el escritorio, se sentó y se recostó, cerrando los ojos. No lo echarían de menos durante unos minutos. 


Llevaba varias noches durmiendo un máximo de cuatro horas, normalmente en el sofá de su despacho, mientras ponía en orden todos los asuntos pendientes. Estaba agotado.


—Eh, sabes que yo tampoco quiero que te vayas.


Pedro alzó la cabeza. Kevin estaba la puerta, con un hombro apoyado en la jamba.


—Sólo porque echarás en falta mis cafés.


—Cualquiera puede traerme el café de Starbucks —rezongó Kevin.


—Sí, pero yo traigo justo el que te gusta.


—Cierto —Kevin entró, se sentó frente a él y colocó las manos detrás de la cabeza—. ¿Qué planes tienes? ¿Encontrar una buena mujer? ¿Formar un hogar?


—No me quejo de mi estado civil actual —Pedro apoyó un codo en el brazo de la silla.


—Tu estado civil está bien para divertirte los sábados por la noche, pero tu cama debe de estar bastante fría el resto de la semana.


—No lo he notado.


—Ya lo notarás un día de éstos —rezongó Kevin.


—Me va mejor solo. Además, no quiero ser responsable de nadie que no sea yo mismo.


—A mí eso me parece bastante solitario.


Pedro no contestó. No podía negar que a veces se sentía solo.


—Quizá sea bueno que te vayas de aquí —añadió Kevin tras un breve silencio—. Desde que llegaste te has dedicado a cada caso como si tu propia salvación dependiera del resultado.


—Tal vez fuera así —musitó Pedro.


Kevin suspiró con expresión de cansancio.


—Hicimos cuanto pudimos por esa niña, Pedro. Tú lo sabes.


Las palabras quedaron en el aire. Desde que se dio el veredicto, era la primera referencia que hacían al caso. 


Pedro se irguió en la silla.


—Sí. Eso me repito continuamente.


—Lo hicimos.


—Me relajé demasiado —dijo Pedro con voz grave—. Pensé que tenía el caso bien atado. Y por eso, ese desgraciado quedó libre.


—El jurado lo creyó a él.


—Aún era una niña —comentó Pedro con tristeza. Catorce años. Más joven que su hermana. Lo asaltaron malos recuerdos y puso fin a sus pensamientos.


—¿Crees que no me destroza ver a seres despreciables como Dayton escaparse sin pagar sus culpas? Hago cuanto puedo, dentro de las reglas del sistema; eso, al menos, es algo.


Ahí estaba. Esas palabras venían a implicar que Pedro se estaba rindiendo. Y tal vez era cierto.


Nueve años antes, había llegado a la oficina del fiscal de distrito ardiendo de necesidad por cambiar las cosas. Hacía poco más de un mes, había admitido que, a fin de cuentas, no había cambiado nada.


La decepción lo envolvió, invisible, asfixiante.


La realidad lo había golpeado con fuerza al escuchar el veredicto en el caso de Mary-Ellen Moore. Se sintió incapaz de seguir haciendo su trabajo. Algo en su interior se había cerrado para siempre. Cada día se despertaba convencido de que habría recuperado la energía y pasión que había sentido por su trabajo.


Pero cuanto más anhelaba ese viejo fuego, más parecía extinguirse.


No podía olvidar el rostro de la chica. Las fotos de la escena del crimen eran una descarnada prueba de su inocencia. Los labios entreabiertos como si le hubiera asombrado descubrir que el mundo podía acabar de forma tan horrible. El vestido rasgado. Una sandalia desaparecida. La última imagen de su hermanita, años atrás, destelló en su mente; fue como si un cuchillo le rasgara las entrañas. Se pasó la mano por los ojos.


—Hice un promesa a esa familia —dijo—. Les prometí que ese bastardo pagaría por lo hecho.


Pedro


—Ese fue mi error, ¿no? Nunca hagas una promesa que no puedas cumplir —recogió los vasos y se puso en pie—. Será mejor que regresemos. Tengo que ir a otra fiesta.


—Sí —contestó Kevin, dándose una palmada en las rodillas—. No debes hacer esperar a tu nuevo jefe.


—Las primeras impresiones… —Pedro se esforzó por sonreír.


—Échanos de menos un poquito, ¿de acuerdo? —Kevin le apretó el hombro con suavidad.


—No creo que pueda evitarlo.


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