miércoles, 11 de enero de 2017

PELIGRO: CAPITULO 18





—Estamos llegando a San Luis —dijo Pedro a eso de las seis de la tarde. Llevaba varias horas conduciendo bajo la lluvia—. Sé que todavía es pronto, pero quiero encontrar un hotel allí.


—¿Te duele, verdad? Te dije que podía conducir un rato más.


La miró sonriendo.


—Estoy bien. Sólo quería ver cómo iba este cacharro. Me alegra poder decir que me gusta.


Ella se estiró y bostezó.


—Lo sé. Para mí es un lujo. Mi coche tiene al menos ocho años.


Pedro condujo por San Luis hasta que llegó a las afueras de la parte sudoeste y entró en el aparcamiento de un hotel de una conocida cadena. Esa vez, hizo que les llevaran el equipaje a la habitación.


—¿Quieres que comamos algo antes de subir? —preguntó a Paula una vez se registraron—. Así no tendremos que salir con este tiempo.


—Me parece buena idea —dijo—, a menos que no quieras que me vean demasiadas personas.


Volvieron al coche y salieron del hotel.


—Conozco un pequeño restaurante italiano que creo que te gustará. ¿Te gusta la comida italiana?


—Soy fácil de complacer.


Una vez pidieron, ella miró a su alrededor. Cada mesa tenía una vela, por lo que la iluminación era tenue.


—Cuando dijiste que era pequeño, lo decías literalmente.


—Uno de mis compañeros del ejército es de San Luis y hemos estado aquí de permiso en un par de ocasiones. Es un sitio muy discreto y tiene una comida estupenda.


—¿Cuándo crees que llegaremos al rancho?


—Si salimos pronto, creo que podremos llegar a Dallas mañana por la noche, aunque quizá sea un poco tarde. Dormiremos allí y por la mañana seguiremos hasta el rancho, que está a unas cuatro horas de Dallas.


—Me parece extraño ir a tu casa. No quiero que nadie se forme una idea equivocada.


—No te preocupes. Julio les ha contado lo que te ha pasado y, conociendo a mi padre y a mi hermano mayor, Facundo, quien ahora se ocupa del rancho, insistirán en que te quedes.


—Pero nadie sabe cuánto tiempo necesitaré quedarme. Por suerte, todavía tengo un trabajo al que regresar.


Ambos estaban cansados y hambrientos y, una vez les sirvieron la comida, se quedaron en silencio. Paula saboreó cada bocado.


—¿Pedro? —dijo ella mientras tomaban el postre y el café—. ¿Por qué estás haciendo esto?


—¿Haciendo el qué?


—Molestándote en llevarme a tu casa. Parecías arreglártelas solo en la cabaña. No te hizo ninguna gracia que yo llegara. ¿Qué ha cambiado?


Él se tomó su tiempo antes de contestar.


—Tienes razón. Fui a la cabaña porque no quería tener a nadie cerca. Necesitaba algún tiempo para poner mi vida en orden. Cuando llegaste a la cabaña, la única opción que había era que te quedaras —dijo tomando su vaso de agua. Después de beber, continuó—. Creo que eso me obligó a preocuparme de otras cosas, de otra persona, aunque reconozco que no me gustó la interrupción. Creo que lo que me ayudó fue el saber que huías de una situación sobre la que no tenías ningún control. Estabas asustada, y con motivo, y el hecho de que te siguieran hasta Michigan, me dio una idea de lo que estaba pasando —sonrió—. No tenía ninguna intención de tomar parte en una situación que no tenía nada que ver conmigo... hasta que me di cuenta de la injusticia de lo que te estaba pasando.


—Entiendo.


—Claro que quizá Julio tenía razón cuando sugirió que me sentía atraído por ti.


—¿Dijo eso?


—Sí, pero con otras palabras. No puedo ocultar el hecho de que te encuentre intrigante. Es difícil de explicar. Hay algo fresco en ti, un deseo de superar de la mejor manera todo lo que se te presenta. Te las arreglaste para escapar de esos tipos, sacándoles unos días de ventaja —dijo y sonrió—. Y te encuentro muy atractiva.


—Oh.


¿Qué podía decir ante aquello?


—Por ejemplo, me gusta el brillo ámbar de tus ojos a la luz de la vela. Me gusta mirar tus labios porque desprenden una sensualidad que contradice la inocencia de tus ojos.


Sentía tanta vergüenza que deseó esconderse bajo la mesa. 


Era como si le estuviera susurrando aquellas cosas al oído. 


Paula se enderezó en su asiento. A pesar de que sabía que su rostro debía de estar encendido, contuvo el impulso de cubrírselo con las manos.


—¿Estás tratando de seducirme?


El puso su mano sobre la de Paula.


—No lo sé —murmuró, tomando su mano—. ¿Acaso está funcionando?


—Sé que te estás divirtiendo, pero no sé seguirte el juego.


El frunció el ceño.


—No hay ningún juego, Paula, es tan sólo la eterna atracción entre hombre y mujer, macho y hembra.


Ella apartó la mano de la suya.


—No estoy buscando ninguna relación esporádica.


—¿Qué estás buscando?


Su mente regresó a su infancia.


—Me gustaría encontrar a alguien a quien amar y que me amase. Sé que mi madre tenía idealizada la relación que tuvo con mi padre. Llevaban casados menos de dos años cuando él murió y crecí oyendo historias sobre su relación. De mayor, me dejó leer las cartas que él le había escrito para que me hiciera una idea de la clase de hombre que era mi padre. Sé que mi opinión sobre las relaciones es muy ingenua, pero tú me lo has preguntado.


—De hecho, estoy muy impresionado de que tengas tan claro lo que quieres. Puede que tu madre idealizara su relación, pero he conocido de primera mano otra relación así mientras crecía.


