lunes, 16 de octubre de 2017

PLACER: CAPITULO 28





Pedro cabalgó sobre su caballo hasta que los dos estuvieron exhaustos.


Montar a caballo era una actividad que templaba sus nervios cuando estaba a punto de estallar. En aquel momento se encontraba muy confundido. Estaba metido en un buen lío.


Pedro le echó la culpa a Paula. Desde el momento en el que había pisado el rancho, se le había metido en la cabeza y no le había dejado pensar. Y después del revolcón del día anterior, estaba aún más confuso. Esa mujer lo estaba volviendo loco.


No era verdad, y Pedro lo sabía. Lo que habían vivido no había sido un simple revolcón. Habían hecho el amor, y había sido un amor verdadero.


Pedro no sabía cómo iba a poder contenerse tras haber vuelto a probar el cuerpo terso y suculento de Paula.


Había sido fabuloso y quería más. Pero Paula ya había dejado claro que no iba a haber una segunda oportunidad.


Pronto se marcharía. Aquel pensamiento llevó a Pedro a espolear de nuevo al caballo y a galopar. Pero ni aun así, se olvidaba del sabor de Paula, de su olor y de la sensación de estar cuerpo a cuerpo con ella. Era como si estuviera muy dentro de él.


Si eso era cierto, Pedro tenía un problema serio. Paula se iba a marchar y no iba a volver nunca. ¿Qué podía hacer él para evitarlo? Su voz interior le dijo que debía pedirle que se quedara, pero era una locura. No confiaba en ella. Por Dios, ya había huido una vez. ¿Qué razón había para que no lo hiciera de nuevo?


Ninguna.


Pedro no podía arriesgarse otra vez a abrir su corazón para que se lo volvieran a romper. Tenía que dejarla marchar. Y él debía retomar su vida.


En el mundo había cosas que podían cambiar y cosa que no podían.


La relación con Paula encajaba en la segunda categoría.



****


—Teo, es hora de lavarse las manos para cenar —dijo Molly desde el porche.


El niño estaba emocionado jugando al balón y pareció no escucharla. Ya había atardecido y a Paula no le gustaba que estuviera fuera solo. Tamy ya se había marchado.


—Mamá, quiero jugar un rato más.


—Teo.


—Yo le echo un ojo.


Como siempre la inesperada voz de Pedro la sobresaltó. 


Maldito fuera, cuándo iba a dejar de surgir de la nada.


—¡Mami! ¿Puedo quedarme con Pedro?


A Paula le hubiera gustado responder que no, pero no lo hizo. Una vez más, ¿por qué castigar a su hijo por sus propias equivocaciones? ¿Qué más daba? En poco tiempo se marcharían. Monica se encontraba más fuerte cada día.


Pero aquella marcha iba a llegar demasiado tarde porque Paula ya había empezado a recorrer el camino de la culpa. 


Se estaba fustigando a sí misma, a pesar de que había prometido no hacerlo. Teo necesitaba un padre y Paula lo sabía.


Todos los niños necesitaban un padre.


Teo tenía uno al que nunca conocería. Aquel pensamiento atormentaba a Paula, sobre todo al comprobar que al niño le encantaba vivir en el rancho. No sólo lo estaba privando de su herencia sino que le estaba negando un padre.


Pero si decía la verdad, perdería a su hijo.


Y no estaba dispuesta a que eso ocurriera.


—¡Mamá!


—Vale, Teo. Puedes quedarte con Pedro hasta que la cena esté lista.


Con aquella respuesta rondando en su cabeza, Paula entró en la casa. Esperaba que aquella decisión no se volviera en su contra.


Media hora después Paula se asomó de nuevo al porche, pero sólo vio a Pedro. Se sintió inquieta.


—¡Pedro! —exclamó. El se paró en seco al escucharla—. ¿Dónde está Teo?


—No lo sé —contestó él acercándose.


—¿Qué quieres decir con no lo sé?


—Tranquilízate. Seguro que está bien. Me he dado la vuelta un momento y cuando me he querido dar cuenta, ya no estaba. Lo estoy buscando.


