viernes, 14 de julio de 2017

¿CUAL ES MI HIJA?: CAPITULO 13





El jueves por la tarde, Pedro estaba colocando botellas de vino en las cajas detrás de la barra en la que se realizaban las catas cuando la gruesa puerta de madera se abrió y entró una pareja de veintipocos años. Los jóvenes estudiaron la rústica construcción, observando los muros de piedra y las puertas de cristal que daban a la bodega.


—¿Hacen aquí catas de vino? —preguntó el hombre acercándose Pedro.


—Claro —contestó Pedro indicándole con una mano los taburetes de madera que había frente a la barra—. Me llamo Pedro.


—Nosotros somos Sherry y Tom —dijo la joven tomando asiento— En realidad no hemos venido sólo a probar el vino.


—¿Os gustaría dar una vuelta por la bodega y por los viñedos? — preguntó Pedro tuteándoles.


—Sí, nos gustaría —aseguró Tom—. Pero por una razón muy concreta. Queremos casarnos en junio. Una amiga nos habló de Willow Creek y se nos ocurrió plantearnos si no celebraríais bodas aquí.


—No, creo que nunca hemos organizado ninguna —contestó
Pedro—. Sería un lío tremendo porque no nos dedicamos a eso.


—Pagaremos bien —se apresuró a explicar Tom—. Seguramente contrataríamos a una persona que se encargara de la organización. Estaríamos hablando de solo cincuenta invitados, aproximadamente.


Una persona que se encargara de la organización. Una
coordinadora de eventos. De bodas. ¿No era eso a lo que Paula se dedicaba?


Paula. No habían arreglado las cosas desde que se habían
besado. Desde que ella se apartó. Excepto para tratar con las niñas, ambos habían estado evitándose durante los últimos días. Pedro no se arrepentía de haberla besado. La tentación había sido demasiado fuerte.


El hecho de que Paula estuviera tan a la defensiva provocaba en él deseos de derribar sus barreras. Lo único que había pretendido era liberar algo de la tensión que se apoderaba de él cuando la tenía cerca.


Lo único que había pretendido era averiguar si un segundo beso le sabría tan bien como el primero.


Y lo que averiguó fue que el segundo beso los llevaría
directamente a la cama.


Tal vez fuera más seguro librar una batalla en la sala del juzgado.


Porque aunque la hubiera besado no quería seguir adelante. 


No quería dejar atrás su matrimonio.


Una boda en Willow Creek.


Un sinfín de posibilidades cruzaron por su cabeza. Pedro
descolgó el teléfono que había al final de la barra y marcó el número de la casa.


La propia Paula contestó.


—¿Puedes venir a la sala de catas? Me gustaría consultarte algo.


—¿Relacionado con las niñas? —preguntó ella tras una larga pausa.


—No. Relacionado con la bodega.


—Veré a ver si tu madre puede echarles un vistazo a las niñas — dijo finalmente Paula tras otra pausa—. Enseguida voy.


Cuando Paula entró en sala diez minutos más tarde, la atmósfera del lugar se transformó por completo. Llevaba puesta una chaqueta azul turquesa que se había comprado para hacerse visible cuando caminaba entre las viñas o cuando montaba la yegua de su madre. El cabello, suelto y sedoso, tenía aspecto de recién lavado. Todo el cuerpo de Pedro se puso tenso al recordar los besos que se habían dado y la pasión que habían compartido. Se la imaginó tumbada sobre su cama.


Ella lo miró un instante a los ojos antes de fijarse en sus
pantalones vaqueros y su camisa de franela a cuadros verdes y negros.


Luego apartó la vista y observó a la pareja que estaba en la barra.


Pedro hizo las presentaciones.


—Paula se dedica a organizar bodas —les dijo a Tom y a Sherry— Ella puede deciros lo que opina de celebrar una en Willow Creek.


—No sé lo que tenéis en mente —respondió ella mirando con severidad a Pedro.


Estaba claro que no le gustaba que la pusieran en el estrado sin su consentimiento. Pero Pedro valoraba su opinión y tenía una buena razón para hacerle aquella pregunta.


—Una boda al aire libre en el mes de junio —aseguró Sherry
como si ya fuera un hecho—. Algo sencillo. Unos cincuenta invitados. Nuestra amiga dice que estos campos se ponen preciosos en primavera y en verano. Podríamos hacernos las fotos con el arroyo de fondo.


