lunes, 6 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 1




—Sigo sin poder creer que te vayas, que éste sea tu último día de trabajo. Creía que ibas a echarte atrás. Quiero decir que… llevas aquí toda la vida, Paula.


Paula Chaves no pudo evitar sonreír a su compañera de trabajo.


—Quizá sea por eso por lo que me voy, Natalia. Porque, como tú acabas de decir, llevo aquí toda la vida.


Bueno, «toda la vida» eran once años, desde que salió de la universidad a la edad de veintiuno; pero, para Natalia, ella formaba parte inseparable de Alfonso & Son. Y para el resto del personal. Sobre todo, para él.


—Sé que no me voy a llevar bien con Susana —comentó Natalia con pesar—. Susana no es como tú.


—Te irá bien, ya lo verás —mintió Paula.


Durante las últimas cuatro semanas, Paula había estado enseñando a Susana Richards, su sustituta, los entresijos del trabajo, y pronto se había dado cuenta de que Susana no tenía paciencia con Natalia. Natalia no era tonta, pero sí algo lenta y, con frecuencia, había que explicarle las cosas más de una vez; y Susana había decidido ignorar el hecho de que Natalia era sumamente trabajadora.


Sin embargo, eso ya no era problema suyo. En cuestión de unas horas, saldría de las oficinas de Alfonso & Son por última vez. También se iría de Yorkshire, lugar donde había nacido y en el que se había criado, para trasladarse a Londres aquél fin de semana. Un trabajo nuevo, un piso nuevo… en definitiva, una nueva vida.


Paula movió unos papeles que tenía encima del escritorio.


—Natalia, antes de las copas de despedida, tengo que terminar unas cosas.


Su jefe había preparado una pequeña fiesta de despedida y Paula quería dejar acabadas unas cuantas cosas antes de la fiesta.


Una vez que Natalia salió del despacho de Paula, ésta se quedó mirando a la grande y cómoda estancia que había sido su lugar de trabajo durante los últimos cuatro años, desde que había sido nombrada secretaria personal del fundador de aquella empresa de maquinaría agrícola. Al principio se había sentido encantada debido al prestigio y al muy generoso salario del nuevo puesto de trabajo. Además, David Alfonso era un buen jefe, un padre de familia cuyo sentido del humor se asemejaba mucho al de ella. Pero David Alfonso no era el motivo por el que se marchaba…


—¿No vas a cambiar de idea en el último momento?


La voz profunda proveniente de la puerta la hizo volver la cabeza.


—No, claro que no —respondió Paula con una compostura que traicionaba la repentina violencia de los latidos de su corazón.


Siempre había logrado ocultar sus sentimientos por Pedro Alfonso, el único hijo y mano derecha de su jefe.


Paula contempló ese moreno y atractivo rostro, su mirada azul no traicionó sus sentimientos.


—No pensarías que iba a echarme atrás, ¿verdad?


Él se encogió de hombros.


—La esperanza es lo último que se pierde.


Ridículo, porque desde hacía ya mucho había aceptado el hecho de que el coqueteo de Pedro no significaba nada para él.


—Lo siento, pero ya tengo las maletas hechas.


—Mi padre está destrozado —Pedro entró en el despacho, se sentó en el borde del escritorio y clavó en ella sus ojos grises.


—¿Destrozado? No lo creo. Le agradezco mucho que sienta que me vaya, pero creo que eso es todo, Pedro. Y Susana, como tú ya sabes, es muy eficiente.


Susana Richards. Rubia, atractiva y con la clase de cuerpo que cualquier modelo querría para sí. La clase de mujer que le gustaba a Pedro. Durante los últimos doce meses, desde el regreso de Pedro al Reino Unido tras el infarto de su padre, Paula había oído rumores en la oficina respecto a las numerosas novias de Pedro, todas ellas rubias y delgadas. 


Por el contrario, ella era pelirroja y, aunque sus voluptuosas curvas podían haber estado de moda en tiempos de Marilyn Monroe, ahora no era así.


¿Por qué, sabiendo todo aquello, se había enamorado de Pedro?, se preguntó Paula. Sobre todo, teniendo en cuenta que Pedro no era la clase de hombre que duraba mucho con una mujer. Pero no podía evitar sus sentimientos, estaba locamente enamorada de él. Para Pedro, ella no era más que la secretaria que compartía con su padre; por supuesto, se llevaban bien, pero nada más.


—Creía que no te gustó Londres cuando estabas estudiando allí en la universidad. Me lo dijiste en una ocasión.


Paula frunció el ceño.


