domingo, 27 de agosto de 2017

NECESITO UN MEDICO: CAPITULO 15





-OTRA vez aquí? ¡Demonios, mujer! No comprendo por qué no puedes dejarme en paz.


Paula, que estaba acostumbrada a que Nicolas la recibiera así siempre que iba a verlo, ni siquiera parpadeó.


—Porque usted es mi único pariente vivo y me preocupo por usted —sonrió a Charlie, el compañero de habitación de Nicolas, un negro mayor que tenía la pierna escayolada—. ¿Cómo se encuentra hoy?


—Muy bien, señorita Paula —miró la lata de galletas que sostenía la joven—. ¿Qué lleva ahí?


—Como es casi Halloween, he pensado que les gustaría probar unas galletas de calabaza — abrió la lata y Charlie tomó una enseguida. Nicolas seguía murmurando a sus espaldas.


—Muy buena —declaró Charlie—. Tiene canela, ¿verdad? Y nuez moscada.


—Sí —sonrió la joven.


Charlie tomó otro mordisco y señaló a Nicolas.


—El señor Cabeza Dura no sabe lo que se pierde. Son aún mejor que la de limón que trajo la semana pasada.


—¡Oh, por el amor de Dios! —Nicolas estiró la mano y dio un leve golpecito a Paula en el brazo—. Dame una de esas malditas galletas antes de que me volváis loco entre los dos.


La joven se volvió y mantuvo la lata fuera del alcance del viejo.


—A mí no me haga favores, tío Nicolas. Me da igual que las coma o no.


—He dicho que me des una.


Paula le tendió la lata y él se apresuró a tomar una galleta. 


La miró mientras la masticaba.


—Hay algo distinto en ti, ¿qué es?


—Me he cortado el pelo. ¿Le gusta?


Nicolas se encogió de hombros.


—No está mal. Dame otra galleta. ¿El jersey también es nuevo?


Paula enarcó las cejas. Aquello parecía una conversación normal. Por supuesto, en la tele había anuncios, pero aun así, era lo más lejos que habían llegado hasta el momento. 


Se sentó en el borde de la única silla que quedaba libre.


—Ayer cobré mi primer sueldo —dijo con una sonrisa.


Nicolas soltó un gruñido.


—Y lo primero que hiciste fue gastarlo en ropa.


—Es sólo un jersey y estaba barato. Pienso ahorrar por lo menos la mitad de mi sueldo para poder alquilar una casa.


Nicolas tomó una tercera galleta y achicó los ojos.


—Eres una chica terca, ¿eh?


—Sí, señor.


Consiguió prolongar la conversación unos veinte minutos más, pero cuando se levantó para marcharse, después de dejar la lata de galletas donde los dos hombres pudieran alcanzarla, Nicolas preció casi... triste.


—¿Ya te vas?


Paula procuró no demostrar sorpresa. Era la primera vez que al viejo parecía importarle si iba o venía.


—Tengo mucho que hacer antes de ir a buscar a los niños. Volveré dentro de un par de días.


El viejo cruzó las manos en el regazo.


—Por mí no te molestes.


Cuando llegó a Haven, Paula se alegró de poder aparcar justo delante del supermercado. Tenía que turnarse entre Ruby, Luralene e Ines, ya que las tres querían quedarse con Ana cuando Paula iba a ver a Nicolas. Y ese día la había dejado con Ruby.


Tomó un carrito, aunque todavía le resultaba difícil creer que podía comprar todo lo que quisiera. Pedro le daba dinero para comida todas las semanas, aunque ella procuraba aprovechar las ofertas, ya que no era una persona inclinada a gastar más de la cuenta.


—Hola. Paula, ¿verdad?


Miró a su alrededor, con una bolsa de pepinos en la mano, y estuvo a punto de dar un salto al ver ante sí a un hombre grande y alto al que le parecía conocer vagamente.


—Perdone, no...


