lunes, 6 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 2




Ya era completamente de noche cuando Pedro dejó la carretera secundaria por la que llevaban circulando un rato y cruzó las puertas de una imponente verja de hierro para tomar un camino de grava. A ella le sorprendió la distancia que habían recorrido; no sabía que la casa de Pedro estuviera tan lejos de Alfonso & Son, había supuesto que él vivía cerca de la casa de sus padres.


El camino de grava estaba rodeado de arbustos y árboles que ocultaban la casa y, de repente, entraron en una explanada dominada con césped. La casa estaba delante.


Paula había imaginado que Harry viviría en una casa moderna o un palacete de finales del siglo XIX; sin embargo, la pintoresca casa de campo no era ninguna de las dos cosas.


—¿Es ésta tu casa?


—¿Te gusta? —preguntó él acercando el coche a la entrada.


¿Qué si le gustaba? ¿Cómo no iba a gustarle? Era una casa con fachada pintada en blanco, ventanas antiguas y tejado de paja. La terraza que lo rodeaba tenía una mesa y sillas para las noches de verano. Rosales trepadores y hiedra adornaban la fachada. Sí, era una casa de campo inglesa digna de una postal, el último lugar en el que habría imaginado que Pedro viviría.


Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Pedro dijo:
—En Estados Unidos tenía una casa moderna con mucho cristal y mucho acero y vistas al mar. Me apetecía un cambio.


—Es maravillosa —dijo Paula mientras él le abría la portezuela para ayudarla a salir del coche.


Pedro se encogió de hombros.


—Es un sitio para vivir de momento. Pero no soy la clase de persona a quien le gusta echar raíces.


—¿Por eso has viajado tanto?


—Supongo que sí.


Paula se lo quedó mirando.


—Tu padre espera que decidas hacerte cargo del negocio familiar, ¿verdad?


—Nunca lo he considerado como una opción —Pedro abrió la puerta de la casa y se echó a un lado para cederle el paso.


El vestíbulo era amplio, el suelo de tarima había sido restaurado y barnizado, y su color reflejaba el color miel de las paredes, decoradas con algún que otro cuadro.


—Accedí a venir y ayudar a mi padre durante un par de años —añadió Pedro— en parte, para ayudarle a ir dejando las riendas del negocio con el fin de que le resulte más fácil desprenderse de él a la hora de venderlo. Pero eso es todo.


—Entiendo —la verdad era que no lo entendía, pero no era asunto suyo—. ¿Así que piensas volver a los Estados Unidos?


Pedro volvió a encogerse de hombros.


—Los Estados Unidos, Alemania o incluso Australia. No lo sé todavía. He invertido una buena parte del dinero que he ganado estos últimos años y las inversiones han resultado muy fructíferas. En realidad, no necesito trabajar, pero seguiré haciéndolo. Me gustan los retos.


A Paula le habría gustado hacerle preguntas, saber más de su vida; sin embargo, el rostro de Pedro se había ensombrecido por lo que, decidiendo cambiar de tema, dijo:
—Se ve todo sumamente limpio y sin una mota de polvo. ¿Viene alguien a limpiar?


—¿Estás insinuando que los hombres no sabemos limpiar? Es un comentario algo machista, ¿no te parece? —Pedro sonrió traviesamente mientras la conducía a un cuarto de estar dominado por una magnífica chimenea en el que el suelo estaba salpicado de bonitas alfombras, sofás y sillones—. Pero tienes razón, la señora Rothman viene a limpiar tres veces por semana y es ella quien lo hace todo. Es un tesoro.


—¿Y también te deja comida preparada? —preguntó ella cuando Pedro, con un gesto, la invitó a sentarse.


—No, de eso nada. Aunque esté mal que yo lo diga, soy un gran cocinero. ¿Te apetece una copa de vino mientras esperas? ¿Tinto o blanco?


—Tinto. Gracias.


Pedro desapareció y volvió al cabo de un momento.


—Aquí tienes tu copa de vino —dijo Pedro acercándose a ella con una enorme copa de vino—. Voy a cambiarme, no tardaré. Si quieres entretenerte, ahí hay unas revistas.


Pedro le indicó una mesa auxiliar y añadió:
—Y, como ves, en la mesa tienes unos frutos secos y unas aceitunas. Toma lo que quieras.


—Gracias.


Tan pronto como Pedro volvió a dejarla sola, Paula se acercó a la mesa y empezó a dar buena cuenta de los frutos secos, decidiendo que ya se preocuparía de las calorías al día siguiente. Esa noche iba a necesitar permanecer sobria y con sus facultades mentales intactas. Un desliz, una mirada y Pedro podría darse cuenta de lo que sentía por él. Y ella se moriría.


Con la copa de vino en la mano, se paseó por la estancia. 


Se detuvo al pasar por el espejo encima de la chimenea y se miró. La suave iluminación de aquel cuarto hacía que su cabello pareciera más dorado que rojizo y hacía que las pecas que le cubrían todo el cuerpo se vieran más suaves. 


Sin embargo, la luz no logró disimular sus inocuos rasgos, y la irritación que eso le causó hizo que salieran chispas de sus ojos azules. Ése era el motivo por el que Pedro jamás se le había insinuado. Quería ser una mujer fatal, una mujer alta, delgada y elegante; pero no era más que una mujer pechugona y con buenas caderas. Incluso su madre admitía que era «gordita», lo que el resto de la gente llamaba «entrada en carnes».


Después de mirarse durante un minuto, Paula se acercó a la ventana, que daba a la parte de atrás de la casa, y allí se terminó la copa de vino.


—No vas a ver mucho.


Pedro había entrado en la estancia sin que le oyera y Paula se sobresaltó. Se colocó a su espalda, con las manos tocándole suavemente la cintura, y dijo:
—A la izquierda, detrás de un viejo castaño, hay una piscina y una pista de tenis, pero esta demasiado oscuro para que puedas ver nada. ¿Te gusta el deporte?


¿El deporte? No sabía por qué le había puesto las manos en la cintura y, haciendo un esfuerzo ímprobo, logró murmurar:
—Nado un poco —pero no añadió que llevaba años sin jugar al tenis porque, se comprara el sujetador que se comprara, sus pechos subían y bajaban como locos.


—Tienes que venir en verano a bañarte, si es que pasas por aquí.


—Estupendo.


—Bueno, si te parece bien, podríamos irnos ya.


Cuando Pedro la soltó, se sintió aliviada y abandonada al mismo tiempo. Y al darse la vuelta, se dio cuenta de que no sólo se había cambiado de ropa sino que también se había dado una ducha. De repente, se le vía diferente. En el trabajo, sólo llevaba trajes de chaqueta y corbata; ahora, con una camisa negra y unos pantalones negros, era todo magnetismo animal.


Controlando una oleada de puro amor, Paula le dio su copa de vino vacía y se acercó al sofá donde había dejado el bolso y la chaqueta, al tiempo que volvía la cabeza y le decía:
—Has sido muy amable, Pedro. En casa sólo tenía judías en lata y pan para hacerme unas tostadas.


—Es un placer.


Pedro le quitó la chaqueta de las manos para ayudarla a ponérsela y ella se alegró enormemente de que no pudiera leerle el pensamiento. Después, tras respirar profundamente, salió de la estancia a paso ligero.





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