miércoles, 19 de abril de 2017
EL VAGABUNDO: CAPITULO 2
—Pues a mí no me gustaría que Sergio Woolton fuese el padre de mi hijo — dijo Mirta Maria Derryberry volviendo el rostro y lanzándole una aguda mirada a su sobrina, que conducía en medio del tráfico de media tarde.
—Creí que te había dicho que no quiero hablar de esto —respondió Paula aferrándose al volante de su viejo Chevrolet.
Paula había tenido mucho trabajo en la tienda aquel día y ahora, con un incipiente dolor de cabeza, tenía que soportar a su tía Mirta despotricando de Sergio.
—Es posible que tú no quieras, pero yo todavía no te he dicho todo lo que pienso de él —insistió Mirta agitando sus cobrizos rizos—. Sé que estás pasando por la típica crisis cuando uno cumple los treinta y nueve años y está soltera y sin hijos. Sin embargo, ésa no es razón para casarse con un burro como Sergio.
—Sergio no es un burro. Es un contable de gran éxito.
Paula dejó la calle principal y se adentró por una lateral en la que se encontraba el Paraíso de las Hamburguesas, aquella noche no tenía ganas de cocinar.
—Además, sólo estamos saliendo juntos. Nadie ha hablado de matrimonio; al menos, todavía.
—¿Todavía?
La voz de Mirta era grave y, en más de una ocasión, le había dicho a Paula que excitaba a los hombres. Paula sabía que su propia voz tenía esa misma cualidad, pero no creía que su voz ni ella excitaran a ningún hombre.
—¿No podríamos dejar esta conversación para más tarde, por favor?
—Paula, cariño, siempre has sido muy mojigata, pero no me cabe duda de que quieres algo más que simple afecto. Sé que nunca has sentido una gran pasión; sin embargo, créeme, una vez que te enamores apasionadamente no te conformarás con menos.
Paula condujo el coche por debajo de un puente de ferrocarril y advirtió la presencia de varios vagabundos alrededor de un fuego, las llamas anaranjadas se elevaban hacia el cielo oscuro, iluminando las siluetas de varios de ellos.
—Todo lo que quiero es casarme con un buen hombre y tener un hijo antes de que sea demasiado tarde. Estoy segura de que lo comprendes, tía Mirta. Tú misma me has dicho un millón de veces lo mucho que sientes no haber tenido hijos.
—Tú eres como hija mía; al menos, te aproximas bastante —respondió Mirta lanzando una carcajada—. Y como ves, no he tenido que acostarme con un hombre al que no amaba para tenerte.
A pesar del dolor de cabeza, Paula no pudo evitar echarse a reír. Su tía siempre conseguía hacerle ver el lado humorístico de las cosas. A veces, envidiaba la habilidad de la hermana de su madre para vivir libremente y sin inhibiciones.
—Pues a menos que me enamore locamente y pronto de un hombre, te aseguro que no voy a quedarme esperando al Príncipe Azul. Ya le he esperado bastante — afirmó Paula.
—Desde que tenías veintiún años, has estado muy ocupada cuidando a tu hermano y a tu hermana y también a esta ligeramente excéntrica tía tuya. Tanta dedicación hacia nosotros te ha impedido…
De repente, el coche hizo un ruido muy extraño y comenzó a rodar con dificultad. Paula se echó hacia un lado de la calle, cerca del puente.
—¿Qué demonios le pasa ahora a este coche? —preguntó Mirta.
—Me parece que se ha pinchado una rueda —respondió Paula parando el coche—. Quédate aquí dentro, yo voy a ver las ruedas, me parece que es la rueda delantera de la derecha.
Antes de que Mirta tuviera tiempo de responder, Paula abrió la portezuela del vehículo y salió.
«¡Justo lo que necesitaba!» Pensó lanzando un gruñido al ver la rueda pinchada, después de un día agotador en el que había atendido la tienda sola, ya que Patricia estaba enferma.
Le habían enviado una nueva remesa de velas y se había roto una tercera parte. Además, la madre de Sergio, Cora, la había convencido para que fuese al comité que iba a tener lugar en el club de campo con el fin de preparar una fiesta de caridad. Y por si todo ello fuese poco, su tía Mirta había aparecido en la tienda a las tres de la tarde y no había parado de hablar de matrimonio, hijos y el amor.
Sin pensar, Mirta le dio una patada a la rueda pinchada.
Deseó lanzar un juramento, pero las damas de buena crianza del sur no blasfemaban.
—Está pinchada, ¿verdad? —comentó Mirta.
Paula se sobresaltó y se tapó el rostro con las manos.
—¡Por Dios, tía, me has dado un susto de muerte! Te he dicho que te quedaras en el coche.
—He pensado que seré de más ayuda aquí fuera.
—Por favor, métete en el coche —dijo Paula dirigiéndose al maletero del vehículo—. Tengo una rueda de repuesto, espero acordarme de cómo se ponen, Luis me enseñó.
—¡No estarás pensando en cambiarla tú sola! —exclamó Mirta con expresión de incredulidad—. Que tu hermano te haya enseñado a cambiar una rueda no quiere decir que esperase que llegara el momento en que tuvieras que hacerlo.
Paula sacó el gato del maletero.
—¿Se te ocurre algo mejor? La gasolinera más cercana está al menos a tres kilómetros.
