viernes, 28 de abril de 2017
CENICIENTA: CAPITULO 1
—¿Qué diablos…?
Pedro se detuvo un instante y miró, asombrado, a aquella mujer.
Ella estaba tratando de meter un colchón enorme en un contenedor e iba a hacerse daño. El contenedor era suyo y ella no tenía por qué meter nada en él, pero puesto que ya estaba metida en faena, no le quedaba más remedio que ayudarla.
—Espera… Déjame.
Se guardó las llaves del coche en el bolsillo, agarró el colchón y lo levantó hacia el contenedor…
—¡No!
Para ser tan menuda, era sorprendentemente fuerte.
—¡Así no! —exclamó ella, y rodeó el contenedor para tirar del colchón—. ¡No lo estoy metiendo, lo estoy sacando!
Él la miró. Se fijó en que no llevaba maquillaje, en el mechón de pelo castaño que se escapaba de la coleta que llevaba, en su mirada decidida y en sus labios sensuales.
—¿Perdón?
—He dicho que lo estoy sacando…
—Te he oído. Pero no lo comprendo. Es un colchón viejo. ¿Para qué quieres sacarlo del contenedor?
—¿Quizá porque es mejor que el que tengo? Por favor, no está manchado, o no lo estaría si no lo hubieran tirado al contenedor. Es una lástima. Así que voy a reciclarlo.
—¿Rec…? —cruzó los brazos, los apoyó sobre el colchón y la miró fijamente.
¿De veras quería ese colchón?
—Así es, y sólo tenemos un minuto antes de que el guarda de seguridad pase otra vez por aquí. Así que, o me ayudas, o te quitas de en medio y me dejas que lo saque, pero ¡no te quedes ahí esperando a que llegue!
Pedro miró hacia la puerta de la caseta del guarda de seguridad y después a la chica.
—¿Quieres que te ayude a robar el colchón? —le preguntó incrédulo y conteniendo la risa.
—No es robar. Lo han tirado —dijo ella—. Entonces, ¿qué? ¿Te quitas de en medio para que pueda sacarlo, o vas a ayudarme?
Él dudó demasiado porque antes de que pudiera reaccionar ella agarró el colchón y lo movió sola.
Y él no podía permitirlo. ¿Y si se hacía daño? Era una chica menuda.
«Maldita sea».
—Apártate —dijo él, suspirando con resignación y mirando de nuevo hacia la puerta de la caseta del guarda. Si lo pillaban… Agarró el colchón y le preguntó—. ¿Adónde hay que llevarlo?
—A la vuelta de la esquina… No está muy lejos.
No lo era, pero parecía bastante lejos. Cuando una esquina del colchón rozó contra el suelo, Pedro pensó que había llegado el momento de aceptar la propuesta de Nico para a entrenar en el gimnasio de su casa. O sus bíceps sufrían la falta de entrenamiento o el colchón había sido de buena calidad en su momento, algo que le extrañaba puesto que del viejo hotel no salía nada que mereciera la pena.
Ella se detuvo antes de lo que él esperaba y sacó unas llaves.
—Es aquí —dijo ella y abrió la puerta que llevaba hasta la parte en ruinas del hotel—. Ten cuidado —le dijo mientras subía por las escaleras—, no hay luz porque han cortado la electricidad de esta parte —le advirtió. Al llegar arriba, abrió una puerta y entró en una habitación.
Él se detuvo en el rellano para tomar aire y percibió un fuerte olor a humedad.
«No me extraña que necesite un colchón nuevo», pensó mientras trataba de meterlo por la puerta, preguntándose si se había vuelto loco.
Sin duda, no debería hacer aquello. No debía facilitarle las cosas a aquella chica para que se quedara allí. Nico y Hernan lo matarían, pero…
Ella se agachó para retirar algunas cosas de en medio y dijo:
—Aquí estará bien.
Él la miró y se quedó boquiabierto.
¿Estaba embarazada?
Se había metido a vivir de forma ilegal en el hotel, retrasando el proyecto de rehabilitación, afectando a los plazos y a los presupuestos, ¿y estaba embarazada?
Aquello iba de mal en peor.
Dejó el colchón en el suelo y ella aprovechó para tumbarse sobre él, suspiró, sonrió y rebotó sobre los muelles. Al saltar se le levantó la camiseta y él pudo ver que llevaba el pantalón abrochado con unos imperdibles. Al parecer, el bebé había conseguido que no pudiera abrocharse la cremallera. Y a través de los agujeros él pudo ver un pedazo de piel pálida, de apariencia vulnerable, bajo la luz tenue.