—Te dije que me alegré de volver a casa, pero no que no me gustara Londres —le corrigió ella.


Pedro se la quedó mirando unos momentos antes de levantarse del escritorio.


—En fin, es tu vida. Sólo espero que no acabes arrepintiéndote de tu decisión. Uno puede sentirse muy solo en una gran ciudad.


—Ya, rodeada de gente, pero sin nadie a tu lado, ¿verdad? —Paula asintió—. Tengo muchos amigos de los tiempos de universidad, así que eso no será un problema. Y, además, voy a compartir piso con una chica, así que no voy a vivir sola.


Paula no añadió que eso le preocupaba. Llevaba seis años viviendo sola en un pequeño y bonito ático con vistas al río. 


Allí, los fines de semana, hacía lo que quería, se levantaba cuando quería y no tenía que rendir cuentas a nadie. Pero el precio de los alquileres en Londres era muy diferente al de Yorkshire y, aunque el sueldo de su nuevo trabajo era bueno, no era suficiente para permitirse el lujo de pagar un apartamento ella sola.


—No olvides dejarnos tu nueva dirección —dijo Pedro mientras se encaminaba hacia la puerta—. Puede que te llame cuando vaya a la capital a pasar unos días, incluso puede que te pida que me dejes dormir en el sofá alguna noche.


¡Ni en broma! Paula respiró profundamente y soltó el aire despacio.


—Bien —respondió ella, deseando poder odiarle.


Eso le haría la vida más fácil. Para empezar, no tendría que marcharse de su ciudad natal… aunque no estaba siendo justa. Incluso antes de enamorarse de Pedro se había dado cuenta de que estaba en una encrucijada y que tenía que hacer algo con su vida. Sus dos hermanas y la mayoría de sus amigas estaban casadas y con hijos, y ya no salía tanto con ellas. Durante los doce meses que Pedro llevaba allí, ella sólo había salido con un par de hombres y había sido desastroso. Había empezado a considerarse una solterona dedicada por entero al trabajo, a la casa y a ser la madrina de los hijos de otros.


Sus amigas la consideraban demasiado exigente con los hombres y reconoció que quizás lo fuera. Además, no estaba desesperada por encontrar marido. Lo que sí quería era tener una vida social más activa: ir al teatro, al cine, a clubs nocturnos, a buenos restaurantes y salir con amigos. Al fin y al cabo, sólo tenía treinta y dos años. Por eso le atraía Londres.


Había sido una buena decisión. Sí, sin duda lo era. Por supuesto, si Pedro hubiera mostrado algún interés por ella… 


Pero no había sido así.


Paula se tragó el nudo que sentía en la garganta diciéndose a sí misma que ya estaba bien de llorar por él. Por difícil que fuera decirle adiós, quedarse sería un suicidio. Lo sabía desde aquel breve beso en Navidad. Sólo había sido un beso en la mejilla para él, nada; sin embargo, ella había soñado con ese beso noches y noches.


Fue entonces, en Navidad, cuando decidió que ya estaba bien, que tenía que dejar de torturarse a sí misma. Y acabó por convencerse el veintiséis de diciembre, cuando mientras sacaba a pasear a los perros de sus padres por el campo, vio a Pedro en la distancia acompañado de su rubia del momento. Ella se había escondido detrás de un árbol para que no la vieran y, cuando pasó el peligro y reanudó el paseo, se dio cuenta de que dejar la empresa no era suficiente; tenía que irse lejos, a un lugar donde no pudiera encontrarse con Pedro accidentalmente.


Y ahora estaban a principios de abril. La fecha señalada. La primavera.


Tenía que verlo todo así, como una oportunidad, como un nuevo comienzo. No debía sentir que el mundo había llegado a su fin.


No obstante, no estaba muy feliz cuando se reunió con todo el personal de la empresa en el bar. Le emocionó ver que estaban todos los empleados, más de un centenar, allí reunidos para darle la despedida. Y aún se emocionó más cuando le dieron como regalo un sistema de navegación por satélite para el coche.


—Para que no te pierdas cuando vengas a vernos —bromeó Bill Dent, el director de contabilidad, al darle el regalo.


Paula tenía fama, con toda razón, de no tener ningún sentido de la orientación.


—Muchas gracias a todos —concluyó Paula después de un pequeño y lacrimógeno discurso sin poder evitar mirar a Pedro más de lo que le convenía y sin dejar de notar que Susana Richards no le dejaba ni a sol ni a sombra.