—Hernan Atkins. Fui el otro día a ver al doctor Alfonso.


—Ah, sí —sonrió—. ¿Y está usted bien?


—Sí, señora. Está usted muy guapa hoy, señorita Paula.
¡Santo Cielo!


Por algún motivo, parecía haber muchos hombres solteros en aquel pueblo. Y también muchas mujeres, aunque, por desgracia, la edad media de las mujeres era muy superior a la de los hombres, razón por la cual, suponía Paula, ellos podían encontrar apetecible incluso una viuda con tres hijos. 


Hernan Atkins, que era un hombre amable, aunque no precisamente de los que podían suscitar pasiones salvajes en una chica, era el tercero que le decía algo esa semana. Y aunque tales atenciones resultaban halagadoras hasta cierto punto, también eran cansadas.


—Ah, gracias, Hernan...


—¡Hola, Paula!


Mario Alfonso se acercó con una cesta en la mano y le tendió la mano libre.


—Hernan.


—Mario —dijo el hombre alto—. ¿Qué haces aquí?


—Lo que todo el mundo. Comprar.


—¿No se ocupa Ethel de eso?


—Ha ido a pasar la semana en Kansas City con su hija. Me ha dejado solo.


Los dos hombres se miraron de hito en hito y Paula deseó que se marcharan los dos para poder seguir con lo suyo.


—Bien —pasó el carrito entre ellos—. Ha sido un placer verlos.


Hernan captó la indirecta y se despidió. Mario no.


—Tienes que ir con cuidado con ese tipo — dijo—. Intenta ligar con todo lo que lleve falda.


—Hoy llevo pantalones.


—Ya lo he visto. Bonito jersey. Y el pelo también me gusta.


Paula paró el carrito y miró el rostro sonriente de Mario. Él sí era un hombre que podía provocar pasiones en una chica, pero no en ella.


—Y tú no estarás intentando ligar conmigo, ¿verdad?


—¿Yo? ¡Cielos, no! —sonrió él.


Paula movió la cabeza y depositó un recipiente de cuatro litros de leche en el carrito. Se había encontrado con el hermano de Pedro dos veces en las dos últimas semanas y siempre se mostraba igual, sonriente y amable como un cachorro grande. Excesivamente entusiasta, pero inofensivo en el fondo.


—¿Cómo están los niños? —preguntó.


—Muy bien —Paula sacó ostensiblemente su lista de la compra y se dirigió al pasillo del arroz y las alubias. Tenía que comprar también algunas cosas para Mildred Rafferty, a la que iba a ver todos los martes con los niños—. ¿Deseas algo, Mario?


—Vamos, Paula, yo diría que quieres que me vaya.


—Y acertarías —ella echó una bolsa de alubias en el carrito—. Tu hermano me advirtió contra ti.


—¿Ah, sí?


—Sí. Y por lo que me dijo, Hernan Atkins es un aficionado comparado contigo.


La sonrisa de Mario se hizo más amplia.


—Eh, no pienso discutir eso, pero yo estaba pensando que podías traer a los niños al rancho el sábado. ¿Crees que les gustaría?


—A ellos seguramente sí. A mí no.


—Oh, vamos. Hace dos semanas nació un potrillo. Y seguro que a los niños les gustaría elegir algunas calabazas de nuestro huerto.


—Seguro. ¿Y qué intentas lograr tú?


Mario se echó a reír.


—Mis intenciones son muy honorables — dijo con gentileza—. Lo juro.


No sabía por qué, pero Paula lo creía.


—¿Seguro que no te molestarán los niños? —preguntó.


—Me encantan los niños —le aseguró él—. Y ahora tengo un poni que pueden montar, si tú quieres.


La joven tomó una lata de maíz y fingió estudiar la etiqueta. 


Pero en vez de ingredientes y valores nutritivos, sólo veía la mueca molesta de Pedro. Sonrió a Mario.


—De acuerdo. ¿A qué hora?