Él sintió el deseo de acariciarla, de colocar la mano sobre su vientre abultado y de hacer promesas absurdas…
Desvió la mirada y se fijó en que ella tenía las manos colocadas bajo la cabeza y los ojos cerrados. Dio una palmadita sobre el colchón y sonrió, abriendo una pizca los ojos.
—¡Es estupendo! Mucho mejor que el suelo, ¡pruébalo!
«¿Qué lo pruebe? ¿Quiere que me tumbe a su lado? ¿Está loca?». Pensó en los motivos por los que aquello le parecía una mala idea. Primero, era un colchón robado, aunque fuera de su propio contenedor. Segundo, lo había sacado del
mencionado contenedor, y tercero, ella estaba tumbada en él, demasiado sexy para ser una mujer embarazada y pidiéndole que se tumbara a su lado.
Retrocedió hacia la puerta.
—Hmm, no puedo. No tengo tiempo. Tengo que ir a casa para hacer una llamada —«a Nico y a Hernan, a decirles que he conocido a la okupa que vive en su hotel. ¡Y qué está embarazada!».
Ella se puso en pie y, tras pasar junto a él, se dirigió a la habitación contigua.
—En ese caso, podrías tirar esto por mí, porque apesta.
—¿El qué? —preguntó él, y la siguió.
—El colchón viejo, por supuesto. Si no, ¿qué?
Él cerró los ojos un instante.
—¿Quieres que tire un colchón apestoso en el contenedor de alguien? — inquirió él, preguntándose qué diablos hacía con una mujer embarazada que no tenía derecho a vivir en aquel hotel y que además estaba retrasando el proyecto de rehabilitación.
Ella sonrió y, al ver el brillo de sus dientes en la semioscuridad, él sintió que se le aceleraba el corazón.
—Bueno, en realidad sólo es un cambio. Estoy segura de que con todas las molestias que les estoy causando, a los promotores no les importará que tire un colchón apestoso. El otro día se empapó con la lluvia, cuando se desprendió el techo.
¿En el colchón? ¿Se había derrumbado el techo sobre el colchón de una mujer embarazada? Él tragó saliva y la siguió a la habitación.
Tenía razón. El colchón apestaba y estaba lleno de escayola.
¿Y ella pretendía que lo bajara a la calle, en un barrio donde trataba de crearse una buena reputación, para tirarlo en su propio contenedor?
«Maldita sea», pensó él, y agarró el colchón. Incluso mojado, pesaba menos que el otro.
—Abre la puerta —dijo con resignación, y lo bajó por las escaleras hasta la calle.
—Uf, sí que apesta —dijo ella, caminando a su lado—. Me preocupaba que tanto moho fuera perjudicial para el bebé.
«Peor habría sido que se le cayera el techo encima», pensó él, y dobló la esquina con el colchón. «Seguro que me pilla el guarda de seguridad. Estupendo». Podía imaginarse la conversación que mantendría con él.
Ella hizo que se detuviera junto a la valla. Miró hacia el aparcamiento y susurró:
—Adelante
Él llevó el colchón y lo metió en el contenedor, justo en el momento en el que el vigilante de seguridad se asomaba por la puerta de la garita.
—¡Eh! ¿Qué diablos estás haciendo? —gritó el vigilante.
La chica agarró la mano de Pedro y tiró de él para que saliera corriendo.
Al doblar la esquina, ella se tropezó y él la agarró y la metió en el umbral de una puerta, tapándole la boca con la mano y sintiendo el abultado vientre contra su cuerpo. Ella trataba de contener la risa y él sólo podía pensar en la suavidad de sus
labios, en su vientre abultado y en la fuerza de su mano mientras trataba de retirarle la suya.
Entonces, el bebé pegó una patada y él sintió un fuerte deseo de protegerla.
No la conocía de nada, sólo sabía que reclamaba la propiedad del hotel y que el hijo del antiguo propietario, que se lo había vendido a ellos justo antes de morir, les aseguraba que su reclamación era completamente falsa y que conseguiría echarla en poco tiempo.
Seis semanas antes, aquello les había parecido bien, pero después ella se había negado a marcharse.
Además, Pedro acababa de conocerla, y el hecho de que estuviera embarazada, cambiaba las cosas. De pronto, sentía la necesidad de saber más cosas sobre ella. Y trató de convencerse de que en realidad era por el bien del hotel y no por el brillo que desprendía su mirada ni por haber sentido el movimiento del bebé, pero en el fondo de su corazón, algo le decía que no era así.
