sábado, 13 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 22





Paula no sabía qué ponerse.


De camino a casa, Pedro había pasado por el supermercado y había comprado algunas cosas mientras ella y las niñas lo
esperaban en el coche.


—¿Qué es eso? —preguntó ella.


Él sonrió.


—La cena. Voy a cocinar para ti.


—¿De veras?


—No te preocupes, no lleva ajo —prometió.


Ella soltó una carcajada.


—Lo siento. ¿Qué vamos a cenar?


—¡Ajá! Yo cocinaré. Lo único que tienes que hacer es ponerte guapa y dejar que te atienda


Así que allí estaba, desnuda en su habitación, después de
ducharse y de ponerse un poco de maquillaje.


Había oído que Pedro había encendido la chimenea en el salón, y cuando bajó para buscar algo para las niñas, se dio cuenta de que había puesto la mesa de la cocina.


Así que no pasaría frío si se ponía uno de los tops que había
comprado.


¿El de encaje que llevaba una camisola debajo? ¿O el de seda con bordados?


Se decidió por el de encaje y eligió la ropa interior a juego. 


Sólo se había comprado un par de pantalones, pero le quedaban tan bien que estaba encantada con ellos. Se los puso, se miró en el espejo y pestañeó.


Estaba muy diferente. Su aspecto era femenino y elegante. 


Se miró por última vez, se puso los zapatos de tacón y bajó al piso inferior.


Él estaba sentado a la mesa, hojeando una revista.


Al verla, se quedó boquiabierto.


—¡Vaya! —dijo él. Se puso en pie y se acercó a Paula, sin dejar de mirarla—. Date la vuelta —le pidió.


Ella giró y se detuvo de nuevo frente a Pedro, mirándolo a los ojos.


Esos ardientes ojos azules.


—¿Voy bien? —preguntó.


Él esbozó una sonrisa.


—Oh, creo que sí —contestó él, con una voz un poco áspera, igual que cuando estaba excitado.


Sus palabras alcanzaron a Paula como una bola de fuego,
afectando todo su cuerpo. Él permaneció mirándola unos segundos y después dio un paso atrás, sonrió, y sacó una silla para ella.


—¿Quiere sentarse, señora?


—Gracias.


Ella sonrió, y se rió al ver que él colocaba una servilleta sobre su regazo con una floritura. Después, se acercó a los fogones y puso la plancha a calentar. Esperó a que saliera humo y colocó dos filetes sobre ella.


Paula olisqueó el aire. ¿Atún? Sintió que le rugía el estómago y buscó los platos. Ah. Pedro estaba sacándolos del horno, junto con un cuenco con patatas. Después puso un poco de mantequilla y un poco de cebolleta cortada sobre ellas. Sacó el filete y lo colocó a un lado del plato. Se acercó a la mesa y dejó el plato frente a ella con otra floritura.


—¿Ensalada, señora?


—Gracias. Murphy, a tu cama, esto no es para ti. Pedro, siéntate.


—No estoy seguro de que esas palabras no me rebajen a la
misma categoría que al perro —dijo él con ironía.


Ella se rió.


—Por supuesto que no. Buen chico.


Pedro se sentó frente a ella. Al momento se puso en pie otra vez, encendió la vela que había en el centro de la mesa y bajó la intensidad de la luz.


—Mejor —dijo él, y le dio las patatas—. No llevan ajo.


—¿Y chile?


—Un poco, chile dulce y lima marinada. No debería estar picante.


No estaba picante. Estaba delicioso y perfectamente cocinado.


Cenaron con un vino rosado y tomaron un postre de chocolate en tarrina individual, decorado con fresas frescas y servido con un Cabernet que era el complemento perfecto.


Pedro, ha sido fabuloso —dijo ella, empujando el plato con una sonrisa.


Para su sorpresa, él se sonrojó y le dedicó una sonrisa.


—Gracias. Sólo he seguido las instrucciones.


—No, has hecho mucho más que eso. Te has tomado la molestia de hacerlo bien, y ha sido maravilloso. Gracias.


—Ha sido un placer ¿Te parece bien si tomamos el café en el salón?


—Sería estupendo.


—Entonces, ve a sentarte.


—¿Y qué hacemos con este lío?


—¿Qué? No pasa nada. Vamos, fuera de aquí. Cargaré el
lavavajillas mientras hierve el agua, si así te quedas contenta. Ahora, ¡fuera!


Ella obedeció y se fue al salón con Murphy. Echó otro tronco en el fuego y se sentó a esperarlo en el sofá.


Murphy estaba olisqueando algo que había sobre la mesa, y ella lo empujó con el pie y se acercó a ver qué era lo que estaba investigando.


¿Trufas? Ella tomó una para pasar el rato. Después llegó Pedro con una bandeja y le dio a Murphy una galleta para que se la comiera junto al fuego.


—Pensé que así se mantendría alejado del chocolate.


—Lo hará. Pero sólo mientras se la esté comiendo.


—Bueno, tendremos que terminárnoslo primero —dijo él. Se
sentó a su lado y le dio la taza de café—. Toma… Abre la boca.


Le puso una trufa sobre la lengua.


—Mmm. Son deliciosas —dijo ella, mientras se la comía y se reía a la vez.


Él colocó el brazo sobre el respaldo del sofá, justo detrás de ella, y sonrió.


—Oh, cariño. ¿Te has bebido las dos copas de vino? —bromeó él.


—No, no —contestó ella, recuperando la compostura—. Atrevido.


—Pues una. ¿Qué te ha parecido?


—Estupendo. Está muy rico. Seguro que no estaba en las ofertas.


Él se rió.


—No exactamente. Pero merecía la pena —le acarició la mejilla— ¿Sabes?, esta mañana pensé que estabas guapísima, pero ahora…


Le acarició el cuello, y deslizó el dedo por el escote.


Pedro.


Él retiró la mano y se enderezó, sentándose en su lado del sofá y agarrando la taza de café.


Paula se inclinó hacia delante y agarró otra trufa.


Él dijo:
—Es mi turno —y abrió la boca. Lo justo para que cuando ella dejara el chocolate en su boca, sus labios le rozaran los dedos y él aprovechara para besarla.


Ella se fijó en sus ojos, ardientes y peligrosos, y sintió que el
deseo invadía su cuerpo.


Él le agarró la mano, retirándola de sus labios y colocándola
sobre su corazón. Paula podía sentir su latido bajo la palma, y la tensión de los músculos de su torso.


Lo deseaba.


Allí mismo. Esa noche.


—¿Pedro? —susurró.


Pedro estaba mirándole la boca, le brillaban los ojos y ella podía notar su pulso en la base del cuello. Levantó la vista y la miró fijamente.


—Llévame a la cama.








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