viernes, 28 de abril de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 2




—¿Mejor? —preguntó él cuando parecía que ella ya había terminado de comer.


—Oh, sí —dijo ella con una sonrisa—. Creo que voy a explotar, pero sí, ha sido fantástico. Gracias… Y gracias también por haber cargado con el colchón.


Él se rió.


—¿Cuál de ellos? —preguntó él—. ¿El que robaste, o el que donaste?


Ella se rió, y sus ojos brillaron como el mar.


—Los dos —dijo ella, y miró pensativa hacia el mar.


—Un centavo por tu pensamiento —dijo él, al cabo de un instante.


Ella suspiró.


—Me preguntaba si ha merecido la pena cambiar los colchones. Quiero decir, no será para mucho tiempo. No puedo quedarme ahí, todo el mundo lo sabe, pero si no… Bueno, no conseguiré nada para mi hija, y tiene derecho a estar allí, y yo lucharé por ella.


—¿Ella? —preguntó él, ignorando el resto. Ya tendría tiempo de pensar en lo demás, cuando hablara con Nico y Hernan, pero de momento…


—El bebé. Es una niña. Me lo dijeron al hacerme la ecografía. Quería saberlo. Sólo estamos ella y yo, y quería empezar a conocerla. Ése me pareció un buen comienzo. Ahora podemos tener conversaciones más importantes.


Pedro sonrió.


—¿Ya has pensado en un nombre para ella?


—Desde luego no será Yoxburgh —dijo entre risas.


—¿Perdón?


—Yo me llamo Paula Iona —le explicó con una sonrisa—. Al parecer, es el nombre del lugar donde me concibieron. Podría haber sido mucho peor. Conociendo a mi madre, he tenido suerte de no llamarme Glastonbury o Marrakesh.


Él se rió.


—He de reconocer que Iona es mucho más bonito, y que siempre he sentido debilidad por las islas de Escocia —estiró la mano y dijo—: Me llamo Pedro —omitió el apellido porque no quería estropear aquel momento. Pronto se enteraría de quién era en realidad y lo odiaría—. Así que tu hija… ¿Dónde va a nacer? —preguntó él retirando la mano.


—No lo sé. Depende.


—¿De qué?


—De si gano lo que estoy peleando —suspiró—. Es una larga historia.


—Tengo tiempo —dijo él, y se apoyó en el respaldo del banco sin dejar de mirarla.


—Es un lío —advirtió ella.


—No lo dudo. Suele serlo —convino él, y esperó a que ella continuara.


Ella permaneció en silencio un instante y alzó la barbilla.


—Conocí a Jaime en un viaje. Llevo recorriendo el mundo desde que soy pequeña, mi madre es antropóloga y un poquito hippy, y yo me he pasado la vida de un lugar a oro. No estoy segura de que supiera quién era mi padre, aparte de que su nombre era Rick, pero es irrelevante porque él nunca ha formado parte de nuestras vidas.


—Estudié en diferentes colegios, y a veces, cuando no había uno cerca, me enseñaba mi madre. Al final, conseguí nota suficiente para entrar en la universidad.


—¿Y qué estudiaste?


—Derecho. Quería ser abogada de Derechos Humanos, pero no terminé la licenciatura. Mi madre pilló una enfermedad tropical cuando yo estaba en el segundo año de carrera. Estuvo a punto de morir, así que fui a cuidarla y nunca regresé a la universidad. Se recuperó sorprendentemente, pero para entonces, yo ya había perdido muchas clases y tenía que repetir el curso. Así que decidí irme a viajar por mi cuenta, con la intención de regresar a la universidad en el siguiente curso académico, pero no lo hice. Me fui a Tailandia, conocí a Jaime y comenzamos a viajar juntos. Recorrimos el mundo, y le enseñé algunos de los sitios donde yo había estado. Al cabo de un año, regresamos a Yoxburgh para ver a su padre —se calló un instante y frunció la frente—. Su padre, Bernardo, no estaba bien. Quería que Jaime se quedara para que lo ayudara a llevar el hotel, pero él no quería. Deseaba marcharse y que yo me fuera con él. Yo me negué, así que él se marchó y yo me quedé con Bernardo, ayudándolo con el hotel y estudiando a la vez. Como hablo varios idiomas, gracias a la forma en la que me crié, trabajaba como traductora e intérprete para sacar algo de dinero. Bernanrdo no podía pagarme, así que necesitaba el trabajo. Después, en noviembre, Jaime regresó tras haber estado fuera casi un año. Yo pensé que se quedaría, pero me equivoqué. Y ni siquiera se quedó hasta la Navidad. Se llevó dinero de su padre y regresó a Tailandia. Al cabo de quince días, enfermó de encefalitis japonesa y murió. Nunca se enteró de que estaba embarazada.