—¿De verdad quieres saber mi opinión? —dijo Paula mirando a Pedro.


—Por supuesto. Si no, no te la habría pedido.


—La zona del arroyo es demasiado inestable para celebrar allí la boda —comenzó a decir midiendo cuidadosamente las palabras—. Pero podríais haceros las fotos al lado de los sauces. Creo que la parte que hay detrás de la bodega sería mucho mejor. He visto que allí hay dos naranjos que seguramente en junio estén en flor. Los arces proporcionarían sombra —prosiguió Paula—. Sería sencillo instalar allí una carpa y colocar debajo las sillas para los invitados.


—¿Podríamos verlo? —pidió Sherry con premura.


—Ahora mismo está todo gris y lleno de barro —señaló Pedro.


—Ya, pero me gustaría hacer unas fotografías. Por favor —suplicó la futura novia.


—Podemos echar un vistazo —respondió él sonriendo.


—¿Podrías darnos una idea de cuánto nos costaría? —preguntó Tom girándose hacia Paula.


—No estoy familiarizada con los precios de Pensilvania —
reconoció Paula—. Pero puedo hacer algunas llamadas...


—¡Estupendo! No os podéis imaginar la ilusión que nos haría
celebrar nuestra boda aquí —aseguró Tom.


Una vez en la zona a Paula se le ocurrieron miles de ideas y
Sherry se apresuró a tomar buena nota de ellas. Tras echar un vistazo, Paula señaló dónde colocaría ella la carpa y las sillas, y también el sitio del oficiante.


Pedro sabía que no podría darles una contestación a la pareja hasta que hablara con Paula y con su madre.


Cuando la pareja se hubo marchado tras intercambiar con ellos los números de teléfono, Paula no pudo contenerse más.


—¿Por qué estás haciendo esto, Pedro? ¿Por qué me has pedido mi opinión?


—Porque tú te dedicas a esto.


—Pero no aquí.


—¿Y por qué no?


—Eso era lo que pensaba. Tú ves esto como una manera de...


—Paula, no tengo intenciones malévolas. Yo no provoqué que esta pareja pasara hoy por aquí. Pero así ha sido. Tú eres una experta en lo que ellos necesitan y di por hecho que te quedarías unas semanas hasta que Mariana se recuperara.


—O hasta que conozcamos los resultados de la prueba de ADN.


—Tengo una pregunta que hacerte: Si eres la madre de Mariana, ¿qué piensas hacer?


—No lo sé —reconoció Paula tras guardar unos segundos de silencio.


—Comprométete a quedarte durante las próximas seis semanas más o menos. Organiza la boda de la pareja.


—Tendré que regresar a Florida en algún momento —respondió ella mirándolo a los ojos—. Tengo obligaciones allí.


—Ya lo sé. Pero aunque me haya equivocado al cien por cien con la prueba del ADN, quédate y organiza esa boda. Cuando regreses a Florida, siempre podrás tomar un vuelo y estar presente en junio el día que se celebre. No se trata de nada extravagante. Es solamente una boda.


—Incluso las bodas más sencillas necesitan mucha organización.


—¿Te imaginas dejar a Mariana en este momento?


Paula pareció dolida por aquella pregunta, y Pedro supo que
había dado en el blanco.


—No, no me lo imagino.


En lugar de seguir presionando, él guardó silencio. Paula se
quedó mirando el teléfono y en aquel instante tomó una decisión.


—Necesito hablar con mi socia.


—Habla con ella. Y luego cuéntame lo que hayas decidido. Yo voy a subir a relevar a mi madre.


Pedro sabía que si decía algo más, Paula sería capaz de echar abajo la idea entera para desafiarlo. Así que sin decir ni una palabra salió de la cocina y la dejó allí sola con la esperanza de que ella tomara la mejor decisión para todos.


Después de acostar a las niñas, Pedro se dirigió a la bodega. No tenía sueño. Tenía trabajo que hacer en el despacho que estaba al final de la sala de catas, y en aquel momento del día nadie lo interrumpiría.


Paula había estado distraída durante la cena, por lo que Pedro supuso que estaría pensando en la organización de la boda y lo que ello suponía. Al parecer, no había podido contactar con su socia, pero dijo que seguía intentándolo. 


