jueves, 6 de abril de 2017

DESCUBRIENDO: CAPITULO 22





Pedro se detuvo justo delante de la puerta de Paula. Le había parecido oírla llorar, aunque eso fuese imposible. Pau era muy fuerte. Lo había visto con sus propios ojos, y había leído en Internet que tenía fama de ser una senadora especialmente dura.


Al parecer, era raro que Paula permitiese que la oposición le hiciese perder el control. No obstante, se acercó un poco más a la puerta y comprobó que no se había equivocado. 


Pau estaba llorando. No, era todavía peor. Sollozaba desconsoladamente, como si le hubiesen roto el corazón.


Alarmado, llamó a la puerta, pero Paula lloraba con tanta fuerza que no lo oyó. Pedro empujó la puerta y entró. Paula estaba tirada en la cama, con el rostro enrojecido, lleno de lágrimas. Parecía desesperada, estaba temblando.


Pedro se quedó tan impresionado que no supo qué pensar.


¿Habría algún problema con el bebé? ¿Tal vez un aborto?


Sintió miedo, pero se dijo que si Paula hubiese tenido algún problema con su embarazo, le habría pedido ayuda. Era demasiado lista como para sufrir en silencio. Le habría pedido que la llevase al médico.


No, tenía que ser otra cosa. ¿Algo peor? Pedro no soportaba verla así. Sintió ganas de abrazarla con fuerza, de tranquilizarla como si fuese una niña, pero sabía que a ella no le gustaría que se tomase tantas confianzas.


Inseguro y nervioso, se acercó a los pies de la cama. Buscó alguna pista con la mirada. La habitación estaba muy ordenada. No parecía haber nada fuera de lugar. El ordenador estaba apagado, pero el teléfono móvil estaba al lado de ella. Se preguntó si le habrían dado alguna mala noticia.


De repente, como si hubiese sentido su presencia, Paula levantó la cabeza y lo vio. Entonces se sentó corriendo y se limpió las lágrimas con las manos.


—Siento molestarte —se disculpó Pedro—, pero no he podido evitar oírte llorar y estaba preocupado. Tenía la esperanza de poder ayudarte de algún modo.


—Muchas gracias, pero no. Es sólo… —señaló hacia el escritorio—. ¿Podrías acercarme esa caja de pañuelos?


Pedro lo hizo y Paula se apresuró a limpiarse la cara y sonarse la nariz. Cuando hubo terminado, tiró los pañuelos húmedos encima de la mesita de noche e intentó sonreír, pero no lo consiguió.


—Debo de estar horrible.


—No me asusto fácilmente —dijo él, aliviado. Las cosas no podían ir demasiado mal, si a Paula le preocupaba su aspecto—. En cualquier caso, estás guapa con la nariz roja.


En esa ocasión, Pau consiguió sonreír un poco.


—¿Estás segura de que no puedo ayudarte?


Ella negó con la cabeza.


—Son sólo… —hizo un gesto de impotencia—. Cosas de mi familia en Italia. A veces me gustaría…


Dejó de hablar. Parecía perdida, y a Pedro se le rompió el corazón. Lo necesitaba, eso era evidente.


Cuando la miró a los ojos, supo que quería que la abrazase, que borrase sus lágrimas con besos, que la protegiese de lo que tanto la había disgustado.


¿O se estaba equivocando?


Decidió ser prudente y quedarse donde estaba. Habría sido demasiado fácil aprovecharse de la vulnerabilidad de Paula, pero en esos momentos sólo quería ayudarla.


—¿Quieres que te traiga algo? —le preguntó—. ¿Una taza de té?


Pensó que había hablado como si fuese una tía vieja y estúpida que pensase que todo podía arreglarse con una taza de té.


Paula también pareció sorprenderse.


—Me encantaría. Gracias, Pedro.


—Espérame aquí —le dijo él en tono amable—. Volveré en dos minutos.


Ella sonrió.


—Iré a lavarme la cara.






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