—Pero el Paraíso de las Hamburguesas está a un kilómetro aproximadamente y allí tienen teléfono —dijo Mirta—. Sin embargo… espera un momento, no te muevas de aquí.
Paula vaciló y por fin se dio cuenta de la idea que se le había ocurrido a su tía cuando ésta se encaminó hacia el grupo de vagabundos.
Paula fue en pos de su tía con el propósito de de tenerla.
—¡Tía Mirta!
—Caballeros, mi sobrina y yo tenemos un pequeño problema —dijo Mirta con una sonrisa radiante—. Necesitamos desesperadamente un hombre fuerte que pueda cambiarnos una rueda del coche.
«¡Oh, no, Dios mío!» Pensó Paula. Aquellos hombres podían ser violadores y asesinos o, como poco, ladrones y chulos.
Un hombre alto y robusto, con larga melena canosa, se apartó ligeramente del grupo. Llevaba pantalones oscuros y gastados, una chaqueta gruesa llena de parches y un viejo sombrero de fieltro le cubría parte de la cabeza.
—Sí, señora —dijo con voz profunda, con acento del oeste y sorprendentemente culta—. Mi amigo y yo…
El hombre se interrumpió y tiró del brazo de otro de los hombres.
—Mi amigo y yo estamos encantados de ayudarlas, ¿verdad, Pedro?
Paula se quedó inmóvil. No sabía cómo comportarse en aquella situación. ¿Qué ocurriría si tirase de su tía y rechazase el ofrecimiento? ¿Las atacarían aquellos hombres? Sin embargo, podía tratarse de buenos hombres y, con un poco de suerte, se conformarían con una propina.
El hombre llamado Pedro miró a su amigo y luego se aproximó a Paula, quien vio que su tía se había puesto a hablar con el otro vagabundo.
De repente, cuando Pedro estuvo delante de Paula, ésta se dio cuenta de su inmensa altura. Al menos medía un metro noventa y era… enorme. Sus hombros, cubiertos con una chaqueta de cuero, eran anchísimos y tenía largas y musculosas piernas. Su rostro estaba cubierto por una espesa barba. Tenía los cabellos largos y del mismo color que los ojos, castaños.
—Muy bien, déme el gato y la llave —dijo Pedro a Paula.
—Yo… están en el coche —respondió ella tras una ligera vacilación.
Paula nunca se había sentido tan impresionada por la presencia de un hombre; por su tamaño, su físico y la triste expresión de sus ojos.
Sin volver a mirarla, Pedro se encaminó hacia el viejo Chevrolet.
Después de lanzar un suspiro, Paula le siguió.
—Yo… le agradezco mucho la ayuda —dijo ella—. Nunca he cambiado una rueda.
—Ya.
Pedro cogió el gato y la llave y se acercó a la rueda delantera de la derecha.
—¿Puedo ayudarle? —le preguntó ella sonriendo mientras Pedro colocaba el gato.
—Limítese a no estorbar, ¿de acuerdo?
A Pedro no le importaba ayudar a una mujer, lo que sí le molestaba era lo que aquella mujer en particular le hacía sentir. Al mirarle a los ojos azules, lo primero que había pensado era cómo sería en la cama. No recordaba cuándo había sido la última vez que se sintiera atraído por una mujer.
—¿No necesita que su amigo le ayude? —preguntó Paula.
El otro hombre se encontraba a varios metros de ellos charlando amigablemente con Mirta, ambos reían. Paula se preguntó por qué su tía la avergonzaba flirteando con aquel vagabundo. Sin embargo, se recordó a sí misma que Mirta Maria Derryberry era conocida por hacer lo que nadie hacía.
—No, no necesito ayuda —respondió Pedro—. Además, me parece que Tomas está bastante ocupado.
Por mucho que le costase admitirlo, Paula sabía que Pedro tenía razón, Tomas no parecía interesado en la rueda.
—¿Son usted y el señor Tomas de aquí, de Marshallton?
Pedro dejó el tapacubos en el suelo y luego aflojó las tuercas.
—Escuche, sé perfectamente que Tomas y yo la hacemos sentirse a disgusto, así que no necesita esforzarse por ser amable.
Pedro no se sentía predispuesto a mostrarse amistoso. Al fin y al cabo, en un par de días se marcharía de allí y no quería que ninguna mujer le retuviese.
Paula miró fugazmente a su tía y vio que ésta, en esos momentos, le ponía la mano en el brazo a Tomas y le susurraba algo.
—Si está preocupada por su madre, vaya y dígale a Tomas que la deje en paz.
Pedro podía ver claramente que aquella mujer no aprobaba lo que estaba ocurriendo. Como la mayoría de la gente, consideraba a los vagabundos sucios, perezosos y, probablemente, peligrosos.
—No es mi madre, es mi tía.
—Comprendo perfectamente que no se fíe de nosotros, pero no tiene por qué preocuparse. Ni Tomas ni yo somos asesinos ni ladrones. Y puede estar segura de que no me tiraría sobre usted si no me invitase primero.
De espaldas a ella, Pedro no pudo evitar sonreír al oírla respirar profundamente.
Sin duda, la había insultado.
—No era necesario el comentario —dijo Paula acercándose a él.
Pedro quitó las tuercas, las dejó encima del tapacubos y luego sacó la rueda pinchada.
—Por favor, señorita, déjeme tranquilo. Dentro de unos minutos acabaré de cambiar la rueda y usted y su tía podrán marcharse.
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