martes, 15 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 2




Paula se lavó la cara y las manos en el baño de empleados, una sinfonía de mármol negro moteado y espejos grandes y bien iluminados. Todavía estaba molesta. Más aún, se sentía seriamente ofendida… y estaba deseando vengarse.


Observó su reflejo en el espejo. Para ir a trabajar, elegía atuendos formales y sencillos, pero no siempre vestía así. Resultaba que su madre era una excelente modista. Y el vestido color marfil que llevaba puesto tenía una chaqueta de seda a juego. Además, daba la casualidad de que había recogido la chaqueta de la tintorería esa misma mañana, a la hora del almuerzo. La tenía dentro de su cubierta de plástico, colgada detrás de la puerta del baño.


Paula la miró, la tomó en sus manos, le quitó el plástico y se la puso. Tenía hombreras, cuello redondo y se ajustaba a la cintura, con un poco de vuelo sobre las caderas. Era una chaqueta a la última moda, de un tejido estupendo y estiloso, con estampado de piel de leopardo en tonos azul, negro y plateado. Era original y llamativa.


Sonrió ante su imagen, pues ya no parecía tanto una secretaria, sino una mujer habituada a ir a cócteles. Bueno, más o menos, se dijo y titubeó un momento, antes de quitarse la chaqueta y colgarla otra vez.


Entonces, tomó una decisión. Se quitó los pasadores del pelo, dejándolo caer. Se quitó las gafas y buscó en el bolso las lentillas. Se las colocó con cuidado. Luego, sacó su neceser de maquillaje y examinó lo que contenía. Tendría que arreglárselas sólo con la sombra de ojos, la máscara de pestañas y el pintalabios que llevaba.


Después de pintarse los ojos, dio un paso atrás para observarse y la diferencia le pareció bastante sorprendente. Se roció con perfume, se cepilló el pelo y movió la cabeza hacia delante, para darle un aspecto un poco desarreglado. A continuación, volvió a ponerse la chaqueta y se la abrochó. Por suerte, los zapatos que llevaba eran de un tono plateado que combinaba a la perfección.


Se echó un último vistazo ante el espejo y quedó satisfecha con lo que vio. Pero, de pronto, le surgió una duda.


¿Parecería una dama de hielo?, se preguntó, frunciendo el ceño.


Si él supiera…


Pedro Alfonso estaba en el vestíbulo hablando con Monica cuando Paula llegó. Él le estaba dando la espalda, pero se volvió al ver la mirada de estupefacción de Monica.


Durante un instante, Pedro no la reconoció. Tuvo que mirar dos veces para darse cuenta de que era Paula. Entonces, soltó un suave silbido, algo que a ella le hubiera resultado muy satisfactorio si no hubiera sido por un detalle. Su jefe la recorrió con la mirada, deteniéndose en sus piernas y, luego, volvió a posarla en sus ojos, de esa manera en que los hombres le hacían saber a una mujer que la estaban considerando como pareja de cama.


Para su desgracia, aquella mirada provocó en Paula las mismas sensaciones involuntarias que la habían poseído cuando se había tropezado en la calle: respiración acelerada, palpitaciones y la desagradable conciencia de lo alto y guapo que era su jefe. Sólo gracias al resentimiento que todavía tenía hacia él consiguió no sonrojarse. Incluso levantó la barbilla con gesto desafiante.


–Entiendo –comentó él y se metió las manos en los bolsillos,
fingiendo seriedad–. Lo siento si la he ofendido, señorita Chaves. No sabía que podía tener ese aspecto… tan impresionante. Ni sabía que era capaz de sacarse de la manga un atuendo de alta costura –señaló, observando su chaqueta un momento, antes de mirarla a los ojos–. De acuerdo. Vámonos.


Llegaron a la fiesta en un momento. En parte, porque el Aston Martin de Pedro Alfonso era un coche rápido y manejable. Y, en parte, porque él era un excelente conductor y conocía bien las calles traseras de Sídney, para evitar el tráfico de la ciudad en hora punta.


Paula intentó disimular sus nervios, hasta que llegaron.


–Creo que equivocó su vocación, señor Alfonso. Debió ser usted piloto de Fórmula Uno –comentó ella cuando él aparcó.


–Lo fui. En mi juventud –replicó él–. Hasta que comencé a
aburrirme.


–Bueno, yo no diría que el trayecto ha sido aburrido –comentó ella–. Pero no se puede aparcar aquí, ¿o sí?


Pedro había parado delante del garaje de una casa, la que había al lado de una enorme mansión que estaba encendida como una tarta de cumpleaños y, sin duda, debía de ser el lugar de la fiesta.


–Eso no es problema.


–¿Y si el dueño quiere entrar o salir? –preguntó ella.


–El dueño está fuera.


Paula se encogió de hombros y miró a su alrededor.


