domingo, 7 de mayo de 2017
PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO 1
—No voy a ir contigo.
Su voz invadió el silencio de la habitación y Pedro se enderezó para mirarla.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con que no vas a venir conmigo? Llevas semanas trabajando en esto, ¿qué tienes que hacer antes de marcharte? ¿Y de cuánto tiempo estás hablando? ¿De mañana? ¿Del miércoles? Necesito que estés allí, Pau, tenemos mucho que hacer.
Paula negó con la cabeza.
—No. Quiero decir que no voy a ir a Japón. Ni hoy, ni la semana que viene, ni nunca. Ni tampoco a otro sitio.
No podía marcharse.
No podía empaquetar sus cosas y marcharse a Japón. Pedro volaría a Japón. Ella no. Ella no iría a ningún sitio. Otra vez no.
Sería la enésima vez que lo hiciera durante el agitado tiempo que habían pasado juntos. No podía volver a hacerlo.
Él metió una camisa en la maleta y se volvió hacia ella con
expresión incrédula.
—¿Lo dices en serio? ¿Te has vuelto loca?
—No. Nunca he hablado más en serio. Estoy harta —le dijo—. No quiero hacerlo más. Estoy cansada de que me digas «vamos», y que lo único que yo te pregunte sea «¿adónde?». Me dices que tienes que cambiar de lugar y yo te ayudo a hacerlo… En cualquier idioma, en cualquier país, en el sitio donde hayas decidido ir.
—Eres mi secretaria personal, ¡es tu trabajo!
—No, Pedro. Soy tu esposa, y estoy cansada de que me trates como a cualquier otro empleado. No permitiré que sigas haciéndolo.
Él la miró un instante, se pasó la mano por el cabello y miró el reloj antes de guardar otra camisa.
—Has elegido un mal momento para tener problemas conyugales —se quejó él.
—No es un problema —dijo ella, tratando de mantener la calma— Es un hecho. No voy a ir, y no sé si estaré aquí cuando regreses. No puedo soportarlo más, y necesito tiempo para pensar qué quiero hacer.
Él arrugó la camisa entre las manos, pero a ella no le importó. No había sido ella quien la había planchado. Solían llevar la ropa a la lavandería. Ella estaba demasiado ocupada asegurándose de que todo funcionara correctamente.
—Diablos, Pau, has elegido el peor momento.
Pedro tiró la camisa dentro de la maleta y se acercó a la ventana.
Pasó la mano sobre el cristal y contempló el horizonte londinense.
—Sabes lo que esto significa para mí. Sabes lo importante que es ese contrato. ¿Por qué hoy?
—No lo sé —dijo ella—. Quizá haya llegado al límite. Estoy harta de no tener vida propia.
—¡Tenemos una vida en común! —se quejó él, y se acercó a
ella—. Una buena vida.
—No, siempre estamos trabajando.
—¡Y tenemos mucho éxito!
—En el ámbito laboral, estoy de acuerdo. Pero eso no es vida — lo miró fijamente a los ojos, para demostrarle que no la intimidaba— Nuestra vida personal no es un éxito porque no la tenemos, Pedro. No hemos ido a ver a tu familia en Navidad, hemos trabajado el día de Año Nuevo… Por favor, ¡si vimos los fuegos artificiales desde la ventana del despacho! ¿Y sabías que hoy es el último día para quitar los adornos navideños? Ni siquiera los hemos puesto, Pedro. No hemos celebrado la Navidad. Todo ha sucedido a nuestro
alrededor mientras nosotros trabajábamos. Y yo quiero algo más que eso. Quiero una casa, un jardín, tiempo para dedicarles a las plantas, para tocar la tierra con las manos y oler las rosas —bajó el tono de voz—. Nunca nos detenemos a oler las rosas, Pedro. Nunca.
Él frunció el ceño, suspiró y miró el reloj.
—Tómate tiempo libre, si es eso lo que necesitas, pero ven
conmigo, Pau. Date un masaje, ve a ver un jardín Zen, pero por favor, basta de tonterías.
—¿Tonterías? No puedo creerlo, Pedro. No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho. No quiero ir a visitar un jardín Zen. No quiero que me den un masaje. No voy a ir. Necesito tiempo para pensar, para decidir qué quiero hacer con mi vida, y no puedo hacerlo contigo a mi lado, caminando de un lado a otro de la habitación del hotel a las cuatro de la mañana, tratando de contagiarme tus ansias de poder. No puedo hacerlo y no lo haré.
Él se pasó la mano por el cabello oscuro otra vez, y después
metió la bolsa de ropa sucia y los zapatos que estaban junto a la cama en la maleta y la cerró.
—Estás loca. No sé qué te pasa. Será el síndrome premenstrual o algo. Y, en cualquier caso, no puedes marcharte sin más, tienes un contrato.
—¿Un con…? —ella soltó una carcajada—. Pues demándame — dijo con amargura. Se volvió y salió de la habitación.
Todavía estaba oscuro, y las luces de la ciudad se reflejaban
sobre el río. Ella contempló la vista desde el salón y después cerró los ojos.