«Cielos», pensó Pedro. Aquello era mucho más complicado de lo que esperaban.


Ella permaneció en silencio un momento, sin dejar de acariciarse el vientre. Él no podía apartar la mirada de su mano.


Al final, ella continuó:
—Bernardo estaba destrozado. Sufría del corazón y la noticia de la muerte de Jaime fue devastadora. Le dio un ataque, y le dijeron que vendiera el hotel y llevara una vida tranquila, así que puso el hotel a la venta. Consiguió que le hicieran una buena oferta, teniendo en cuenta lo deteriorado que estaba el lugar, y me dijo que se ocuparía de que mi criatura estuviera bien. Encontramos una casa en la que podríamos vivir los tres, y él había pensado darle la otra mitad del dinero a Ian, su otro hijo. Y entonces, un mes antes de que nos mudáramos, se murió. Ian, que nunca había ido a verlo hasta que no estuvo en el lecho de muerte, me dijo que su padre le había pedido que cuidara de mí. Me dio quinientas libras y una semana para que me marchara.


—¿Y el testamento? —preguntó él, tratando de contener la rabia.


—Bernardo dijo que iba a cambiarlo —dijo ella, y esbozó una triste sonrisa—. Como muchas otras cosas que se suponía que iba a hacer, pero tras su fallecimiento, no se encontró el testamento en ningún sitio. Él me había dicho que en el testamento original se lo había dejado todo a Jaime y a Ian, y que después de la muerte de Jaime, había decidido cambiarlo, pero nunca debió hacerlo, por eso, al no encontrar el testamento, según la ley, la parte de la herencia que le correspondía a Jaime le corresponde a su hermano.


—¿Y el bebé no tiene derecho a la parte de Jaime? —preguntó Pedro.


Ella se encogió de hombros.


—No necesariamente. Depende de lo que se estipule en el testamento, pero como no lo encontramos todo se ajusta a lo que marque la ley. Pensé que Ian le daría al bebé parte de la herencia, como gesto de buena voluntad y teniendo en cuenta cuál había sido el deseo de su padre, pero al parecer, no tiene buena voluntad en lo que a mí se refiere. Por eso, mi única esperanza es demostrar que el bebé es hijo de Jaime y confiar en que aparezca el testamento y haya una cláusula al respecto.


—¿Y crees que puede aparecer el testamento?


—Lo dudo. Ian ha revisado el lugar de arriba abajo y no lo ha encontrado.
Además, ya han vaciado el hotel para que entren los de la reforma. Y Bernardo era tan desorganizado que podría estar en cualquier sitio. Es posible que lo hayan tirado por error, pero yo no puedo ir a mirar. No tengo acceso a la estancia principal, sólo a la zona donde estoy. Además, no lo tengo permitido.


—¿Permitido?


—Es la normativa de los vigilantes de seguridad. No somos buenos amigos.


—Entonces, ¿qué pasa ahora?


—Yo vivo en el hotel, creando problemas a todo el mundo y confiando en que Ian ceda y me ayude por el bien del bebé. No pueden hacer la prueba de ADN hasta que nazca mi hija y, para entonces, yo ya habré tenido que salir del hotel. No quiero marcharme, pero no puedo tenerla allí. E Ian se niega a cambiar de opinión sin un testamento que lo obligue a darme dinero. No puedo culparlo… Él no me conoce. Nunca me había visto antes del entierro y no he vuelto a verlo desde que terminó de revolverlo todo para buscar el testamento. Sin embargo, he recibido muchas cartas amenazantes.