Estaban en Bellevue Hill, uno de los barrios más lujosos de
Sídney. Seguro que la fiesta reunía a personajes de la clase más alta de la ciudad. A ella no le apetecía asistir a un evento así ni lo más mínimo.


–De acuerdo –dijo Paula y agarró el manillar–. ¿Terminamos de una vez con esto?


–Un momento –pidió él con tono seco–. Me he dado cuenta de que la he ofendido. Y me he disculpado. Y usted, con su increíble metamorfosis, ha ganado la última baza. Por lo tanto, me pregunto si hay alguna razón para que siga mostrándose tan rígida y descontenta. Se comporta como si fuera una institutriz.


Paula se sonrojó y se quedó sin palabras.


–¿Qué es lo que desaprueba exactamente? –quiso saber él.


–Si de veras quiere saberlo…


–Sí quiero –le interrumpió él.


Paula abrió la boca y se mordió el labio.


–No es nada. No soy quién para darle mi aprobación o no –
contestó ella. Se colocó el pelo, enderezó los hombros y se giró hacia él–. ¿De acuerdo?


Pedro Alfonso se quedó mirándola con gesto inexpresivo durante un largo instante. Entonces, sucedió algo muy curioso. En los reducidos confines del coche, no fue desaprobación lo que latió entre ellos, sino atracción.


Paula volvió fijarse en lo anchos que eran sus hombros bajo la chaqueta negra que llevaba con una camisa verde claro y una corbata más oscura. Se fijó en su sonrisa y en sus ojos inteligentes, azules e inmensos.


Y se dio cuenta del modo en que él la estaba mirando… Un
temblor la recorrió y se le puso la piel de gallina, pues estaban tan cerca que le resultó imposible no imaginarse los brazos de él rodeándola, sus manos en el pelo, su boca besándola.


Ella se giró de forma abrupta.


Él no dijo nada, sólo se limitó a abrir la puerta y salir. Paula lo imitó.


Aunque Paula había sido consciente de que iba a asistir a una fiesta de la clase alta, lo que vio cuando entró por la puerta de aquel hogar de Bellevue Hill la dejó sin aliento. Un ancho pasillo de piedra conducía a la primera de tres terrazas y a unas maravillosas vistas de la bahía de Sídney bajo los últimos rayos de sol. Antorchas encendidas iluminaban las terrazas, había jarrones de cerámica con exóticas flores y, en el nivel inferior, una piscina de color aguamarina parecía derramarse en una cascada hacia el final de la tercera terraza.


Había ya muchos invitados allí. Las mujeres formaban un ramo de colores, igual que las flores. En una esquina de la terraza de en medio, había una banda tocando música africana con un ritmo sensual, acompañado por el suave e hipnótico sonar de los tambores.


Un camarero con guantes blancos apareció a su lado de
inmediato para ofrecerles champán.


Paula estuvo a punto de declinar el ofrecimiento, pero Pedro le puso una copa en la mano sin más. En ese momento, la anfitriona se acercó a ellos.


Era una mujer alta e impresionante, con una túnica rosa y una buena cantidad de joyas de oro y diamantes. Tenía el pelo gris pintado con mechas rosas.


–Mi querido Pedro –saludó la anfitriona–. ¡Creí que no ibas a venir! –exclamó y arqueó las cejas al mirar a Paula–. ¿Pero quién es ésta?


–Se llama Paula Chaves, Narelle. Paula, ésta es Narelle Hastings.


–¿Cómo está? –murmuró Paula, tendiéndole la mano.


–Muy bien, querida, muy bien –replicó Narelle, analizando a Paula de arriba abajo con rapidez y experiencia–. ¿Así que has suplantado a Portia?


–Nada de eso –respondió Pedro Alfonso–. Portia ya no quiere salir conmigo y, como Paula está sustituyendo a Rogelio en la oficina, la he presionado para que me acompañara. Eso es todo.


–Querido, llámalo como quieras, pero no esperes que me crea que eres un angelito –le dijo Narelle con tono cariñoso. Luego, se giró hacia Paula–. Eres demasiado bonita para ser sólo una secretaria, querida. Pedro tampoco está mal. Son las cosas que hacen que el mundo siga dando vueltas –señaló y volvió a mirar a Pedro–: ¿Cómo está Armando?


–Echo un manojo de nervios. Wenonah está a punto de tener los cachorros en cualquier momento.


–Dale recuerdos –repuso Narelle, riendo–. ¡Oh! Disculparme. Han llegado más invitados –añadió, dirigiéndose a Paula–. Y no te olvides, la vida no es sólo trabajo, ¡así que disfruta de Pedro mientras puedas!


Dicho aquello, Narelle se esfumó y Paula se quedó mirándola,
estupefacta.


–No diga nada al respecto –le advirtió Paula a Pedro.


