martes, 15 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 1





SEÑORITA Chaves, ¿dónde diablos está mi acompañante? –preguntó Pedro Alfonso.


–No tengo ni idea, señor Alfonso –repuso Paula Chaves, arqueando las cejas–. ¿Cómo voy a saberlo?


–Porque es su trabajo. Es usted mi secretaria, ¿no es así?


Paula se quedó mirando a Pedro Alfonso, sintiéndose un poco soliviantada. Ella no lo conocía bien. Sólo llevaba en ese puesto una semana y media, pues una agencia la había llamado para sustituir al secretario habitual, que tenía una baja por enfermedad. Pero ese poco tiempo había bastado para darse cuenta de que podía ser un jefe difícil, exigente y arrogante.


¿Cómo iba a saber ella lo que había pasado con la mujer que, en apariencia, acababa de darle plantón?


Paula miró a su alrededor sin saber qué responder. Estaban en la entrada del despacho, en el territorio de otra secretaria, Monica Swanson. Y Monica, colocada a espaldas del señor Alfonso, le señaló al teléfono, haciéndole señas.


–Eh… Llamaré para comprobarlo –le dijo Paula a su jefe.


Pedro se encogió de hombros y se metió en su despacho.


–¿Cómo se llama? –le susurró Paula a Monica, tomando el teléfono.


–Portia Pengelly.


–¿No será la modelo y estrella de televisión?


Monica asintió al mismo tiempo que respondían al otro lado de la línea.


–Esto… ¿señorita Pengelly? –dijo Paula y, cuando recibió la
confirmación, continuó– : Señorita Pengelly, llamo de parte del señor Alfonso, Pedro Alfonso


Dos minutos después, Paula le devolvió el teléfono a Monica, sin saber si echarse a reír o a llorar.


–¿Qué? –preguntó Monica.


–¡Dice que prefiere salir con una serpiente de dos cabezas!
¿Cómo voy a decirle eso?


El despacho de Pedro Alfonso era bastante austero. Tenía una alfombra verde, persianas color marfil en las ventanas, una gran mesa de roble con una silla de cuero verde y dos sillas delante. A Paula le parecía una habitación cómoda y tranquila. Los cuadros de las paredes representaban dos de los negocios que le habían hecho multimillonario: los caballos y una flota pesquera.


Había fotos enmarcadas de caballos, yeguas y potrillos. 


Había paisajes marinos con barcos sacando redes llenas, con bandadas de gaviotas sobrevolándolas.


Paula había contemplado esas imágenes en ausencia de su jefe y había descubierto un curioso hilo conductor: Shakespeare.


Los tres caballos retratados se llamaban Hamlet, Próspero y
Otelo. Las barcazas tenían los nombre de Miranda, Julieta, Como gustéis y Cordelia.


Lo cierto era que le producía curiosidad saber de dónde provenía ese interés por Shakespeare. Aunque Pedro Alfonso no era la clase de hombre con quien una podía embarcarse en una conversación trivial.


La agencia de empleo que la había contratado le había advertido de que era un hombre de negocios del más alto nivel y que no sería fácil de manejar.


Pero Paula había tratado con hombres de negocios importantes y, de hecho, creía tener un don para ello. Sin embargo, nunca había tenido que decirles que su novia prefería salir con una serpiente…


Y había algo más que hacía a Pedro Alfonso diferente.


Era joven, tenía poco más de treinta años, estaba en buena forma y, como decía su contable femenina… era sexy hasta reventar.


Además, tenía un aire indefinible que Paula no había logrado
descifrar. Era alto, fuerte y de anchas espaldas. Su pelo era moreno, denso, con ojos enormes y azules, en un rostro no perfecto, era cierto, pero esos ojos por sí mismos bastaban para hacer que cualquiera se derritiera.


Aunque no se enorgullecía de ello, Paula tenía que admitir que ella tampoco era inmune a los encantos masculinos de su jefe. Entonces, sin poder evitarlo, le asaltó el recuerdo de un incidente no muy lejano con él…


Había sido un día caluroso en Sídney mientras caminaban juntos por la calle, hacia una reunión. Habían ido a pie porque su destino había estado sólo a dos manzanas de la oficina. La calle había estado llena de tráfico y la calzada, de peatones. Entonces, a ella se le había trabado el tacón en un adoquín mal puesto. Se había tambaleado y se habría caído si él no la hubiera sujetado, agarrándola de los hombros.


–G-gracias –había balbuceado ella.


–¿Está bien? –había preguntado él, mirándola con una ceja
levantada.


–Sí –había mentido ella. Porque no había estado bien. Se había sentido demasiado afectada por el contacto de sus manos, por su cercanía, por lo alto que era, por lo ancho de sus hombros, por lo espeso de su pelo.