Como Pedro suponía, su madre se había mostrado encantada de celebrar una boda en Willow Creek y sobre todo de tener la posibilidad de estar con Abril durante otras seis semanas.


Cuando Pedro abrió la puerta de la zona de almacenaje de la bodega vio una luz encendida. Tal vez se hubiera olvidado antes de apagarla. Para su sorpresa, cuando entró en el despacho vio a Stan sentado frente a la mesa del ordenador sacando una carpeta de uno de los cajones.


—No sabía que estuvieras aquí a estar horas —señaló Pedro—. No he visto tu camioneta.


—La he aparcado detrás —respondió su tío con tono
malhumorado.


Desde que Pedro había llegado, Stan se había mostrado frío y distante con él. Si se debía a los años que Pedro había estado fuera sin mantener el contacto, le hubiera gustado que su tío se lo dijera claramente.


—Stan, hace unos días mandamos un pedido a una dirección que no existía —le dijo Pedro sin inquina—. Y cuando miré en el ordenador tampoco aparecía. ¿De dónde la sacaste?


—Me estoy haciendo viejo, muchacho. Mi memoria ya no es la de antes. Tal vez me vino a la cabeza y ya está.


Pedro se sintió algo molesto por el modo en que su tío le
contestó, porque no había observado ningún indicio de que el hombre tuviera problemas de memoria.


—Los errores en los pedidos nos pueden hacer perder clientes.


—Llevo en este negocio mucho más tiempo que tú —le espetó su tío.


—Entonces comprenderás por qué estoy preocupado.


—Tienes asuntos más importantes de los que ocuparte que de un cargamento de vino.


—¿Te refieres a Mariana? —preguntó Pedro con tono tenso.


—Sí. Y a Abril. Y a esa mujer que está viviendo aquí. Eleanora quiere que se marche.


Se hizo el silencio entre ambos hombres hasta que Pedro se
decidió a hablar.


—¿Te lo ha dicho ella?


—No con esas palabras, pero lo sé. Dos mujeres en la misma casa no pueden traer más que problemas.


A través de las paredes de piedra del edificio Pedro escuchó una voz suave que lo llamaba.


—Estoy aquí —exclamó.


Él sólo había cerrado la puerta de fuera. De pronto se preguntó por qué Stan habría tomado la precaución innecesaria de cerrar tras de sí.


Stan salió del despacho con la carpeta que había ido a buscar bajo el brazo y salió antes de que Paula entrara. Tras saludarla con una inclinación de cabeza se marchó de la bodega sin despedirse siquiera de Pedro.


—Espero no haber interrumpido nada —dijo ella dando un paso al frente—. Sólo he venido a decirte que por fin he contactado con Carla.Dice que puede defender ella sola el fuerte de Florida con una excepción: Tengo que regresar a Daytona antes de Semana Santa. Llevo casi un año preparando la fiesta del vigésimo primer cumpleaños de la hija del senador Grayson. Me he encargado yo personalmente de todos los detalles.


—Eso no tiene por qué ser un problema. Podrías dejar a Abril aquí. Se siente a gusto con nosotros.


—Tengo que pensarlo, Pedro. Seguro que la niña echa también de menos su casa.


—Mariana tiene cita con el médico la semana que viene —dijo él para intentar desviar la conversación y no empezar a discutir—.¿Quieres venir tú también?


—Claro que quiero.


—No olvides que yo tengo la misma preocupación por Abril — aseguró Pedro mirándola fijamente.


—¿Cómo voy a olvidarlo? —preguntó Paula.


Aunque estaba a dos metros de distancia, Pedro sintió el deseo inexorable que lo empujaba hacia ella.


Tratando de conjurar las imágenes de su matrimonio y del rostro sonriente de Fran, Pedro se giró hacia la mesa.


—Me quedaré aquí unas horas. Tengo mucho trabajo. Pero luego pasaré a darles a las niñas un beso de buenas noches.


Al verla marcharse balanceando suavemente las caderas, Pedro se repitió una vez más para sus adentros que su amor por Fran perduraría para siempre. No podía simplemente olvidarla y seguir adelante.


Ni siquiera sabía si conseguiría alguna vez seguir adelante.







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