lunes, 12 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 5





El sábado por la mañana amaneció con un cielo claro y una ligera brisa típica del mes de abril en esa zona. Eran días así lo que daba a la región el sobrenombre de «el norte sin invierno».


Claro que, después de las lluvias e inundaciones del invierno anterior, imaginaba que a la mayoría de la gente de por allí no le haría mucha gracia el sobrenombre.


Paula intentó disimular un bostezo mientras iba a la cocina.


‐¿No has dormido bien?


Pedro estaba sentado a la mesa, con el ordenador portátil frente a él y una taza de café a su lado. Paula observó e! polo de color crema y el pantalón caqui, que se ajustaba a sus poderosos muslos.


‐He dormido perfectamente, muchas gracias ‐mintió, acercándose a la cafetera para servirse una taza.


Pero después de tomar un sorbo deseó haber tomado algo más fresco, como agua o zumo de naranja. Algo en un vaso helado que pudiera ponerse en la cara, por ejemplo.


‐Los otros llegarán en media hora y luego iremos al embarcadero.


‐Estupendo. Estoy deseando empezar la excursión.


Pedro la observaba, en silencio. Tenía ojeras y sintió cierta satisfacción al saber que había dormido tan mal como él.


Podría haberla besado la noche anterior y ella le hubiera devuelto el beso, estaba seguro... el beso y algo más. Pero había sido mejor dejarla ir porque sabía que ganaría tarde o temprano y cuando lo hiciera, la capitulación de Paula sería total.


Sin embargo, tenía que disimular el deseo que experimentaba al mirarla.


Llevaba un top ajustado de color coral que se amoldaba a sus generosos pechos, cayendo después sobre la cinturilla de los vaqueros blancos.


Aquel día sería un día de castigo y placer, pensó. Paula lo afectaba como no lo había afectado ninguna mujer, de una manera que no le gustaba porque lo hacía sentir vulnerable. Pero se alegraba de haberla dejado ir, por el momento, porque sabía que al final conseguiría lo que quería... y para entonces la espera habría valido la pena.


Cuando por fin todos se dirigieron hacia el embarcadero de Russell, Pedro estaba tan tenso como una cuerda de guitarra. Sin embargo, las cosas no podían ir mejor con los clientes. Schuster había insistido en firmar el contrato antes de salir del hotel para que el resto del fin de semana pudieran estar relajados y cuando envió el contrato firmado al departamento jurídico de su empresa no podía dejar de sentirse triunfador por haberle ganado la partida a la incorporación Tremont.


Josh Tremont se había convertido en una espina en su costado durante los últimos años y cada vez que le ganaba la partida era un momento de gran satisfacción para él.


Sin embargo, estaba tenso y no sabía por qué. Los empleados del barco les sirvieron un té mientras se dirigían hacia el lugar más alejado de la excursión para ver una formación rocosa hecha por el viento y la marea en el cabo Brett. Y se alegró al ver que Paula se tomaba su papel de
anfitriona completamente en serio para que todos estuvieran cómodos.


Si pudiera encargarse de que él estuviera cómodo... desde que la vio en el casino, estar con ella se había convertido en un tormento.


Llevaban una hora viajando cuando oyó que una de las mujeres lanzaba un grito de admiración. Paula estaba señalando hacia delante con una sonrisa en los labios, llamando la atención de sus invitados hacia los delfines que nadaban al lado del barco.


Pedro se colocó tras ella, frente a la borda, la curva de su trasero rozándolo... y tuvo que disimular un gemido. Pero se apartó enseguida, lo último que necesitaba era que su estado de continua excitación fuera visible para todo el mundo.


‐El capitán dice que se puede nadar con los delfines.


‐¿En serio? ‐exclamó Paula.


La alegría que había en su voz era contagiosa y, después de preguntarles a sus invitados si estaban de acuerdo, decidieron ponerse el traje de neopreno para lanzarse al agua.


Pedro no podía apartar los ojos de Paula, con un biquini de color azul zafiro. Aunque no era excesivamente llamativo, lo que escondía era suficiente para hacerle perder la cabeza y tuvo que disimular su irritación mientras uno de los empleados la ayudaba a ponerse el traje de neopreno.


‐Espera, yo te ayudo ‐murmuró, apartando al otro hombre para subir la cremallera.


Paula, que estaba sonriendo, dejó de hacerla de inmediato. Sus pupilas se dilataron, el color de sus ojos convirtiéndose en fuego verde. Un fuego que encontró una respuesta inmediata en su cuerpo.


Pero Pedro se obligó a sí mismo a dar un paso atrás.


‐¿Necesitas que te ayude a ponerte las aletas?


‐No, gracias. Puedo hacerla sola.


No lo miraba a los ojos. Tal vez, con esa mirada, pensaba haberle dicho ya demasiado.


En el agua, los Pesek y los Schuster hablaban y reían en su idioma, mientras los delfines nadaban a su alrededor. Paula se había quedado un poco atrás, aparentemente contenta de flotar en el agua mirando a los preciosos mamíferos.


Pero cuando nadaba lo hacía con tal gracia que Pedro se preguntó si sería igual en el dormitorio. E iba a enterarse antes de que terminase el fin de semana, estaba convencido de ello.


Después de quince minutos con los delfines, todo el mundo volvió a subir a bordo y los invitados se retiraron a sus camarotes para cambiarse de ropa.


Pedro desabrochó su traje de neopreno, dejando que colgase de sus caderas. Y sintió que Paula estaba mirándolo antes de darse la vuelta.


Era como si diminutas lenguas de fuego acariciasen su piel y, confinado en el traje de neopreno, se sintió más incómodo que nunca.


Pero ella no tuvo el menor problema para quedar en biquini. 


La prenda mojada se pegaba a su piel, mostrando los contornos de su cuerpo y, por mucho que quisiera evitarlo, sus ojos viajaron por la gloriosa redondez de sus pechos hasta las puntas marcadas bajo la tela azul.


Pedro sintió una punzada de irresistible deseo al imaginar que apartaba a un lado la tela, dejando al descubierto esos pezones para acariciarlos con la lengua...


Se estaba volviendo loco, pensó. Tenía que parar de inmediato.


De modo que se dio la vuelta para dirigirse a la escalera que llevaba a los camarotes. No era una derrota, se consoló a sí mismo, mientras la brisa acariciaba su acalorada piel. Era una retirada táctica. Tenía que reunir fuerzas hasta que pudiera estar seguro de la victoria.


Y así la victoria sería más dulce.




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