–No pensaba hacerlo. Reconozco que Narelle puede ser un
poco… excéntrica.


–De todas maneras, no ha sido buena idea venir.


Pedro la observó un momento y se encogió de hombros.


–A mí no me ha parecido de importancia.


Paula lo miró, dispuesta a seguir protestando, cuando, de pronto, volvió a caer en la cuenta de lo peligrosamente atractivo que era. Alto y moreno, con ese físico tan armonioso. Era lógico que todas las mujeres a su alrededor estuvieran pendientes de él. Y era comprensible que se sintiera acosado…


–No es su reputación lo que está en juego –le espetó ella al fin–. Seguramente, ya está…


–¿Por los suelos? –adivinó él.


Paula hizo una mueca y apartó la vista. Pensó que debía tener cuidado, pues no quería tener ninguna mancha en su historial ni que la carta de recomendación para su siguiente trabajo rezara que había insultado a su jefe diciéndole que tenía mala reputación.


–Este lugar es muy hermoso –comentó ella, cambiando de tema, y le dio un trago a su champán–. ¿Es una fiesta benéfica o por algún motivo en especial?


Pedro arqueó las cejas, sorprendido por el giro de la conversación, y sonrió.


–Creo que no. Narelle no necesita excusas para celebrar una fiesta. Es la reina de la alta sociedad.


–Qué… interesante.


–¿No le parece bien que alguien haga una fiesta que no sea
benéfica?


–¿He dicho yo eso?


–No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que lo estaba pensando. Por cierto, Narelle es mi tía abuela.


Paula le dio otro trago a su copa.


–Gracias –dijo ella.


Pedro le lanzó una mirada interrogativa.


–Gracias por habérmelo dicho –explicó ella–. A veces, me
cuesta… no decir lo que pienso. Pero nunca diría nada malo de la tía abuela de nadie.


En esa ocasión, Pedro no sólo sonrió, sino que comenzó a reírse.


–¿Qué es tan gracioso?


–No estoy seguro –contestó él, sonriendo–. No sé si es que me confirma lo que sospechaba, que es usted una mujer correcta hasta la médula. O si es porque considera a las tías abuelas como una especie de seres sagrados.


Paula hizo una mueca.


–Supongo que ha sonado un poco raro, pero ya sabe a lo que me refería. Por lo general, no me gusta meterme en temas personales.


Pedro esbozó una expresión escéptica, pero no explicó por qué.


–Narelle puede cuidarse sola mejor que nadie. Lo que me llama la atención es que usted haya elegido una profesión que requiere gran diplomacia, si es que tiene tanta dificultad para no decir lo que piensa.


–Sí, bueno, también es un misterio para mí –admitió ella–. La verdad es que estoy aprendiendo a guardarme mis opiniones para mis adentros.


–Conmigo, no, ¿eh?


Paula bajó la vista y bebió un poco más de champán.


–Con toda honestidad, señor Alfonso, nunca antes me habían dado el recado de decirle a mi jefe que… preferirían salir con una serpiente de dos cabezas.


Pedro Alfonso soltó un silbido.


–¡Debía de estar muy enfadada por algo!


–Sí… por usted. Además de eso, me ha molestado un poco lo que ha dicho sobre que ir a la fiesta le dejaría expuesto a que lo acosaran…


–Es por el dinero –le interrumpió él.


–Ya. Como su tía, no pienso creerme que es usted ningún
angelito –comentó ella con ironía. De pronto, se encogió ante el inesperado flash de una cámara–. Si le suma a eso la posibilidad de que nos tomen por pareja y lo peligrosa que es su conducción por las callejuelas de Sídney, ¿le sorprende todavía que me cueste no decir lo que pienso?


–La verdad es que no –admitió él–. ¿Le gustaría abandonar el trabajo?


–Ah –dijo Paula y bajó la vista a su copa, dándose cuenta de que casi se lo había bebido todo–. En realidad, no. Necesito el dinero. Así que, si pudiéramos limitarnos al horario del trabajo y a las tareas habituales de una secretaria, se lo agradecería.


Pedro lo pensó un momento.


–¿Cuántos años tiene? ¿Y cómo consiguió el trabajo?


–Tengo veinticuatro y soy diplomada en secretaría de dirección. Era la mejor de mi clase, aunque le cueste creerlo.


–No me cuesta. Me di cuenta de que era muy inteligente por la forma en que tomó las riendas de la situación desde los primeros días.


–Bueno, gracias –repuso ella y le dio otro trago a su champán.


–Y Monica dice que es usted una especie de genio de las nuevas tecnologías.


–No tanto. Pero me gustan los ordenadores.


–Eso me hace preguntarme por qué hace trabajos temporales en vez de dedicarse en serio a su carrera –comentó él con aire meditativo






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