martes, 18 de abril de 2017
MI MAYOR REGALO: CAPITULO 27
Los minutos fueron pasando, y Pedro siguió rezando con toda su fuerza de voluntad. Media hora más tarde. Donna Fields entró en la sala, hinchada como un globo, y lo abrazó sin decir nada. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
La sala de espera estuvo llena a rebosar al cabo de tres horas.
—Todo el pueblo está rezando por Paula, hijo mío —dijo el reverendo Swan—. Ahora todo está en las manos de Dios.
De pronto, la abarrotada sala se quedó en silencio. Pedro percibió de inmediato el cambio en el ambiente. Se volvió y vio al doctor Farr, que acaba de cruzar la puerta.
—Hemos practicado la cesárea y hemos extraído al bebé —comunicó el doctor Farr—. Es muy pequeño... Apenas pesa kilo y medio —le colocó a Pedro la mano en el hombro—. Está arriba, en la unidad de incubadoras.
— ¿Cómo está? —inquirió Pedro—. ¿Qué... posibilidades tiene?
—Ha habido suerte. Es muy probable que el niño sobreviva, aunque aún es pronto para hacer predicciones. Si quieres, puedes subir a verlo.
Pedro agarró el brazo del médico.
— ¿Y Paula?
—El doctor Hall saldrá a hablar contigo muy pronto.
Benjamin se colocó al lado de Pedro.
—Paula se recuperará. Tienes que tener fe.
—Estaba tan disgustada conmigo esta mañana —dijo Pedro—. Le pedí que se casara conmigo, pero metí la pata. Ni siquiera le dije que la amaba —se pasó los dedos por el cabello—. He sido un imbécil. La he hecho sufrir con mi maldito temor al matrimonio y a la paternidad.
—Paula lo comprende —dijo Benjamin—. Te perdonará. Fíjate en lo que yo le hice pasar a Sofia. Y me perdonó.
—Dios, espero tener la oportunidad de pedirle perdón.
«Y de decirle que la amo. Que ella es mi vida.» Al cabo de unos minutos, el doctor Hall encontró a Pedro y a Benjamin paseándose por el pasillo de la segunda planta. Por un terrible instante, Pedro pensó que Paula había muerto.
—Paula está en la UCI —les comunicó el doctor Hall—. El doctor Farr ya les habrá dicho que la cesárea salió perfectamente. Hemos hecho lo que hemos podido por ella. Detuvimos la hemorragia, y...
— ¿Va a vivir? —preguntó Pedro.
—No lo sé —contestó el doctor Hall—. Las próximas veinticuatro horas serán decisivas. Si consigue llegar a la noche, diría que tendrá muchas posibilidades.
— ¿Puedo verla?
El doctor Hall asintió.
—Les diré a las enfermeras que le permitan entrar unos minutos.
—Gracias —Pedro estrechó la mano del médico, y luego se giró hacia su hermano—. ¿Quieres explicarles la situación a Sofia y a Donna... y a todo el mundo?
—Claro —respondió Benjamin—. Adelante, ve a verla. Yo me ocuparé de todo aquí abajo.
Pedro titubeó antes de entrar en la UCI.
«Paula se pondrá bien. Paula se pondrá bien.»
Repitió la frase como si fuera una letanía, un cántico sagrado que pudiera protegerla de la muerte. Finalmente, abrió la puerta, entró y miró los numerosos cubículos cerrados.
—Sheriff Alfonso, la señora Chaves ocupa el número 8 —le dijo una enfermera de mediana edad—. Sígame.
Pedro sintió un doloroso nudo en el estómago al entrar en el pequeño cuarto. Paula yacía inmóvil, con el rostro amoratado e hinchado, y el cuerpo conectado a un sinfín de cables y tubos. Parecía muy pequeña, totalmente indefensa.
—El doctor Hall ha dicho que puede quedarse diez minutos —dijo la enfermera—. Luego podrá volver en el horario regular de visita.
Pedro asintió, y luego se acercó a la cama. Se inclinó sobre Paula, deseando con todas sus fuerzas que viviera. Alzó su lánguida mano y se la llevó a los labios. Tras besarla tiernamente, la apretó contra su mejilla.
—Hay algo que quiero que sepas —dijo—. Te quiero, Paula. ¿Me oyes? Te quiero.
Ella no se movió.
—Tienes que ponerte bien, cariño. Nuestro hijo necesita a su madre. Está arriba, recibiendo los mejores cuidados del mundo. Es pequeño, pero saldrá adelante —una pequeña mentira piadosa, se dijo Pedro. Una media verdad.
Permaneció a su lado hablándole, animándola, diciéndole una y otra vez cuánto la amaba.
Por fin, la enfermera apareció en la puerta y carraspeó.
—Tendrá que irse ya, sheriff Alfonso. Pero podrá volver dentro de un par de horas.
Pedro se inclinó para besar la frente de Paula y luego salió de la habitación. Su familia lo esperaba en la puerta.
— ¿Cómo está? —preguntó Sofia.
—Duerme —contestó Pedro—. Podré entrar a verla otra vez dentro de dos horas.
— ¿Qué tal si almuerzas algo? —Sugirió Benjamin—. Podemos ir todos a la cafetería.
—Quiero ver a mi hijo —dijo Pedro.
A Sofia y a Teresa se les saltaron las lágrimas. Las dos le pasaron los brazos por la cintura, flanqueándolo.
—Subamos todos a ver a mi sobrino —dijo Teresa—. Tal vez no nos dejen entrar, pero podremos asomarnos por el panel de la puerta.
Tras ponerle una bata verde y unos guantes, las enfermeras dejaron pasar a Pedro. Su hijo yacía en la incubadora, con el cuerpecito conectado a una serie de tubos y de cables, igual que su madre.
El pequeño tenía unas piernas y unos brazos perfectos, y la cabecita cubierta de pelo negro.
Un sentimiento distinto de cualquiera que hubiese experimentado hasta entonces abrumó a Pedro.
Aquella cosita que yacía en la incubadora, luchando por su vida, era su hijo.
—Sigue luchando, hijo mío. ¿Me oyes? Soy tu padre. Y no creas ni por un momento que no te quiero. Porque, Dios, te quiero muchísimo. Muchísimo —las lágrimas le rodaron por las mejillas. Sus hombros se estremecieron al intentar reprimir los sollozos—. Tienes que vivir por mí y por tu madre. Ella está abajo, luchando tan duramente como tú.
Y cuando se despierte, lo primero que me preguntará será cómo estás. Quiero poder decirle que estás bien.
Dicho esto, Pedro salió de la unidad de incubadoras, pasó junto a su familia y entró en el aseo de caballeros más próximo. Apoyó la cabeza en la pared durante un par de minutos, luchando por dominar sus emociones.
Cuando Peyton y Benjamin entraron en el lavabo, Pedro se estaba lavando la cara con abundante agua fría. Se sonó la nariz, arrojó el pañuelo de papel a la basura y respiró hondo.
— ¿Pedro algo que podarnos hacer? —preguntó Peyton.
—Estoy bien —respondió Pedro—. Sólo necesitaba unos minutos para... para...
— ¿Quieres que vayamos a comer algo? —Sugirió Benjamin—. Aún falta media hora para que puedas entrar a ver a Paula otra vez.
—Sí —dijo Pedro—. Un café me sentará bien.
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