viernes, 16 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 14





Llevaban un mes en Auckland después del viaje a Melbourne y, sin embargo, a Paula le parecía como si hubiera pasado una eternidad.


Durante las últimas cuatro semanas, Pedro se había mostrado distante, un hombre diferente al amante insaciable que había sido en Melbourne.


El domingo por la mañana, después de desayunar, habían visitado la Galería Nacional de Victoria antes de volver al hotel para hacer el equipaje e ir al aeropuerto.


Pero habían terminado en la cama de nuevo, las sábanas de algodón egipcio prácticamente ardiendo de pasión. Al final, habían tenido que guardar las cosas en la maleta a toda prisa para no perder el avión.


Durante el viaje de vuelta Pedro se había puesto a estudiar unos documentos y, además, había contratado dos coches, que los esperaban en el aeropuerto, para que volvieran a casa por separado.


Paula volvió a su casa sintiéndose como si hubiera sido descartada, relegada a una esquina hasta que fuera necesaria de nuevo.


En la oficina, Pedro se mostraba estrictamente profesional. 


Ni una sola referencia a intimidades, ni a su declaración de amor, hecha en un momento de pasión durante su última noche en Melbourne.


Casi empezaba a pensar que había imaginado aquella experiencia... hasta que Pedro le preguntó el viernes siguiente si estaba interesada en hacer más «horas extra».


Como Ling le había recordado el día anterior que los intereses de la deuda aumentaban cada día, Paula aceptó su oferta sin negociar y sin darse cuenta de su decepcionada expresión mientras firmaba un cheque.


Pasar juntos los fines de semana se había convertido en una costumbre; salía de la oficina con Pedro el viernes por la tarde y volvía casa el domingo por la noche.


Durante el tiempo que estaba con él como si fueran dos personas completamente diferentes a los que eran en la oficina. No había clientes, ni trabajo, ni llamadas de teléfono, sólo Pedro y las interminables horas que pasaban juntos.


En aquel momento, como todos los domingos por la noche, él la había dejado en la puerta de su casa y, mientras metía la llave en la cerradura, por primera vez esperó que su abuelo no estuviera allí.


No podría soportar su mirada de censura de nuevo, especialmente porque era su comportamiento, su decisión de jugar en el casino, lo que la había puesto en aquella terrible situación. Si hubiera estado dispuesto a tragarse su orgullo y buscar ayuda para su enfermedad, todo se habría solucionado.


Pero la triste verdad era que Hugo Chaves había puesto su orgullo por encima de su casa y de su propia nieta. Y Paula lo quería demasiado como para echárselo en cara.


La noche anterior, mientras nadaba desnuda en la piscina climatizada de la casa de Pedro, en la península Broomfield, al sur de la ciudad, había tomado una decisión. Estar con Pedro se había convertido para ella en algo tan necesario como respirar.


Quería estar con él, pero ya no podía aceptar dinero por hacerlo. Sí, sabía que muchos hombres ricos tenían amantes a las que colmaban de regalos, ropa, coches, joyas, incluso apartamentos y casas. Lo que ella estaba haciendo no era diferente, salvo que en el fondo de su corazón, donde importaba de verdad, sabía que estaba mal.


Aceptar su dinero cada viernes la destrozaba por dentro.


Aquel fin de semana, Pedro se había mostrado diferente, ella había sido diferente, más relajada, y el tiempo que pasaron juntos le había hecho ver que era hora de enfrentarse con Hugo y decide que debía buscar ayuda profesional.





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