lunes, 6 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 4




Trabajar en un barco era muy diferente a hacer un crucero. 


Paula se había dado cuenta a los diez minutos de embarcar.


Se pasaba largas horas haciendo exactamente lo mismo que hacía en Elmer: lavando, cortando, tiñendo y peinando, y dando masajes dos veces por semana. Solo que todo aquello debía hacerlo con el suelo moviéndose bajo sus pies.


Dormía en una habitación compartida en la que apenas si tenía espacio para vestirse.


La supervisora no llevaba látigo, pero podría haberlo llevado. 


Se llamaba Simone. La mujer había despedido a la primera compañera de habitación de Paula porque la había visto salir una mañana del camarote de un pasajero con el mismo vestido del día anterior.


—Hay que atender a los pasajeros, pero no acostarse con ellos —decía Simone.


Paula se aprendió bien la lección. No porque hubiera tenido intención alguna de acostarse con ellos. Ya era bastante con ser amable.


Había conocido a mucha gente, a muchos hombres. En sus días libres, visitaba los puertos caribeños con algunos de ellos. En ocho semanas había recabado más experiencias y recuerdos que en toda una vida en Elmer.


—¿No echas de menos tu hogar? —le había preguntado Patricia la primera vez que la había llamado en una de sus escalas.


Por supuesto que lo echaba de menos. Pero la respuesta había sido otra.


—No tengo tiempo de echar de menos nada.


Lo que, por otro lado, era verdad.


Además, aunque algunas noches se tumbaba en la cama y no hacía más que pensar en Elmer y en la vida que había dejado allí, también sabía que en aquella ciudad no habría encontrado nunca lo que necesitaba.


No había ningún hombre en Elmer que la pudiera amar como Santiago amaba a Patricia.


Recordaba el día que había llamado a Arturo desde Kauai para contarle lo maravillosa que había sido la boda de su hermana y lo enamorados que estaban los novios.


—Ojala algún día yo encuentre un hombre así.


Ya Arturo solo se le había ocurrido decir:
—¿Y Pedro?


—¿Pedro? —había preguntado ella genuinamente anonadada—. ¿Pedro y yo?


—¿Qué tiene de malo Pedro? —había preguntado el viejo.


«Todo», podría haberle dicho ella. Pedro era demasiado guapo, demasiado sexy, demasiado ligón y además se creía el centro del universo. Ella era una chica que hasta un perdedor como Mateo Williams había rechazado.


—Dejémoslo en que no funcionaría —dijo finalmente ella—. Sería como casar a Caperucita con el lobo.


—Bueno, ahora… —había empezado a decir Arturo, pero ella lo había interrumpido.


—No, Arturo, olvídalo.


Precisamente, una de las cosas buenas que tenía aquel nuevo trabajo era haber podido alejarse de Pedro.


Eso no quería decir que estuviera huyendo. Al contrario, lo que hacía era abrirse nuevas posibilidades, ver mundo, conocer gente maravillosa, sobre todo hombres.


Su objetivo con aquel viaje era encontrar el amor verdadero.


Por supuesto, eso era algo que no le podía confesar a nadie. 


Si los demás miembros de la tripulación se hubieran dado cuenta, no la habrían dejado vivir. Ya pensaban que aquella inocencia suya era una mezcla entre algo entrañable y digno
de una enorme carcajada.


Carlos, uno de los camareros, que era de Barcelona, le tomaba el pelo todo el día.


—¡Tienes unos ojos enormes! —le decía con sorna, pues siempre miraba perpleja las maravillas que visitaban.


—Yo te los abriría aún más con gusto —decía Yiannis, un griego especializado en la carta de vinos—. Si quieres, te enseño los lugares que los turistas no visitan.


Allison, la otra peluquera y compañera de camarote desde el despido de Tracy, no se lo permitió.


—No vas a ir a ningún sitio con él. Lo que quiere es desnudarte en un rincón oscuro.


Vivir es aprender.


Así que, cuando Armand se la llevó a medianoche a dar un paseo a la luz de la luna y él la tomó apasionadamente en sus brazos, ella le puso la rodilla en la entrepierna y le dijo que solo tenía dos opciones: sufrir un duro golpe o dejarla en
paz. Se había comportado como todo un caballero liberándola de inmediato.


—Sí, estás aprendiendo —le había dicho Allison cuando se lo había contado.


Era cierto, estaba aprendiendo y mucho. Pero, aunque en los últimos dos meses había visto cosas que no había visto nunca antes, había conocido a mucha gente y había enviado una docena de postales a casa, no había encontrado el amor
verdadero. Aún.


Pero lo encontraría. Estaba decidida a hacerlo.


Sin embargo, no podía esperar que el amor se presentara en su puerta. Tendría que hacer algo. Así que decidió visitar algunos puertos con hombres que a Allison le parecían bien.


—Caballeros —había dicho Allison, lanzándoles a Armand, a Carlos y a Yiannis una mirada asesina, que los había obligado a retirarse y a dejarlas solas.


—Pero Carlos es un caballero —había protestado Paula.


—Carlos es un casanova —le había dicho Allison con firmeza—. No es tu tipo. Tú necesitas un hombre honrado.


Así que siguió los consejos de Allison.


Paseó con un encantador escocés de nombre Scot por Nassau, hizo esquí acuático en St. Thomas con un australiano, Fergus, y bebió margaritas en una isla privada con un canadiense de nombre Jimmy.


Eran dulces, divertidos, unos auténticos caballeros y, sin duda, mejor que quedarse en casa en Elmer. Pero ninguno de ellos era el hombre de su vida.


¿Y si nunca llegaba a encontrar tan codiciado espécimen? ¿Y si pasaban no días ni meses, sino años, esperando algo que no ocurría? No podía soportar pensar en eso.


Tarde o temprano ocurriría. Tendría que pasar.


Cuando menos lo esperara, lo vería subiendo a bordo. Él la miraría y, con sus ojos, se encontrarían sus almas también.


Se comprometerían y se irían a Elmer a casarse. Y todo el valle tendría que celebrar junto a ella que Paula Chaves hubiera encontrado al fin al hombre de sus sueños.


Y cuando se encaminara hacia el altar, por el pasillo de la iglesia, al encuentro de su futuro esposo, podría sacarle la lengua a Pedro Alfonso.





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