Por primera vez, en casi un año, Pedro Alfonso estaba interesado por una mujer y, todo lo demás, el sentido común incluido, se había convertido en algo insignificante.
Pedro asomó la cabeza y miró hacia la calle.
—No hay rastro del vigilante de seguridad. Creo que se ha ido.
—Bien. Suponía que no se molestaría demasiado. Es muy vago.
Ella volvió la cabeza hacia un lado. Sabía que debía moverse, pero le gustaba sentir el cuerpo musculoso de Pedro contra el suyo.
—Bueno, supongo que debería ir a buscar algo para comer —dijo ella con resignación, y pensando en comerse otra lata de judías frías.
Él la soltó y ella se sintió desnuda.
—¿No has comido? —preguntó él con el ceño fruncido.
Ella no podía ver sus ojos debido a la oscuridad, pero la expresión de su rostro parecía amable.
—No, no he comido. Si no, no estaría pensando en comida —le explicó con paciencia.
Él esbozó una sonrisa y salió a la calle. Por primera vez, y gracias a la luz de las farolas, ella pudo verlo con claridad.
—¿Te apetece comida para llevar?
—Creía que tenías que hacer una llamada —dijo ella.
—Puede esperar —dijo él—. Yo también tengo que comer algo. Podemos llevarlo a la playa… Te invito.
Ir a la playa le parecía bien. No estaba dispuesta a ir a su casa, pero la playa le parecía un lugar seguro.
—De acuerdo —dijo ella, dispuesta a aceptar cualquier oferta de comida.
Llevaba semanas hambrienta. Sabía que era por el embarazo, y que el bebé consumía todo lo que ella ingería. Además, no ganaba dinero y todo lo que tenía lo destinaba a pagar los honorarios de los abogados.
—¿Comida china, india, tailandesa, italiana…?
—Tailandesa, no —dijo ella—. ¿China?
—Perfecto. Hay un buen restaurante en el paseo. Vamos, podemos ir caminando desde aquí, ¿a menos que no te apetezca?
Ella negó con la cabeza.
—Puedo caminar. Estoy en forma… Aunque esté embarazada y hambrienta.
—Entonces, vamos a que comas algo. ¿Alguna preferencia?
—Gambas, arroz tres delicias y verduras salteadas —dijo ella, aprovechando que él iba a invitarla.
Él sacó el teléfono móvil, marcó un número e hizo el pedido.
También pidió noodles y pollo al jengibre. ¡También eran sus platos favoritos!
El restaurante estaba en el paseo marítimo. Ella había ido allí una vez, con Jaime, nada más regresar a Yoxburgh. Le parecía que había pasado una eternidad.
—¿Entras?
—Claro.
Ella lo miró de arriba abajo, aprovechando la luz del restaurante, y se percató de que era muy atractivo. Era alto, tenía los pómulos y el mentón prominentes, los labios sensuales y el cuerpo musculado.
Vestía una camisa blanca con el cuello abierto y las mangas arremangadas, de forma que sus fuertes y bronceados antebrazos quedaban al descubierto. Tenía anchas espaldas, el vientre liso, las piernas largas y musculosas, y los vaqueros se ceñían a su cintura de forma que provocaban que pensara en cosas indebidas. Estaba en forma, y para comérselo. Su cabello oscuro era suave, y ella deseaba acariciárselo.
Se preguntaba qué aspecto tendría el suyo, después de varias semanas lavándoselo con agua fría y jabón de fregar platos.
Horrible.
Tragó saliva y miró hacia otro lado. Él no estaba a su alcance, y no comprendía por qué perdía el tiempo con ella.
Por lástima, probablemente. Pero no era tan estúpida como para rechazar su comida.
Él agarró la bolsa. Salieron del restaurante y se dirigieron a la playa.
—¿Aquí? —se detuvo junto a un banco del paseo.
Ella asintió. La luz de las farolas iluminaba la zona, la luna se reflejaba sobre el agua y la comida olía de maravilla.
—Perfecto —dijo ella, tratando de no pensar en él y de concentrarse en la comida. Se sentó en el banco y esperó a que él abriera los envases de comida.
—Lo siento, no hay tenedor —dijo él, y le entregó los palillos para comer.
—Los palillos están bien —dijo ella, y los abrió. Probó una gamba y añadió con una amplia sonrisa—. Madre mía. Está deliciosa.
Aquello fue lo último que comentó durante mucho rato.
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