miércoles, 30 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 25





Pedro no recordaba haber tenido nunca una idea tan tonta. Y sólo le quedaba confiar en que fuera la última vez.


En la semana transcurrida desde que Tamara aceptara la invitación a cenar hasta esa noche, había intentado convencerse de que quizá cuando llegara el momento no se sintiera como un idiota y de que Paula no había actuado de forma rara cuando le contó que iba a salir con la maestra.


Estaban en su despacho cuando se lo dijo y ella lo había mirado sorprendida.


—¿No era eso lo que querías? —preguntó él.


—Bueno, sí... es sólo que no me lo esperaba. No creía que lo hicieras.


—Pues lo he hecho.


—Ya lo veo.


—Y deberías alegrarte.


—Y me alegro. De verdad. Sólo tengo que acostumbrarme a la idea.


A continuación dijo que creía que lloraba la niña y salió del despacho. Y en la semana siguiente, ninguno de los dos había mencionado la cita, aunque notó la ausencia de la joven cuando bajó con la chaqueta deportiva y la corbata que hacía siglos que no se ponía.


Para entonces estaba más nervioso que en su primera cita con Roberta Whitson a los quince años, una experiencia que lo había traumatizado tanto que no había vuelto a invitar a salir a una chica hasta los dieciocho.


Y ahora, al aparcar el coche delante de la casa alquilada de Tamara, después de lo que sólo podía describirse como una velada extraña, no pudo menos que decirse que era el hombre más estúpido del planeta. Y eso a pesar de que Tamara no parecía corroborar su opinión de sí mismo.


De hecho, se había mostrado amable aunque acababa de pasar dos horas en la cocina amarillo brillante de Dixie Treadway, mientras él intentaba convencer a Gertie, la madre de ochenta y dos años de Dixie, que tenía lo que su hija llamaba «ataques», de que bajara de una vez del pajar.


La llamada había llegado cuando estaban en mitad de la cena. Gertie estaba bien cuando tomaba su medicación, pero a veces le daba por esconder las pastillas y entonces había problemas.


Pedro era la única persona de la que se fiaba en tales momentos.


A veces sólo tardaba unos minutos en tranquilizarla y otras veces tardaba más. Le explicó la situación a Tamara y ofreció llevarla antes a su casa, pero ella insistió en que no le importaba acompañarlo ni que se hubieran quedado sin cenar.


—Lo siento mucho —dijo Pedro una vez más cuando bajaron del coche.


Tamara se echó a reír.


—Ya me lo has dicho —dijo con ojos a los que la bombilla del porche daba un tono verde intenso—. Pero no lo sientas. Me has recordado por qué no debo salir con un hombre que está casado con su profesión. Lo intenté una vez y descubrí, para vergüenza mía, que me cuesta mucho compartir a mi hombre con el resto de la humanidad.


—¿Y por qué has salido conmigo? —pregunto Pedro con curiosidad.


La joven se encogió de hombros.


—Esto es un pueblo y no hay mucha gente con la que salir. Y si uno de los solteros más codiciados del lugar me llama para invitarme a salir...


—¿Debo sentirme halagado? —musitó él.


—Inmensamente.


Pedro soltó una risita.


—¿Y quién son los demás solteros codiciados de aquí?


—Tus hermanos, por supuesto.


—Por supuesto.


—Pero dime una cosa. ¿Por qué me invitaste tú? Porque desde el momento en que has venido a buscarme estaba claro que tu corazón no estaba en esta cita.


Pedro enarcó las cejas.


—Eso no es cierto.


—Sí lo es. Se dice que hace tiempo que no sales con mujeres. ¿Por qué ahora? ¿Y por qué conmigo?


—Porque he creído que ya era hora. Y...


—¿Y?


Pedro se echó a reír.


—Porque eres guapa y simpática y pensé que sería buena idea. Y... lo siento, esto no se me da bien.


—Oh, lo haces muy bien. Es una pena que sea con la persona equivocada.


—¿La persona equivocada?


—Sí. El otro día me pareció que entre Paula Chaves y tú había... ¿cómo decirlo? Sentimientos. Pero puedo equivocarme, claro.


—No hay nada entre Paula y yo —protestó Pedro.


Tamara abrió la puerta de su casa.


—Me duele ver que un hombre tan bueno se mienta de esa manera a sí mismo. Buenas noches.


—Buenas noches —dijo él, rígido.


Cuando llegó a casa, diez minutos después, Paula daba de mamar a Ana en el sofá y veía la tele.


—¿Y bien? —preguntó.


—Hemos pasado la velada en casa de los Treadway.


—¿Otra vez Gertie?


—Sí.


—Quizá vaya a verlos mañana y les lleve pastel de plátano.


—Les gustará —dijo él—. No es buena idea —musitó—. Lo de Tamara y yo.


—¡Ah! —Paula se pasó la mano por el pelo—. ¿Algún motivo en particular?


Pedro movió la cabeza.


—No se te ocurra intentar emparejarme con nadie más, ¿vale?


—Vale.





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