martes, 20 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 8





Pedro seguía en el despacho cuando María llamó nuevamente a la puerta, dos horas más tarde. Se había quedado dormido, recostado en la silla, y el golpe lo sobresaltó.


‐¿Sí? ‐contestó de mala gana, los ojos legañosos, mientras se sacudía el sueño del cuerpo a duras penas.


—El conde Chaves está aquí —anunció María, que entró en el despacho y retiró la bandeja vacía—. Está esperándolo en el salón.


Pedro se pasó la mano por la cara. Así que el gran hermano ya había llegado. Estaba claro que Dario Galvan no perdía el tiempo.


Tuvo la tentación de decirle a María que lo recibiría en el despacho, pero las fotos enmarcadas de Paula sobre la mesa y las estanterías repletas de los libros de cuentas conferían a la estancia un sabor demasiado íntimo. Sería más sensato reunirse en un terreno neutral. Entró en el salón y encontró a su cuñado de pie en la estancia de altos travesaños pintados, paredes enlucidas en color crema y suelo de terracota importado de Italia. Los cuadros se remontaban al siglo XVIII y las exquisitas antigüedades hablaban de riqueza, clase y prestigio.


Pedro observó cómo Dario estudiaba el salón y se detenía brevemente en un cuadro italiano. Era un paisaje donde unos querubines y unas doncellas brincaban a la sombra de un árbol, junto a un lago.


‐Conoces el valor de estas pinturas, ¿verdad? ‐dijo Dario y señaló el cuadro‐. Éste, en particular.


Pedro habría sonreído si hubiera reunido el coraje necesario. Ahora que se hundía su mundo, ¿Dario estaba interesado en sopesar su fortuna? 


‐Sí ‐contestó. 


‐¿Cuándo lo compraste? ‐insistió con la mirada fija en el lienzo.


‐Antes de casarme con tu hermana ‐dijo, dejando; claro que lo había adquirido con su dinero en vez de hacerlo con la fortuna de su familia política.


Dario levantó la cabeza y ambos, argentinos de origen bien distinto, se miraron con abierta hostilidad.


‐Compré la hacienda al completo ‐Pedro rompió la tensión del silencio‐. El propietario atravesó una mala racha. Compré el terreno, la hacienda y el mobiliario al contado.


‐Nunca has comentado cómo has ganado tu dinero ‐Dario pestañeó y Pedro apreció un atisbo de duda en su mirada.


‐Hice mi fortuna en el juego...


‐¿Jugando?


‐Y después tomé todas mis ganancias y lo invertí aquí ‐concluyó Pedro.


‐¿Has pasado de ser un jugador a convertirte en viticultor? ‐lanzó un gemido desaprobatorio‐. Resulta bastante inverosímil.


‐No te debo ninguna explicación, conde. Pero siempre he sido un jugador. Tendrías que saberlo. No estaría aquí si no me gustase el riesgo.


‐Quieres decir que no habrías seducido a mi hermana...


‐No ‐Pedro notó cómo se encendía su carácter, pero mantuvo la calma con una sonrisa‐. No estaría aquí ahora, esta tarde, si no creyera que sea una buena oportunidad para nosotros.


‐¿Una oportunidad? ‐lo miró con recelo‐. ¿No creerás seriamente que tienes alguna esperanza de volver con ella, verdad?


‐¿Qué puedo decir? ‐se encogió de hombros‐. Soy un optimista. Nunca me rendiré. Apostaré siempre por nosotros.


Pedro lo había dicho para insultarlo, pero tan pronto como esas palabras salieron de sus labios comprendió que creía en ellas. Deseaba una segunda oportunidad. Quizá Dios le hubiera ofrecido una segunda oportunidad para que Paula se enamorase de él.


Dario entrecerró los ojos y su expresión se tornó más lúgubre. Avanzó hacia la ventana y miró al exterior, la mirada clavada en los viñedos que ondulaban en la distancia. Pedro guardó silencio un momento. Observó a Dario y aguardó su siguiente movimiento. Podía permitírselo. 


Era lo único que había hecho en las últimas semanas, los últimos meses, los últimos años. Finalmente se volvió e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.


‐Supongo que debería darte las gracias por haberte presentado —Pedro se mordió la lengua—. El médico comentó que estabas en California.


‐Has tardado muchísimo en avisarme ‐apuntó Pedro.


‐Esperé hasta que Paula reclamó tu presencia ‐la mirada dorada de Dario se opuso a la mirada oscura de Pedro‐. De lo contrario, nunca te habría llamado.


Pedro contuvo su carácter con dificultad. Sabía que una pelea con su cuñado no ayudaría en nada a Paula. Necesitaba concentrarse en los hechos objetivos. Tenía que reunir todas las piezas del puzzle.


‐¿Fue así como salió del coma?


‐Sufría alucinaciones antes de que el doctor Domínguez le indujera el coma. El diagnóstico pudo hacerse gracias a esas alucinaciones. Hasta ese momento todos creíamos que era un simple catarro.


‐¿Viniste a visitarla entonces?


‐El ama de llaves me llamó y vine en avión. Llamé una ambulancia en cuanto llegué. Sabía que se trataba de algo serio. Estaba febril y muy enferma.


‐¿Y cuándo fue eso? ¿Hace un mes?


Pese a sus mejores intenciones, Pedro no pudo contener la amargura. Quería mantenerse frío, en calma. Pero nunca le había perdonado a Dario que lo hubiera mantenido al margen.


‐Sí, más o menos ‐Dario vaciló un instante mientras buscaba las palabras idóneas‐. Ahora está muy recuperada. Quizá no sea como la recuerdas, pero está mucho mejor que hace algunas semanas.


Pedro apreció la honda preocupación del conde. Sabía que Dario quería a Paula y recordó el otoño, cinco años atrás, en que había conocido a Paula y su familia. A sus diecisiete años, en su último año de instituto, era una rebelde y no se sometía a la autoridad de su hermano.


Dario y Paula. Habían pasado por todo, pero seguían siendo familia.


‐Siento curiosidad por saber en qué consiste exactamente esa mejoría ‐preguntó Pedro tras exhalar el aire despacio entre los dientes.


‐Está recobrando el tono muscular ‐explicó el conde, desconcertado‐. Cada vez está más fuerte. Pero todavía sufre lagunas en la memoria. Ya te habrás dado cuenta.


‐Sí, desde luego ‐asintió, incapaz de decidir si debía reírse o echarse a llorar.


Hubo un silencio tras su respuesta y la expresión de Dario se volvió cautelosa.


‐¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha reaccionado cuando has llegado...?


Un grito en el piso de arriba interrumpió a Dario y el sonido rebotó en tos altos muros del salón. Dario se sobresaltó, pero Pedro se mantuvo sereno, impasible. En las pocas horas que llevaba en la casa había escuchado toda clase de ruidos.


‐¿Qué demonios ha sido eso? ‐preguntó Dario, la mirada fija en los travesaños de madera pintados en crema, rojo y verde.


‐Ha sido Paula —dijo Pedro con calma mientras se dirigía a la escalera.






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