sábado, 2 de septiembre de 2017
UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 3
El conductor de su padre la llevó de vuelta a la casa, que no estaba muy lejos. El vigilante salió corriendo a abrir las puertas para dejar pasar su coche.
Le dio las buenas noches al conductor y éste volvió a la fiesta a esperar a su padre.
En el recibidor brillaba una pequeña luz, pero el resto de la casa estaba en sombras. Los sirvientes se habían acostado y la casa parecía desierta. Sintió un extraño escalofrío en la espalda. La casa era demasiado grande y ella no estaba acostumbrada a tanto espacio vacío. Su apartamento de Washington era pequeño pero acogedor. Se había trasladado allí después del divorcio porque no había querido quedarse en la histórica casa georgiana que había compartido con Pedro durante su matrimonio. Había querido un nuevo comienzo para que nada le recordara a Pedro.
Había sido una ilusión tonta, como si fuera posible borrar a Pedro de su vida. Un hombre como Pedro Alfonso dejaba una huella imborrable que marcaba para toda la vida.
La luz de la luna brillaba entre las palmeras del exterior produciendo unas sombras móviles en los muebles y el suelo. El precioso mobiliario de madera labrada y las exquisitas alfombras chinas, los tapizados de seda y las lámparas de bronce habían sido producto de la decoración de un profesional y la casa carecía del toque personal. Paula sabía lo que su madre hubiera opinado de ella: demasiado opulenta y pretenciosa. Su madre había muerto de forma inesperada un año atrás y su padre había estado perdido desde entonces. Había aceptado un nuevo trabajo y se había trasladado a nuevos y exóticos países, pero eso sólo parecía acentuar su soledad.
Paula encendió un par de lámparas de camino a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa. Una vez dentro, encendió la luz. Dejó el bolso en una silla y notó que los ventanales franceses que daban al jardín estaban ligeramente abiertos.
Ella los había cerrado antes de irse. ¿O no? Se en cogió de hombros. Bueno, quizá no. Se mordió el labio sintiéndose inquieta. Sentía que algo iba… mal. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca como si algo invisible estuviera allí con ella, una presencia, una energía en el aire. No había nada desacostumbrado. Todo estaba tal y como lo había dejado.
Se fue al cuarto de baño adyacente, buscó una aspirina y se la tomó haciendo una mueca ante el espejo.
—Eres un caso perdido —dijo en voz alta.
No había fantasmas en la habitación; estaban en su mente.
Se sentía acosada por las sombras del pasado, eso era lo que pasaba. Había perdido todo su equilibrio por haber vuelto a ver a Pedro.
—No le has visto en cuatro años —dijo a su reflejo en el espejo—. Estáis divorciados. ¿A qué viene tanta agitación?
Se quitó la ropa y se preparó para acostarse. Cayó en un sueño inquieto, cargado de imágenes de Pedro. Deseaba tocarle, deslizar la mano por su cuerpo, sentir su calor, su fuerza. Estiró la mano, pero no le alcanzaba por mucho que lo intentara. Era como si un campo magnético le impidiera llegar hasta él. Se despertó llorando.
Y le costó mucho tiempo volverse a dormir.
A la mañana siguiente se despertó por la llamada a la oración desde el minarete islámico. Eran casi las seis y un débil brillo se filtraba por las finas cortinas. Escuchó el monótono cántico, conociendo su significado aunque no entendiera el árabe.
Permaneció quieta en la cama hasta que el sol bañó la habitación con la brillante luz del día.
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