lunes, 6 de marzo de 2017

HASTA EL FIN DEL MUNDO: CAPITULO 5






Arturo había tenido alguna que otra descabellada idea a lo largo de sus noventa años, pero dudaba que jamás hubiera tenido una tan estúpida como aquella.


Así que, eso, ¿en qué convertía a Pedro por haberla seguido? ¿Cuan necio era habiéndose gastado una fortuna en «siete días y siete noches de crucero por el Caribe» en el barco en que Paula Chaves cortaba el pelo?


Debía de estar completamente loco.


—Por supuesto que lo estás —le dijo Arturo alegremente, mientras lo llevaba hacia el aeropuerto de Bozeman—. Todos nos volvemos locos cuando nos enamoramos.


«Enamorado». La idea no dejaba de darle vueltas en la cabeza. Eso era algo que les ocurría a otros, pero no a él. Entonces, ¿por qué estaba a solo una hora de tomar el
avión que lo llevaba al encuentro de Paula Chaves?


Por un momento, consideró la posibilidad de echar marcha atrás.


Pero Arturo no se lo permitió.


—No, señor. Si no lo haces, te arrepentirás.


Pedro pensaba que se podía arrepentir mucho más si lo hacía. ¿Y si al llegar Paula lo miraba de arriba abajo y daba media vuelta? ¿Y si le confesaba su amor y ella lo mandaba al infierno? Y lo que era peor, ¿y si no era capaz de abrir la boca?


—¿Tú? —dijo Arturo—. ¿No hablar? No me lo puedo imaginar.


Era cierto que, generalmente, no tenía problemas de locuacidad y, menos aún, con las mujeres. Pero Paula era otra cosa.


—Seguro que tú nunca hiciste nada tan estúpido como esto —dijo Pedro.


Se hizo un silencio, mientras Arturo recapitulaba sobre su vida.


—Puede que sí —dijo el viejo al fin.


Pedro levantó las cejas.


—¿Sí?


—Quizá, sí —Arturo se encogió de hombros—. Quizá, no.


Pedro esperó a que él le narrara una historia que no narró.


—Gracias —murmuró finalmente Pedro—. Eres de gran ayuda.


—Yo te he dado la idea —dijo Arturo mientras aparcaba el coche y paraba el motor—. No tienes nada que perder, muchacho.


Sí, sus esperanzas. En tanto en cuanto no se enfrentara a Paula y no recibiera un «no» rotundo, podía seguir soñando con un futuro común.


—Venga, Pedro —dijo Arturo antes de salir del coche—. Un corazón débil no es bueno para ganarse el favor de una dama.


—Preferiría que dejaras esas citas Zen —farfulló Pedro mientras se disponía a abrir la puerta. —No es Zen. Es de las novelas románticas. 


Pedro lo miró perplejo.


—Joyce me las dio. Un hombre tiene que hacer algo con su tiempo cuando es lo único que le queda. Además, yo creo en el amor. Y creo en ti. 


Aquel comentario de aprobación era algo excepcional en Arturo.


—¿Qué quieres decir…? —comenzó a preguntar Pedro.


Pero Arturo no estaba dispuesto a repetir.


—Vamos —se puso en marcha hacia la terminal del aeropuerto.


Pedro agarró el asa de su maleta tal y como lo hacía con las riendas de un caballo.


Una frase le vino a la mente.


—Esta es la carrera de tu vida —decía siempre antes de salir al ruedo uno de sus viejos compañeros, Garrett King.


Pedro había mantenido esa máxima en mente cada vez que se disponía a montar.


Y siempre había confiado en que alguna lo sería. La fuerza de la juventud le había hecho pensar que llegaría muy lejos. Había tenido siempre todo lo necesario para triunfar: empuje, coraje, fuerza, talento y vigor.


Pero nada de eso había sido suficiente. Había muchas cosas que no había podido controlar.


En diciembre, en las finales de Las Vegas, había estado a punto de conseguirlo.


Pero ya jamás alcanzaría lo que quería.


Mientras estaba en los ruedos, tenía esperanza. Pero ya no le quedaba nada.


Solo, tenía un sueño: Paula. Pero no quería admitirlo, no sabiendo lo que ella sentía por él. No hasta que no cambiara de opinión. Porque si él le decía: «Te quiero», y ella respondía: «Pues yo a ti no y nunca te querré», todo habría acabado.


Á pesar de todo, allí estaba, dirigiéndose hacia su incierto destino. Y no podía dar marcha atrás con Arturo allí, vigilante. Además, ya se había gastado el dinero y todo el mundo se había enterado, gracias al anciano, a dónde se dirigía.


Eso le había costado más de una mirada especulativa y burlona, como las de Cloris y Alice, o las de Felicity Jones y Tess Tanner. La última vez que había ido a casa de Jones a llevar unas cosas, Felicity lo había mirado de arriba abajo.


—No se te olvide cortarte el pelo mientras estés allí. A lo mejor hasta te apetece un masaje si lo da Paula Chaves.


Y lo peor era que, pensar sobre ello hacía que sintiera los pantalones un tanto constreñidos en cierta zona viril.


Pero se suponía que todo aquello lo hacía por amor, no por sexo, o al menos, no solo por sexo. Lo que sentía por Paula era más que simple deseo. Tenía que ver con palabras como «para siempre» y «compromiso», y «levantarse juntos cada mañana».


Sin embargo, no podía negar que también sentía deseo.


Volvió a pensar en lo de recibir un masaje de Paula en el barco. ¿Se atrevería?


—¿Vienes o te vas a quedar ahí de pie como si hubieras echado raíces? —le dijo Arturo.


Agarró el asa de su equipaje con más fuerza. «Esta es la carrera de tu vida», volvió a pensar.


Solo esperaba no darse contra el suelo.



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