Pedro apretó los dientes para ocultar su pensamiento. La situación de Paula era mucho más complicada de lo que esperaba. Necesitaba hablar con Nico y con Hernan, pero era demasiado tarde, Paula estaba cansada y tenía que acompañarla a casa.


¿A casa?


Estuvo a punto de soltar una carcajada al recordar en qué condiciones estaba viviendo ella, con sus pocas pertenencias esparcidas por la alfombra, con el techo derrumbándose en la otra habitación, con el moho que se extendía por todo el edificio. No podía ser sano vivir en ese ambiente.


No había electricidad, aunque todavía no le había cortado el agua. Al parecer, eso era una obligación legal, ya que todavía estaban tratando de negociar su desalojo.


Pero no tenía ni idea de lo que harían a partir de ese momento, considerando toda la información nueva que había obtenido.


—Estás cansada. Deja que te acompañe de regreso —dijo él.


Ella guardó las sobras en uno de los contenedores y cerró la tapa.


—Para mañana —le dijo—. A menos que las quieras tú.


Él levantó las manos.


—Para ti —dijo él, y prometió en voz baja que solucionaría su situación. A primera hora de la mañana llamaría a los demás y se ocuparía de que ella no volviera a pasar una noche más en el colchón reciclado y comiendo las sobras.


Ella no quería permitírselo, pero él insistió en entrar a comprobar que nadie había entrado en el edificio. Después, se marchó y esperó a que ella cerrara la puerta con llave. Se dirigió a su coche, en el aparcamiento. El vigilante de seguridad salió de la caseta y lo llamó mientras él abría la puerta del coche.


—¿Ya se va?


—Sí. ¿Todo bien?


—Bien. Alguien ha tirado un colchón en el contenedor, pero los eché —dijo él—  Sólo eran unos crios.


Pedro consiguió mantener la compostura con dificultad.


—Ocurre a menudo —le dijo, y se despidió de él levantando la mano. Se metió en el coche y se dirigió a casa.


Vivía solo, en un chalé de cinco dormitorios y zona de invitados, con vistas al mar.


Nada más entrar y encender las luces, se sintió culpable. 


Culpable y avergonzado. No por la opulencia, porque el lugar era sencillo y no estaba abarrotado de cosas. Además, el cristal, la piedra y la madera se habían combinado con armonía.


Pero estaba vacío.


Y tanto espacio para una sola persona era aberrante. Eso, y el hecho de que Paula estuviera librando una batalla que no debía librar y viviendo en un hotel en ruinas.


Hablaría con Nico y con Hernan a primera hora de la mañana para ver cómo podían solucionarlo, porque ella no podía quedarse allí, ni siquiera suponiendo que no estuviera prevista la demolición del hotel para dos semanas más tarde.


Tenían que asegurarse de que ella estuviera bien, y de encontrarle un lugar seguro para vivir. Se ocuparía de ello a primera hora de la mañana. Por lo menos, no parecía que aquella noche fuera a llover.


Se metió en la cama y contempló el reflejo de la luna sobre el mar. Se preguntaba si ella estaría más cómoda con el nuevo colchón, y si se sentiría segura con la puerta cerrada con llave, en aquella habitación lúgubre, rodeada de sus pocas pertenencias y con las sobras de la comida china en un contenedor.


Cuando horas más tarde despertó con el sonido de la lluvia, permaneció escuchándolo y preguntándose si el techo de la habitación de Paula sería resistente o si podía derrumbarse mientras ella dormía.


Dos horas después, al ver que no se quedaba dormido otra vez, bajó a la cocina y se preparó un café. Se lo tomó despacio, mientras el sol aparecía por el horizonte, entre las nubes, reflejándose sobre un mar en calma, y preguntándose qué podría hacer para ayudarla.









No hay comentarios.:

Publicar un comentario