Paula se alegró cuando, después de una hora, la gente empezó a marcharse a su casa. Cuando sólo quedaban una media docena de personas, Paula se dirigió a su despacho para recoger sus cosas. Sintiéndose sumamente triste, se dejó caer en su silla y miró a su alrededor.


David entró un momento después, con Pedro siguiéndole los talones. Sacudiendo la cabeza, David dijo:
—Ya te dije que no deberías marcharte. Y no soy sólo yo quien piensa eso, sino todos lo demás; a excepción de ti, por supuesto.


«No todos», pensó ella.


Forzando una sonrisa, Paula logró decir en tono ligero:
—Tengo que ampliar mis horizontes y es ahora o nunca. Decir adiós es muy difícil, pero…


—Ya que estamos hablando de estas cosas… —David se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña caja envuelta en papel de regalo—. Es un regalo de agradecimiento. Lo digo en serio, eres la mejor secretaria que he tenido en la vida. Y no es que quiera chantajearte, es verdad. En fin, si no consigues acostumbrarte a Londres, ya sabes que para ti siempre habrá trabajo aquí, en Alfonso & Son.


—¡Dios mío, es precioso! —después de abrir la caja, Paula se quedó contemplando el delicado reloj de oro que había dentro—. Muchísimas gracias. No esperaba…


Pero el nudo en la garganta le impidió continuar.


—Lo ha elegido Pedro —dijo David—. Yo iba a darte un cheque, en mi opinión es algo más práctico, pero a Pedro le pareció que sería mejor regalarte algo que te recordara el tiempo que has pasado aquí y, como había notado que llevabas unas semanas sin llevar reloj…


—Sí, se me ha roto —susurró ella.


Pedro lo había notado.


—En fin, bueno, espero que te guste —David quería poner fin a ese momento, demasiado emotivo para él—. No olvides venir a vernos cuando vengas a visitar a tus padres, ¿de acuerdo, hija? En fin, yo ya me marcho, mi mujer me está esperando porque vamos a salir esta noche.


David volvió la cabeza y, mirando a su hijo, añadió:
Pedro, no te olvides de cerrar la oficina cuando te vayas. Y no te preocupes por la fábrica, ya hay alguien que ha quedado encargado de cerrar.


—Adiós, señor Alfonso —dijo Paula poniéndose en pie para estrechar la mano de su jefe, que era de la vieja escuela y no daba besos ni abrazos a nadie. Sin embargo, impulsivamente, ella se puso de puntillas y besó la mejilla de David Alfonso antes de volverse a sentar.


David se aclaró la garganta.


—Adiós, hija. Cuídate mucho —dijo David y, tras esas palabras, desapareció por la puerta rápidamente.


Tras unos segundos de tenso silencio, Pedro comentó:
—No he visto tu coche en el estacionamiento esta mañana.


Sorprendida, Paula le miró mientras recogía unos papeles que tenía encima del escritorio. Él, apoyado contra una pared, le devolvió la mirada con esos ojos grises de expresión inescrutable. Ella había notado la capacidad de Pedro para no mostrar con su expresión lo que estaba pensando; quizá fuera eso, en parte, lo que le había dado tanto éxito en los negocios desde que acabó sus estudios universitarios y trabajó en Alemania, Austria y Estados Unidos. Cuando regresó para ayudar a su padre con la empresa, había dejado un trabajo de mucha responsabilidad y muy bien pagado en una empresa farmacéutica de Estados Unidos, aunque eso se lo había dicho David Alfonso. Pedro jamás hablaba de su pasado.


—¿Mi coche? Bueno. Como sabía que iba a beber, no he traído el coche. Volveré a casa en taxi.


—No es necesario —Pedro se enderezó—. Yo te llevaré a tu casa.


«¡No, no, no!» Paula había visto su coche, un deportivo que era la seducción sobre ruedas.


—Gracias, pero no es necesario que te molestes. Además, no te pilla de camino.


Pedro sonrió. Paula se preguntó si era consciente del efecto devastador de su sonrisa. Sí, debía saberlo.


—Hace una tarde preciosa y no tengo nada que hacer. Tengo todo el tiempo del mundo.


—No, en serio. No quiero causarte tantas molestias.


—Insisto —replicó Pedro.


—Y yo insisto en ir en taxi.


—No seas tonta —Pedro volvió a acercarse al escritorio y se sentó en el borde, una costumbre suya—. Estás disgustada porque te vas. Llevas aquí toda la vida. No puedo abandonarte al anonimato de un taxi.


—No es que tú me abandones, es que yo prefiero ir en taxi.


—Y como es una tontería, me siento con derecho de ignorarlo. Voy a por la chaqueta.