—Yo iré a buscaros —dijo él. Le pasó un brazo por los hombros y la atrajo un instante hacia sí—. Y quiero que sepas que siento no haberte visto yo antes.


Se alejó por el pasillo con la cesta golpeándole el muslo.


Cuando Paula terminó de hacer la compra, fue a buscar a los niños, recogió a Ana en casa de Ruby y acostó a los tres para que durmieran un rato antes de ir a casa de Mildred. A continuación entró en la consulta para trabajar un par de horas.


Pedro, sentado a su mesa, leía una revista con el ceño fruncido. Llevaba todavía la bata blanca y el pelo de punta denotaba que había pasado varias veces los dedos por él. 


Como siempre, en la radio que tenía ante sí sonaba música clásica. Paula lo observó en silencio. Algunos de los hombres del pueblo eran muy amables, pero ninguno conseguía que le latiera el pulso así. El doctor, sin embargo...


Se había cortado el pelo una semana atrás y él no había dicho nada todavía. Levantó la vista y la miró sorprendido.


—¡Oh! —miró su reloj—. Es más tarde de lo que pensaba.


—Puedo volver luego.


—No, no —se levantó y se puso la revista debajo del brazo—. Puedes cambiar de emisora si quieres.


—No, no, está bien así. ¿Qué es lo que suena?


—La sexta sinfonía de Tchaikovsky. ¿Te gusta?


—He oído cosas peores.


Pedro soltó una risita. Colgó la bata en la parte de atrás de la puerta.


—¿Cómo te ha ido con Nicolas? —preguntó.


—Mejor —ella se acercó a la mesa—. Creo que en veinte o treinta años más habrá dejado de gruñirme —tomó una ficha—. Tiene usted una letra horrible. ¿Qué pone aquí?


El médico se acercó.


—Quitar puntos. No hay factura —dijo. La miró—. Y tú has decidido cambiar a ese viejo.


—No puedo evitarlo —repuso ella.


—¿Ésa es la ficha de Luke Hawkins? —preguntó él.


—¿Qué? Ah, sí.


—Ese dinero es crédito, no factura. Aún no he terminado de pagarle el tejado que le puso a la casa hace dos años.


Paula tomó nota y dejó la ficha a un lado para archivarla más tarde.


—Me he encontrado con Mario en el supermercado —dijo.


—¿Sí?


—Sí. Se cree un regalo de Dios, ¿verdad?


Pedro miró con atención la ficha que tenía en la mano.


—Ten cuidado con él —dijo—. Su encanto puede ser letal.


—Y bajo ese encanto, hay un hombre muy bueno —dijo ella sin mirarlo—. Y usted lo sabría si pasara más tiempo con él.


—Olvídalo. Si mi madre no pudo conseguir unirnos, dudo que tú puedas.


Paula tomó un montón de formularios de seguros.


—¿Por qué no?


Pedro suspiró.


—Mira, no nos odiamos ni nada parecido. Es sólo que hay una gran diferencia de edad. Hector y yo estábamos más unidos de niños pero luego llegó el instituto y descubrimos los deportes —hizo una mueca—. Y las chicas.


Paula inclinó a un lado la cabeza.


—¿A usted no le gustaban las chicas?


—Oh, sí me gustaban. Pero yo a ellas no.


—Eso me cuesta creerlo.


Pedro se encogió de hombros.


—Si vieras una foto mía con dieciséis años, lo creerías.


Paula guardó silencio un momento.


—Ya no tiene dieciséis años —dijo con suavidad.


Hubo otro silencio.


—No —repuso él al fin. Se frotó las manos—. ¿Alguna otra pregunta antes de que me marche?


—De momento no.


—Bien. Hasta luego, pues.


Cuando se quedó sola, Paula respiró hondo varias veces. Y pensó que era una suerte que tuviera intención de marcharse pronto o aquel hombre acabaría volviéndola loca.



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