lunes, 16 de enero de 2017

UN SECRETO: CAPITULO 1




—Ya es hora de despertarse, bella durmiente —dijo una voz profunda.


Paula Chaves abrió los ojos. Una masculina mano le estaba acariciando el hombro. Era la caricia de su amante. 


Sintiéndose segura y cómoda bajo el edredón, emitió un pequeño gemido de satisfacción y se acurrucó aún más  entre la ropa de cama.


—Despiértate, Pau.


Aunque todavía estaba adormilada, sintió cómo él se acercaba y se agachaba. Pero en vez de besarla, echó el edredón para atrás. Cerrando los ojos con fuerza para resistirse al comienzo del día, Paula protestó murmurando.


Entonces percibió su aroma. Cien por cien masculino. 


Extremadamente sexy. En el aire todavía se podía respirar la pasión que habían compartido la noche anterior. Gimió, se revolvió entre las sábanas y se estiró levemente. Con los ojos todavía cerrados, esperó a que la tocara.


En aquella ocasión él le agitó levemente el hombro.


—¡Levántate, Paula!


Ella abrió los ojos y tardó un momento en recordar lo que estaba pasando.


Estaban en el ático dúplex de Pedro Alfonso.


Aquella mañana se iba a celebrar el funeral y el entierro de su padre.


El funeral de Enrique Alfonso. Comprendió por qué Ryan no estaba de humor para…


—Olvídalo. No tienes que levantarte todavía. Me ducharé yo primero —dijo él—. Tengo que ponerme en marcha. Tómate tu tiempo.


Paula se sentó en la cama. Estaba completamente despierta y agarró el edredón con la intención de ocultar su completa desnudez. Pero no tenía por qué haberse preocupado ya que Pedro ya se había dado la vuelta.


Volvió a tumbarse sobre las almohadas y sintió como se le formaba un nudo en el estómago.


Oyó el sonido del agua corriendo en la ducha.


Miró de reojo el reloj que había sobre la mesita de noche y se percató de que era muy tarde. Se había quedado dormida.


Ambos se habían quedado dormidos.


Entonces dejó de oír el agua correr pero no se movió de la cama. Esperó. La puerta del cuarto de baño se abrió poco después y Pedro salió. Se estaba secando el pelo con una toalla y estaba completamente desnudo. Tenía el pecho amplio y las caderas estrechas. Era el hombre más guapo que ella jamás había visto. Paula observó cómo miraba el reloj de su muñeca y cómo se dirigía al vestidor.


Cerró los ojos y pensó que aquello iba a ser difícil.


—¿Te has vuelto a quedar dormida? —preguntó él, impaciente.


Su voz seguía siendo profunda y sexy… jamás dejaba de excitarla.


Entonces ella abrió los ojos. Vio que Pedro se había vestido con un traje oscuro que contrastaba con el calor que hacía en febrero en Sidney y que estaba agarrando del suelo la ropa que habían dejado allí tirada la noche anterior. Se ruborizó al recordar aquello y él debió de leer algo en su cara ya que se le oscurecieron los ojos, se acercó a ella y la abrazó.


—Eres la mujer más sexy del mundo —murmuró.


Pedro olía a limpio y tenía un aroma muy fresco… a jabón y a hombre.


—¿Y a ti se te puede tentar fácilmente? —preguntó ella.


—Podría quedarme aquí contigo todo el día.


Aquellas palabras llevaron a la memoria de Paula todo lo que iba a ocurrir aquel día: el funeral de Enrique Alfonso, la lectura del testamento, la conversación que ella debía mantener con Pedro… Pero aun así, a pesar de todo lo que había que hacer, él le parecía irresistible.


Un último beso. Se prometió a sí misma que eso sería todo. 


Entonces lo abrazó por el cuello y tiró de él.


—¡Oye! —exclamó Pedro al caer a su lado en la cama.


Tenía la cara tan cerca de la de ella que Paula pudo ver a la perfección el verde jade de sus iris, aquel color tan rico que nunca dejaba de revolucionarle el corazón.


Pedro le apartó un mechón de pelo de los ojos.


—Pareces cansada. Estás pálida. Tienes ojeras. No debí haberte mantenido despierta hasta tan tarde.


—No pasa nada —contestó Paula, forzándose en sonreír para ocultar así su preocupación por él.


La manera en la que habían hecho el amor la noche anterior había conllevado cierta desesperación. La desaparición del avión de su padre y la posterior recuperación del cuerpo de éste habían entristecido a Pedro. En lo que a ella se refería, la desesperación provenía por otras causas… por sentir que se le estaba acabando el tiempo.


Irrevocablemente.


—Vas a verte con Raul antes del funeral, ¿no es así? —dijo, cambiando de asunto.


Ante la mención de Raul Perrini, el presidente provisional de Alfonso Diamonds y marido de su hermana, Pedro esbozó una mueca.


—No, ya tendré mucho tiempo después para hablar con él.


Paula vaciló, pero finalmente habló.


—Hoy también va a ser duro para Karen.


