martes, 12 de diciembre de 2017
PRINCIPIANTE: CAPITULO 21
Paula se dio la vuelta en la cama y miró los números del reloj electrónico que brillaban en la oscuridad. Era la 1:46.
Hacía casi dos horas que intentaba dormirse.
—¡Maldita sea!
A lo mejor no podía dormir porque tenía mucho calor. Intentó apartar las mantas, pero habían formado un nudo entre sus piernas a causa de todo lo que se había movido.
—¡Maldita sea!
Se colocó de lado para sentarse y sacó la ropa de entre sus piernas. Estiró la sábana y las dos mantas hacia atrás y volvió a tumbarse.
Miró el techo un rato y luego se colocó de costado y abrazó la almohada larga que usaba para apoyar el estómago y la espalda. Sabía que la razón de que no pudiera dormir era el miedo a que volvieran las pesadillas de la noche anterior.
Papá se había acercado mucho, había estado en su casa, con las cosas de su niña.
¿Por qué iba a querer nadie torturarla de aquel modo? ¿Por qué querían manchar así el periodo más importante de su vida?
Volvió a sentarse. Había ido ya dos veces al baño, quizá lo que necesitaba era algo de comer, una taza pequeña de cereales. La leche podía darle sueño y los cereales impedirían el hambre de primeras horas de la mañana. Sí, eso era lo qué necesitaba.
Bajó de la cama y se puso las zapatillas. Se echó la bata de franela rosa sobre el pijama de algodón y fue de puntillas a la cocina.
—No puedes dormir, ¿eh?
La voz de Pedro ni siquiera la sobresaltó. Tal vez no había ido allí a por cereales después de todo.
Oyó un clic y se encendió la lámpara de la mesita al lado del sofá. Pedro la había puesto al mínimo y el opaco círculo de luz arrojaba un resplandor apagado sobre sus hombros y su pecho desnudo.
Sonrió con humor.
—Yo tampoco puedo dormir.
Se sentó y ella respiró con fuerza. La luz mostraba ahora otra parte de su cuerpo, los vaqueros abiertos en la cintura y el golpe que cubría su flanco izquierdo.
—Pedro —se acercó a examinarlo.
El color era menos intenso, pero el tamaño del golpe parecía haber crecido.
—No es tan malo como parece —bromeó él.
—Mientes —lo acusó ella; se sentó en la mesita de café frente a él.
Pedro le tocó la barbilla y la miró a los ojos.
—Estoy bien. No dejes que tu preocupación por mí te impida dormir.
—Creía que habías ido al hospital.
—Y fui. El médico dijo que podía quitarme las vendas para dormir.
Paula le apretó levemente las manos.
—Siento mucho que te pasara esto por mí.
—Soy yo el que lo siente —se inclinó un poco hacia ella—. Siento no haberte protegido de lo que has tenido que ver esta noche.
—No —ella cubrió las manos de él con las suyas—. Me alegro de que estés aquí —cerró los ojos—. No dejo de ver una navaja cortando muñecos y…
Pedro la besó en la frente.
—El hombre que hace esto es un cobarde. Le gusta aterrorizarte, pero no se enfrenta a ti cara a cara.
Aquello se parecía a los análisis de personalidad que hacía ella. Echó la cabeza atrás y lo miró a los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—Es su perfil.
—¿Perfil?
Algo brilló en los ojos de él.
—Es lo que ha dicho el inspector Alfonso —repuso.
—No me gusta tener miedo, Pedro.
Él le frotó la espalda con gentileza.
—Lo sé.
La niña se movió en su interior y Paula recordó la admiración de Pedro cuando la había notado moverse y también la vehemencia con la que ella le había dicho que la niña no era asunto suyo.
—Ven —se abrió la bata y colocó la mano de Pedro sobre su vientre para que notara a la pequeña dar patadas. Los dedos largos de él cubrieron la parte baja de su abdomen—. A ella tampoco le gusta tener miedo —susurró la mujer.
Ana golpeó la mano de Pedro y él dio un salto.
—¿Hace eso a menudo?
Paula sonrió.
—También duerme mucho.
Pedro apretó la mano con gentileza en su vientre y la niña quizá lo encontró tan irresistible como su madre, ya que se estiró, giró y llevó a cabo toda una actuación.
Pedro movía la mano por el vientre y seguía los movimientos fascinado.
—¡Genial!
Levantó la vista, con el rostro a pocos centímetros del de Paula. Una serenidad tranquila oscurecía sus ojos. Era como si todos los conflictos y aspiraciones que nublaban la mente de un joven se hubieran desvanecido. Era un hombre seguro de sí, seguro de aquel momento con ella.
—Gracias.
La besó con ternura, sin apartar la mano del vientre. Fue un beso lento y concienzudo. El calor posesivo de su mano y el de su boca creaban un fuego de satisfacción en la sangre de ella. Paula le devolvió el beso con la misma lentitud.
Fue un beso que cortaba barreras de miedo e inseguridad, un beso que espantaba sus dudas.
Un beso que llevó algo nuevo e inesperado al corazón de Paula.
Se apartó antes de que la revelación que sentía dentro de sí pudiera tomar forma y sustancia. Si no reconocía el sentimiento, no tendría que lidiar con él.
A Pedro no pareció importarle la retirada. Se inclinó sobre su vientre y volvió la atención a la niña. Sonrió.
—Si eres tan testaruda como tu madre, pequeña, te irá bien. Pero ahora duérmete y deja descansar a mamá.
Paula se echó a reír. En un impulso lo besó en la mejilla.
—No había compartido esto con nadie. Sentirla moverse, hablar con ella… no creía que nadie comprendería el milagro que es.
—Me siento honrado.
Paula reprimió un sollozo. Una lágrima rodó por su mejilla.
—¡Eh? —dijo él con gentileza.
—Son las hormonas.
—Es el cansancio.
Le secó la lágrima con el pulgar.
—Ven conmigo.
La ayudó a levantarse, le tomó la mano y tiró de ella hacia el dormitorio.
—¡Pedro! —protestó ella—, no creo que esté preparada para…
Él se llevó un dedo a los labios.
—Me siento halagado —dijo—. Y quizá un día acepte la oferta —sonrió—. Pero protegerte también implica ocuparse de tu salud. Y no podré hacerlo si no duermo un poco.
Esa vez ella lo siguió de buena gana hasta la cama. Él le retiró la bata y la sentó en el lecho para quitarle las zapatillas. La tumbó y la tapó con la sábana y las mantas.
Se tumbó luego encima de las mantas y la tomó en sus brazos. Paula se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Seguro que así estarás cómodo? —preguntó.
—Sí —la besó en la cabeza—. Ese sofá es demasiado corto.
Paula soltó una risita contra su pecho y decidió aceptar su fuerza y su consuelo para ahuyentar las pesadillas.
Acurrucada en sus brazos, no tardó en quedarse dormida.
Como siempre, sus últimos pensamientos conscientes fueron para su hija. Y para Pedro, que se había dormido ya con los brazos en torno a ella y su vientre, protegiéndolas a las dos.
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