—¿Tus padres?


El asintió.


—Cuando me hice mayor, me di cuenta de la suerte que había tenido por haber presenciado un amor y un respeto tan profundos. Pensé que todas las relaciones eran así hasta que salí al mundo. Así que estoy de acuerdo con que es un sano objetivo —dijo y miró su reloj—. ¿Estás lista para que nos vayamos?


Ella asintió, incapaz de articular palabra en aquel momento.


—Si queremos madrugar, será mejor que nos vayamos a descansar.


—Túmbate y te daré un masaje. Te ayudará a relajarte.


El hizo una mueca.


—Lo del masaje lo dije en broma. Y créeme, no podré relajarme con tus manos sobre mí.


—¿No te ayudaría una pastilla para el dolor?


—Por supuesto, pero no puedo mermar mi capacidad.


Ella puso los brazos en jarras.


—O tomas algo para el dolor o dejas que te ayude.


Él se estiró en la cama y cerró los ojos.


—Tú ganas.


Paula había tratado de ignorar el hecho de que lo único que Pedro llevaba era una toalla alrededor de la cintura. La cicatriz de su hombro destacaba en su bronceada piel.


—¿Te importaría darte la vuelta? —preguntó ella por fin.


El se dio media vuelta y hundió la cabeza en la almohada.


Paula sacó un bote de crema de su neceser y se echó un poco en las manos. Al sentir su contacto, él dejó escapar un gruñido.


—Ésa no es mi pierna.


Ella sonrió, acomodándose junto a él.


—Ya lo sé, pero estás muy tenso. Relájate y deja que desentumezca tus músculos.


—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —preguntó él un rato más tarde, dejando escapar un gemido de placer.


—Una amiga mía es masajista y me enseñó.


—Si hubiera sabido que tenías unas manos tan habilidosas, no me habría negado a tu sugerencia.


Sintió que los músculos de su espalda se relajaban poco a poco. Él comenzó a respirar más profundamente hasta que pareció hundirse en la cama. Cuando descubrió que llevaba calzoncillos bajo la toalla, se la quitó y continuó dándole un masaje por el costado, hasta bajar a su muslo.


Ella observó la cicatriz. La bala había entrado en diagonal por la parte alta del muslo y se había quedado alojada cerca de la rodilla. Con razón aquellos músculos y tendones protestaban cada vez que usaba esa pierna. Al igual que las cicatrices de su hombro, las de su pierna también parecían estarse curando.


Paula estaba masajeando sus gemelos, cuando él se dio la vuelta. Ella lo miró, pensando que se había dormido. Sin embargo, sus ojos azules brillaban ardientes.


—Ven aquí —susurró.


Paula se inclinó sobre él, sintiendo que había perdido el control. El beso que se habían dado hacía un par de días no fue nada comparado con aquél.. Este era apasionado. Ella se tumbó junto a él y Pedro la hizo colocarse sobre él, abrazándola con fuerza e incitándola a que continuara moviéndose. Paula se dejó llevar hasta que se dio cuenta de que estaba muy excitada. No podía seguir así, por lo que se retiró.


—Peso demasiado —dijo colocándose junto a él.


El se giró con ella.


—Me gusta cómo besas —murmuró—. Tu boca promete mucho —dijo y la besó de nuevo.


Ella trató de no olvidar que no quería ir más lejos. Por desgracia, su cuerpo no estaba escuchando. Paula acarició su pecho, asombrada por lo ancho y fuerte que era.


Ella se estremeció al sentir su mano bajo el pijama, recorriéndole la espalda. Se arqueó y dejó escapar un suspiro, mientras él acariciaba uno de sus pechos.


—Por favor —dijo ella retirándose—. No puedo...


—Lo sé. Te prometo que no me aprovecharé de ti. Sólo quiero amarte.


Él le quitó la camisa del pijama y puso su boca sobre uno de sus pechos. Sus caricias y su lengua hicieron que se le pusieran los pezones de punta. Ella abrazó su cabeza. 


Nunca había estado tan excitada en su vida. Apenas podía respirar y comenzó a jadear.


Como si él supiera cómo se sentía, deslizó la mano bajo los pantalones de su pijama y palpó la humedad de su vello. Ella se frotó contra su mano.


Pedro la acarició, jugueteando con sus dedos y ella apretó las caderas contra él. Paula dejó escapar un suave gemido y su cuerpo se contrajo contra el de él hasta que se quedó sin fuerzas.


Cuando abrió los ojos, Paula vio que la estaba observando, con el rostro serio.


Pedro, yo...


No sabía qué decir. Se sentía desorientada.


—Quiero que... —dijo volviendo a intentarlo—. Necesitas...


Paula acarició sus calzoncillos, pero una vez más no pudo terminar lo que había empezado a decir. Ella colocó la mano sobre su erección y él la apretó.


—No tienes por qué hacer algo que no quieras.


Ella movió la mano, hasta que desapareció bajo sus calzoncillos.


—Lo estoy deseando —murmuró ella.


Un rato más tarde, cuando él gimió de placer al alcanzar el orgasmo, Paula se sintió recompensada. Le dio un apasionado beso y se levantó.


Él abrió los ojos, con aspecto relajado.


—Gracias.


Ella sintió que le ardían las mejillas.


—Era lo menos que podía hacer, dadas las circunstancias. Espero que puedas dormir.


—Dormiré mucho mejor si duermes aquí a mi lado. Al menos, ahora tenemos una cama doble.


Sabía que estaba perdiendo la cabeza por Pedro. ¿Cómo era posible que se hubiera enamorado tan profundamente de alguien a quien tan sólo hacía unos días que conocía?






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