La hermana de Pedro había regresado a Australia tras el fallecimiento de su padre después de haber estado trabajando durante los anteriores diez años para Mateo Hammond, hijo del mayor enemigo de Enrique Alfonso… su cuñado, Oliver.


—Lo sé.


Paula quiso advertirle que la tratara con delicadeza, pero se contuvo en el último segundo.


Pedro no querría su consejo. Después de todo, ella sólo era su amante, no su esposa.


Bueno, en realidad era menos que una amante… era la querida secreta de la que nadie debía saber nada. Se preguntó qué diría la gente si supieran que la fría rubia que dirigía la joyería Alfonso en Sidney durante el día era abrazada por el jefe durante la noche.


Se quedarían impresionados. Horrorizados. ¿Un Alfonso acostándose con un miembro del personal? ¿La hija de un mecánico viviendo con un multimillonario?


—¿Sabes lo que deseo más que nada en el mundo? —preguntó entonces Pedro, acariciándole el pelo.


Su voz era suave, cautivadora. Durante un momento Paula deseó que el mundo que había al otro lado de las paredes, la familia Alfonso, Alfonso Diamonds y las expectaciones públicas, se pudieran disolver. Deseó que sólo fueran ellos dos: Pedro y ella. Deseó poder acurrucarse en sus brazos y no tener que marcharse nunca.


Si sólo…


—¿Qué quieres?


—Besarte aquí… —contestó él, acariciándole la garganta— para celebrar la vida en vez de la muerte.


Entonces la besó donde la había acariciado. Paula tragó saliva y él pudo sentir cómo se movía su garganta. A continuación subió los labios hasta su boca.


Pau gimió.


—Abre la boca, cariño, te necesito.


La voz de Pedro reflejaba una desesperación que era nueva para ella. Obedientemente separó los labios. Él saboreó la dulzura de su boca mientras ella lo abrazaba por el cuello. 


No quería dejarlo marchar.


Cuando por fin dejó de besarla, Pedro tenía la respiración agitada y sus ojos reflejaban deseo.


—Dios, podría quedarme aquí todo el día. Sería una manera muy fácil de escaparme de todo —comentó, volviéndola a besar de nuevo.


La besó frenéticamente y Paula lo deseó con ardor. El deseo de escapar dejaba claro cuánto temía el día que tenía por delante. El funeral suponía la prueba final de que su padre se había marchado. Para siempre. Entonces ella le acarició los hombros y deseó poder quitarle todo el dolor que sentía por dentro


—¿Ves lo receptivo que es tu cuerpo? —dijo él, apartándose y metiendo una mano por debajo del edredón—. Ya se te han hinchado los pechos. Anoche me di cuenta enseguida de lo tensos que estaban.


Paula se quedó helada.


Le agarró la mano para impedirle que la bajara hacia su estómago. Todavía no había visto ningún cambio en su cuerpo. Sólo había sentido las señales de advertencia.


—No tenemos tiempo para esto —comentó, apartándose de él—. Será mejor que te pongas en marcha o llegarás tarde.


—Y será mejor que tú también te levantes.


—Lo haré —concedió ella, sonriendo débilmente—. En cuanto te hayas marchado.


—Supongo que es mejor así —dijo él, respirando profundamente—. En cuanto te levantaras y comenzaras a vestirte, no saldría de aquí. Pero primero…


Entonces se acercó a ella y posó los labios sobre los suyos durante un largo momento. Fue un beso dulce. Delicado. Un gran contraste con la desesperación que se había apoderado de sus actos momentos antes.


—Gracias por anoche —le dijo.


Paula sintió como si se le partiera el corazón en dos.


Pedro todavía no lo sabía, pero la noche anterior había sido la despedida… aunque ella ya estaba vacilando. Quizá otra semana más…


Él se levantó y sus ojos se ensombrecieron.


—No llegues tarde al funeral. Y no…


—Que no haga nada que nos pueda delatar —terminó de decir ella. 


Aquello le dolió.


—Iba a decir que no hicieras nada que pudiera distraerme —corrigió él, asombrado.


—Márchate, Pedro —insistió Paula, sintiendo la garganta seca.


Entonces observó cómo él salía de la habitación y oyó sus pisadas en el pasillo. Esperó a oír que llegaba el ascensor, y que posteriormente se cerraban las puertas, para levantarse.


Sintió cómo se le revolvía el estómago y un nauseabundo sabor a bilis en la garganta. Se levantó y comenzó a tener arcadas antes incluso de llegar al cuarto de baño.


Después se lavó la cara con agua fría. Le temblaban las manos y se miró en el espejo que había sobre el lavabo. Era cierto que estaba muy pálida y sus ojos marrones reflejaban cansancio. Tenía un aspecto horrible. Pero, mirándose a los ojos en el espejo se dijo a sí misma que ya estaba bien de sentir pena y culpabilidad y que aquel mismo día tenía que terminar con todo. En cuanto el funeral acabara.


Antes de que los síntomas fueran evidentes





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