Y, sobre todo, se había quedo perpleja por la excitante sensación que le había invadido al estar tan cerca de Pedro Alfonso.


En ese momento, por suerte, Paula había tenido la suficiente claridad mental para bajar la mirada e impedir que él pudiera leerlo en sus ojos.


Su jefe la había soltado y habían seguido caminando.


Desde ese día, Paula había tenido mucho cuidado en presencia de Pedro para no tropezarse ni hacer nada que pudiera despertar esas sensaciones de nuevo. Si Pedro Alfonso había notado algo, no había dado muestras de ello… lo que era de agradecer. Aunque, si era sincera, tenía que reconocer que, en cierta forma, le gustaría ser algo más que un robot para él…


Al principio, ese pensamiento la había sorprendido.


Se había intentando convencer de que le parecería odioso que la tratara de forma distinta a lo que se espera de una relación jefe empleada. Y había decidido censurar su deseo como una locura transitoria, aunque no conseguía quitárselo de la cabeza del todo.


Sobre todo, porque Pedro Alfonso, un jefe exigente y arrogante donde los hubiera, tenía una sonrisa capaz de hacer perder los papeles a cualquiera.


Sin embargo, en ese momento, Pedro no estaba sonriendo.


Levantó la vista del informe que estaba leyendo y arqueó una ceja.


–La señorita Pengelly… –comenzó a decir Paula y tragó saliva. Podía decirle que la señorita Pengelly lamentaba… Sería una mentira demasiado grande. Tal vez, que la señorita Pengelly se disculpaba… ¡Portia no había hecho nada de eso!–. La señorita Pengelly… no va a venir.


–¿Así, sin más? –replicó él y maldijo para sus adentros.


–Bueno… más o menos –contestó Paula y notó cómo se ruborizaba.


Pedro la miró con atención, esbozó una de sus seductoras sonrisas por una milésima de segundo y volvió a ponerse serio.


–Entiendo –respondió él con tono grave–. Lo siento si le ha resultado una situación embarazosa. Ahora… tendrá usted que venir en su lugar.


–¡Claro que no! –exclamó Paula, sin pensarlo.


–¿Por qué no? Es sólo un cóctel.


–Por eso. ¿No puede usted ir solo?


–No me gusta ir solo a las fiestas. Tiendo a ser acosado. A Portia – explicó él, suspirando con exasperación al pronunciar su nombre–, se le daba muy bien defenderme de ataques de otras mujeres. Con sólo una mirada, las hacía desistir.


–¿Era eso todo lo que era…? –comenzó a preguntar ella,
parpadeando–. Mire, señor Alfonso, si su secretario habitual, al que yo estoy reemplazando, estuviera aquí, no podría llevarlo con usted para que le protegiera de… los ataques.


–Es verdad –admitió él–. Pero Rogelio habría podido encontrarme a alguien.


Paula apretó los labios, pensando que se refería a una compañía de alquiler.


–Bueno, yo tampoco puedo hacer eso –aseguró ella y se le ocurrió otra buena razón para no acceder–. Además, no tengo los… encantos ni… la habilidad defensiva de Portia Pengelly.


Pedro Alfonso se puso en pie y salió de detrás del escritorio.


–Oh, yo de eso no entiendo –señaló él y se sentó en la mesa. La contempló un momento, fijándose en sus gafas de pasta y su pelo liso negro–. No se anda usted con rodeos, ¿verdad? –murmuró.


–¿Y eso que tiene que ver? –replicó ella con tono cortante y se miró al vestido color crema que llevaba, elegante pero muy sencillo–. Además, no estoy vestida para la ocasión.


–Pues lo estará. De hecho, sus grandes ojos azules, ese pelo liso y el atuendo austero le dan un aire de mujer de hielo. Será tan efectivo como las tácticas defensivas de Portia.


Paula se encendió de furia y respiró hondo para calmarse. Pero, casi de inmediato, su deseo de darle una bofetada y salir de allí cedió al pensar que le iban a pagar muy bien por trabajar para él. Y, también, porque sabía que, si se iba y, sobre todo, si lo abofeteaba, aquello supondría una mancha negra en su historial profesional…


Pedro Alfonso la observó, esperando.


–Iré. Pero sólo como empleada. Y necesito unos minutos para refrescarme.


Lo que Paula vio en sus ojos entonces, un brillo malicioso y divertido, le hizo estar de peor humor todavía.


–Muchas gracias, señorita Chaves. Aprecio su ayuda. Nos veremos en el vestíbulo dentro de quince minutos –se limitó a decir él, poniéndose en pie.








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