Oyó que él cerraba la cremallera de la maleta y que la arrastraba por el suelo.
—Me voy. ¿Vas a acompañarme?
—No.
—¿Estás segura? Porque si no lo estás, basta. No esperes que vaya tras de ti, a suplicarte.
Ella estuvo a punto de reírse, pero se le estaba partiendo el
corazón.
—No espero que lo hagas.
—Bien. ¿Dónde está mi pasaporte?
—En la mesa, con los billetes —dijo ella sin volverse, y esperó, conteniendo la respiración.
¿A qué esperaba? ¿A recibir una disculpa? ¿A escuchar un «te quiero»? No, eso nunca. No podía recordar cuándo se lo había dicho por última vez, y sabía que no se lo diría en aquellos momentos. Oyó sus pasos y el ruido de las ruedas de la maleta sobre el suelo. Escuchó cómo recogía los billetes y el pasaporte, y después, el ruido de la puerta al abrirse.
—Última llamada.
—No voy a ir.
—Muy bien. Como quieras. Ya sabes dónde encontrarme cuando cambies de opinión —hizo una pausa, respiró hondo y cerró la puerta.
Ella permaneció inmóvil y, cuando escuchó el sonido del
ascensor, se apoyó en el borde del sofá y suspiró.
Se había marchado. Él se había marchado y no había tratado de convencerla para que cambiara de opinión.
Sólo le había dicho que estaba incumpliendo el contrato.
Lo único que ella quería era tiempo para pensar sobre la vida que compartían y, puesto que había decidido no acompañarlo, ¡él ignoraba el matrimonio y sólo se centraba en el maldito contrato!
—¡Maldito seas, Pedro! —gritó ella, pero se le quebró la voz y rompió a llorar con tanta fuerza que le dieron arcadas.
Se dirigió al baño y se sentó en el suelo, apoyándose contra la pared.
—Te quiero, Pedro —susurró—. ¿Por qué no me has escuchado? ¿Por qué no nos has dado una oportunidad?
¿Se habría marchado con él si hubiera cambiado su vuelo, le
hubiera dicho que la amaba, la hubiera tomado entre sus brazos y le hubiera pedido perdón?
No. Y, en cualquier caso, Pedro no solía hacer ese tipo de cosas.
Podía haber seguido llorando, pero no quería darle tal
satisfacción. Se lavó la cara, se cepilló los dientes y se retocó el maquillaje. Después, regresó al salón y descolgó el teléfono.
—¿Juana?
—¡Paula, cariño! ¿Cómo estás?
—Mal. Acabo de dejar a Pedro.
—¿Qué? ¿Dónde?
—No… Lo he dejado. Bueno, en realidad, me ha dejado él a mí.
Se hizo un silencio y, después, Juana blasfemó en voz baja.
—Está bien. ¿Dónde estás?
—En el apartamento. Juana, no sé qué hacer…
—¿Dónde está Pedro?
—De camino a Japón. Se suponía que iba a ir con él, pero no podía.
—Ya. Quédate ahí. Voy ahora mismo. Haz la maleta, te quedarás conmigo.
—Ya la tengo hecha —dijo ella.
—Seguro que no has metido vaqueros, ni el chándal ni las botas. Tienes una hora y media. Recoge todo lo necesario y mete ropa de abrigo, que aquí hace mucho frío.
Tras despedirse, ella regresó al dormitorio y observó la maleta que estaba sobre la cama. Ni siquiera tenía pantalones vaqueros. Ni el tipo de botas a las que Juana se refería.
¿O sí?
Rebuscó en el fondo del armario y encontró unos vaqueros viejos y unas botas que no recordaba tener.
Sacó los trajes de chaqueta y los zapatos de tacón de la maleta y metió las botas, los vaqueros y su pantalón de chándal favorito.
Su foto de boda estaba sobre la mesilla y, al verla, recordó que ni siquiera se habían tomado unos días para irse de luna de miel.
Habían hecho una breve ceremonia civil y durante la noche de bodas habían hecho el amor hasta la extenuación.
Ella se había quedado dormida entre sus brazos, como siempre, pero curiosamente también se había despertado de la misma manera, porque por una vez él no se había levantado antes para trabajar.
¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces!
Paula tragó saliva y dejó de mirar la foto. Después, llevó la maleta hasta la puerta y miró a su alrededor. No quería nada más, ningún otro recuerdo de él, de su casa ni de su vida.
Agarró el pasaporte, no porque tuviera intención de irse a ningún sitio, sino para que Pedro no lo tuviera. En cierto modo era un símbolo de libertad, y además podía necesitarlo para otro tipo de cosas.
Lo metió en el bolso y lo dejó junto a la maleta.
Después, vació la nevera, echó la basura en el túnel de basuras y se sentó a esperar. Pero como no podía dejar de pensar, encendió el televisor para distraerse.
No fue buena idea. Al parecer, según el reportero, ese día, el
primer lunes después de Año Nuevo, se conocía como «el lunes de los divorcios». El día en que miles de mujeres, hartas de lo que había sucedido durante la Navidad, contactaban con un abogado y comenzaban el proceso de divorcio.
¿Ella también?
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