domingo, 9 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 25





Al volver a casa, Pedro encontró a Paula sentada en el salón, vestida con su ropa de antes. Kiko descansaba a sus pies. Las dos levantaron la cabeza y lo miraron con parecida intensidad. Junto a la perra estaba la mochila de Paula, lo que quería decir que se iban. Al menos había tenido el detalle de esperar hasta que volviera a casa. Pero no iba a marcharse sin la pulsera.


Se puso en pie, respiró hondo y agarró la mochila.


—¿La tienes?


Pedro se sacó la caja del bolsillo de la chaqueta y se la dio. 


Ella la agarró sin decir una palabra y se dio media vuelta.


—¿Eso es todo? —dijo él, aunque no sabía muy bien qué esperaba.


—Gracias —respondió sin darse media vuelta para mirarlo—. Kiko y yo nos vamos.


Era mejor así, se dijo Pedro.


Un segundo después, Paula soltó la mochila y fue corriendo hasta él.


—¿Qué demonios has hecho con mi pulsera? Esta… esta cosa no es mi pulsera.


—Sí que lo es.


La sacó de la caja y la agitó.


—Mírala, Pedro. La han estropeado.


¿Cómo era posible que le hiciera ponerse a la defensiva con tanta facilidad?


—Laura me pidió que le cambiara las piedras. Pero no te preocupes, ahora tiene más valor.


Paula lo miró como si tuviera dos cabezas.


—¿A mí qué me importa el valor que tenga?


—Pensé que…


En los ojos de Paula apareció una frialdad que Pedro jamás había visto en ellos. Pero había algo más, algo que le hizo sentir vergüenza. La había decepcionado, como si hubiera acabado con todas sus esperanzas y sus sueños.


—Ya sé lo que pensabas —lo miró fijamente—. Has dado por hecho que soy como Laura, que lo único que me importa es el valor económico de las cosas.


De pronto se dio cuenta. No era Laura. ¿Cómo podía haber pensado algo así? Era como comparar un ángel con un demonio. Laura no había hecho más que pedir y exigir, mientras que Paula le había regalado su posesión más preciada, a sí misma. Y él había respondido acusándola del peor crimen imaginable… ser como su media hermana. Ella le había dado su corazón y Pedro lo había tirado como si no valiera nada.


—Esta pulsera es la única esperanza que tengo de encontrar a mi padre. ¿Cómo voy a poder utilizarla para encontrarlo si ya no se parece a nada a la pulsera que él recordará?


«Reconócelo, Alfonso, has metido la pata».


Pero aún tenía una opción. Un camino lo llevaba a lo que había sido unas semanas antes. El otro… Para seguir ese camino tendría que arriesgar todo lo que siempre había considerado más importante. Su independencia y la necesidad de controlar su mundo. Las barreras con las que llevaba toda la vida protegiéndose.


Pero la recompensa…


Miró a Paula y por fin la vio de verdad. No fue necesario nada más. Se frotó la palma de la mano y se rindió a lo inevitable. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo con tal de recuperarla. Y así fue cómo surgió el plan. Tardaría días, incluso semanas en dar su fruto. Haría falta mucha delicadeza, pero quizá funcionase.


Ahí iba el primer paso.


—Puedo volver a dejarla como estaba —le ofreció.


Tenía los ojos llenos de lágrimas.


—Olvídalo. No quiero nada de ti.


Se dio media vuelta para marcharse y llamó a Kiko, pero en lugar de seguirla, la perra agarró la mochila con los dientes y salió corriendo escaleras arriba, hacia el segundo piso.


—¡Kiko! —la llamaron los dos a la vez.


Fueron tras ella y la encontraron tumbada en el centro de la cama de Pedro. Al verlo entrar, les ladró.


—Parece que no quiere marcharse —dijo Pedro.


—Enseguida se le pasa —Paula se acercó a la cama y agarró su mochila—. Vamos, Kiko.


La perra no parecía dispuesta a moverse.


—Deja que se quede —le sugirió, pensando que podría serle de ayuda.


—¿Qué? —Paula lo miró con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué?


—Podéis quedaros las dos hasta que solucionemos el problema de la pulsera.


Ella meneó la cabeza.


Pedro no le extrañó. Habría sido demasiado fácil.


—En tal caso, Gia me ha dicho que puedes quedarte en su casa mientras buscas a tu padre. El problema es que allí no puedes llevar a Kiko, pero puedes dejármelo a mí mientras tanto.


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas.


—¿No te basta con haber destrozado mi pulsera, ahora también quieres quitarme a mi perra?


—No quiero quitártela —le explicó con suavidad—. Solo te sugiero que la dejes aquí mientras zanjamos el negocio.


Ella levantó la barbilla dignamente.


—Pensé que ya estaba zanjado.


—Aún tengo que pagarte por tu tiempo y por los desperfectos de la pulsera.


—Olvídalo.


—Sabía que ibas a decir eso —murmuró—. En tal caso, lo menos que puedo hacer es devolverle el aspecto original a la pulsera. ¿Te parece bien?


Ya no parecía tan segura.


—¿Se puede hacer eso?


—Francesca puede hacer cualquier cosa.


—Francesca —abrió los ojos de par en par al recordar algo—. Me había olvidado del anillo de compromiso.


Se lo quitó enseguida y extendió la mano para dárselo; Pedro se negó a agarrarlo, pero Paula lo dejó en la mesa.


—Si me arreglas la pulsera, estaremos en paz.


De eso nada. La vio mirar a Kiko y la expresión que había en su rostro a punto estuvo de hacerle ponerse de rodillas frente a ella. Excepto su abuela, todo el mundo la había abandonado en la vida. Había sufrido mucho rechazo en una vida tan corta.


Pero ya no volvería a ser así. Pedro iba a encargarse de arreglar las cosas costase lo que costase.





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