—¡Pedro! —gritó ella mientras él se ponía en marcha.


—¿Sí, Paula? —Pedro volvió la cabeza justo antes de cruzar la puerta.


Por fin, Paula se dio por vencida.


—Esto es ridículo —murmuró ella.


—Vamos, ponte la chaqueta y deja de protestar.


Pedro regresó al cabo de un minuto. Después de agarrar el sistema de navegación para librarla del peso, ella le dio las llaves de su despacho.


—Toma. Tenía intención de dárselas a Susana, pero…


Sin comentar nada, Pedro aceptó las llaves y se las metió en el bolsillo.


Mientras se acercaban al ascensor, Paula dijo:
—Gracias por lo del reloj, Pedro. Es realmente precioso.


—De nada.


Una vez dentro del ascensor, Pedro añadió:
—Mi padre te está muy agradecido por todo y el reloj es un regalo de ambos. Y te portaste maravillosamente bien cuando tuvo el infarto. Cuando yo tuve que hacerme cargo de la empresa, no sé qué habría sido de mí sin ti, Paula.


Aquello era una tortura. Una tortura exquisita, pero tortura al fin y al cabo.


—Cualquiera habría hecho lo mismo.


—No, eso no es verdad —la grave voz de Pedro enronqueció—. Quería darte las gracias.


—No es necesario, yo sólo he hecho mi trabajo; sin embargo, es de agradecer que se me aprecie en esta empresa —Paula forzó una sonrisa cuando las puertas se abrieron y, al salir al vestíbulo, lanzó un suspiro de alivio.


Pero el interior del coche se le antojó un infierno. Un espacio demasiado pequeño para estar con Pedro a solas.


—Es un coche precioso —comentó ella—. Es como un juguete para niños, ¿verdad?


Pedro volvió la cabeza, sonriendo.


—Tenía uno igual en Estados Unidos y fue entonces cuando me acostumbré a los coches rápidos.


—Debió ser duro para ti tener que dejar Estados Unidos, ¿no?


—Sí, lo fue —Pedro puso en marcha el motor antes de volver la cabeza de nuevo hacia ella—. ¿Qué te parece si vamos a cenar?


—¿Qué? —perpleja, Paula se lo quedó mirando.


—¿Una cena? —repitió él con paciencia—. A menos, por supuesto, que tengas otros planes. ¿Una pequeña muestra de agradecimiento?


—Ya me has dado el reloj —dijo ella sonrojándose.


—El reloj ha sido de mi padre y mío. La cena es sólo cosa mía.


Era una locura decir que sí, pasaría todo el tiempo intentando ocultar lo que sentía por él; por otra parte, era una oportunidad única, jamás volvería a tener ocasión de pasar una tarde en compañía de Pedro. Después de dos días, se marchaba a Londres definitivamente. ¿Podría soportar la agonía de no verle?


—Mis planes eran limpiar la casa —admitió ella con voz débil—. Pero puede puedo hacerlo en otro momento.


—Estupendo. Entonces, nos vamos a cenar. Conozco un restaurante italiano estupendo que no está muy lejos de mi casa. ¿Te gusta la comida italiana?


Paula no creía que pudiera comer aquella noche.


—Sí, me encanta.


—Voy a reservar una mesa.


Pedro agarró su teléfono móvil, marcó un número y dijo:
—Roberto, hola —entonces habló en un italiano fluido, cosa que no sorprendió a Paula.


Una vez que acabó la llamada, Pedro se guardó el teléfono móvil en el bolsillo, se volvió hacia ella y sonrió.


—Ya está. He reservado mesa para las ocho. ¿Te importa que pasemos antes por mi casa? Me gustaría cambiarme de camisa antes de cenar.


Su casa. Iba a verla.


—Bien —Paula asintió.


Durante el trayecto, Paula miró en más de una ocasión las manos de Pedro agarradas al volante. Eran unas manos grandes, varoniles. ¿Qué sentiría si esas manos le acariciaran el cuerpo, exploraran sus más íntimos rincones?


—Deberíamos seguir en contacto, incluso salir a almorzar cuando vengas a visitar a tus padres —dijo Pedro, sacándola de su erótica fantasía—. Te considero una amiga, Paula. Espero que lo sepas.


¡Genial!


—Sí, lo sé —Paula sonrió.


Una vez que ella estuviera en Londres, Pedro sólo tardaría unos días en olvidarse de que existía. De hecho, quizá lo olvidara al día siguiente. Pedro no era la clase de hombre que tenía amigas, sólo amantes.


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