—¿Dónde has buscado? —preguntó Paula mientras salía corriendo de la casa.


—En todas partes menos en el granero, que es donde iba ahora.


—¡Teo! —gritó Paula una y otra vez, pero no obtuvo respuesta.


Cuando quisieron llegar al granero, Paula ya estaba descompuesta. Su mente se había convertido en su peor enemiga. Sin contar a Pedro. Le hubiera gustado estrangularlo, pero como no era posible, se limitó a quedarse callada conteniendo la ira.


—Lo siento, Paula —susurró él cuando entraron en el granero.


Paula lo fulminó con la mirada y se calló. Pedro palideció, pero también se mantuvo en silencio.


Los cuatro ojos se dirigieron directamente a la parte alta de la nave donde estaba el pajar. Teo estaba asomado al borde de la barandilla. El miedo invadió el cuerpo de Paula, quien miró a Pedro. Él también parecía asustado aunque logró mantener la calma.


—Quédate donde estás. No te muevas —dijo en un tono tranquilo.


—¿Queréis ver cómo camino? —preguntó el niño.


—¡No! —exclamaron Paula y Pedro a lo unísono. El niño se quedó helado.


—Voy a subir por ti. Mientras tanto no te muevas de donde estás, ¿vale? —dijo Pedro.


—No, ya bajo yo —respondió Teo.


—¡No, Teo!


El niño no hizo caso. Se dio la vuelta y resbaló. 


Milagrosamente cayó directamente en los brazos de Pedro.


En aquel momento nadie dijo nada. Se habían quedado paralizados.


—¿Estás enfadada conmigo, mamá?


—Déjalo en el suelo, Pedro —dijo ella con la voz rota. Pedro la obedeció. Paula miró a su hijo—. Vete directamente a tu habitación y lávate las manos. Yo voy enseguida.


—Vale, mamá.


—Vete, yo te estaré mirando desde aquí hasta que entres en casa —le pidió. 


El niño se marchó contento.


Una vez que el niño entró en la casa, se hizo un silencio incómodo en el granero. Pedro se decidió a romperlo.


—Estás enfadada y entiendo por qué.


—Enfadada es una forma suave de describir mi estado de ánimo.


—El niño está bien, Paula. Es un crío y los chiquillos necesitan hacer ese tipo de cosas.


—No me des lecciones sobre niños. Y menos sobre el mío.


—Vale, perdóname. Ya te he pedido disculpas, ¿qué más quieres que haga?


—No quiero que hagas nada. Tu comportamiento es la prueba de que sigues faltando a tu palabra tanto como cuando me pediste matrimonio hace cinco años.


—¿De qué demonios me estás hablando?


—Creo que ya no estamos para fingir, ¿no?


—Si tienes algo que decir, suéltalo, porque yo aún no sé a qué demonios te estás refiriendo.


—A tus padres.


—¿Qué pasa con mis padres?


—¿Acaso estás negando que me enviaste a tus padres para que trataran de comprarme?


Pedro dio un paso atrás como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.


—Yo no los envié a ninguna parte y menos aún a que hablaran contigo.


—Me dijiste que me amabas y que querías casarte conmigo, pero luego te echaste atrás.


—Yo no me eché atrás. Fuiste tú la que se cansó y se fue huyendo.


—Pero fue por tus padres. Vinieron a hablar conmigo para contarme tus verdaderos sentimientos. Me dijeron que no me querías, pero que no te atrevías a decírmelo por no herir más mis sentimientos.


La expresión del rostro de Pedro se ensombreció.


—Y además, para humillarme aún más, me ofrecieron dinero, mucho dinero, para que desapareciera de tu vista —añadió Paula.


—Es mentira. Te estás inventando toda esa historia para tranquilizar a tu conciencia.


—¿Me estás llamando mentirosa? —repuso acalorada.


—Por el amor de Dios, Paula...


—Pregúntales —le dijo en un tono desafiante. Lo miró con desprecio—. Si es que te atreves, claro.




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