miércoles, 18 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 1




Paula se dijo a sí misma que, si iba a hacer aquello, sería mejor que se pusiera manos a la obra. Y en aquel mismo momento. Sabía que no había otra manera de seguir adelante.


Lo cierto era que tenía que hacerlo. Alguien tenía que encargarse de ello y nadie más lo iba a hacer. Desde luego que no Natalie.


Natalie jamás hubiera soportado aquella situación. Se hubiera venido abajo debido a la presión y hubiera terminado diciendo exactamente lo contrario de lo que había ido a decir… de lo que necesitaba decir.


Si Natalie se hubiera tenido que enfrentar a Pedro Alfonso, habría accedido a seguir adelante con aquella boda, boda que en realidad no deseaba. Se casaría y con ello arruinaría su oportunidad de conseguir una relación sentimental real, un amor verdadero. No, Natalie estaba mejor dirigiéndose al aeropuerto, hacia su nueva vida.


Su hermanastra mayor se encargaría de todo. Era el turno de Paula de explicar la situación.


Con sólo pensar en ello comenzó a andar más despacio. Se había bajado del taxi que la había dejado frente a la enorme y elegante catedral de Santa María de la Sede, en el centro de Sevilla. Respiró profundamente. A sus espaldas, muchos paparazis esperaban para fotografiar aquel importante evento. Se dirigió hacia la puerta de la Catedral.


—No voy a permitir que te atrapes en algo así, Nat —dijo en voz alta, agitando la cabeza.


Pero aquellas palabras no le iban a dar la fuerza que necesitaba para entrar en aquel lugar y explicar lo que había ocurrido. Tenía que hacerlo ya que nadie más lo haría por ella.


Resignada, respiró. Agarró el gran picaporte de acero de la puerta y tiró. Nadie más iba a hacer aquello por ella y, si no actuaba, todo aquel embrollo empeoraría.


Le sudaban tanto las manos debido a lo nerviosa que estaba que falló en su primer intento de abrir la puerta ya que se le resbalaron los dedos del picaporte.


—¡Oh, maldita sea!


Como no tenía otra cosa con qué hacerlo, se secó las manos en la falda del vestido que llevaba puesto. Aquel gesto no le hizo ningún favor a la costosa tela de satén rosa de su traje, pero en aquel momento aquello era lo último que le preocupaba. Después de todo, la ceremonia para la cual se había realizado aquel vestido no se iba a llevar a cabo, por lo que no importaba el aspecto que éste tuviera.


Además, tenía que admitir que el vestido no era de su estilo. 


Era el típico vestido con aspecto glamuroso… glamour con el que su madrastra siempre había soñado para la boda de su hija. Paula era consciente de que el color no era el más favorecedor para su pelo castaño oscuro y ojos marrones. 


Pero no le había importado cuando había creído que aquella boda era lo que quería Natalie. Era el día de su hermana y nadie iba a estropearlo… aunque ésta se fuera a casar con un hombre que ella no consideraba adecuado.


Con arrepentimiento, se recordó a sí misma que aquella boda ya no se iba a celebrar. Agarró de nuevo el picaporte de la puerta. Iba a necesitar todo su coraje para entrar en la catedral y decirle a todo el mundo lo que ocurría.


Probablemente su madrastra se iba a poner histérica. Su padre, padre también de Natalie, seguramente se pondría más tenso de lo que normalmente estaba. Y el novio…


El novio…


Al comenzarse a abrir la gran puerta de la catedral, Paula sintió cómo la desesperación se apoderó de ella. Todos los allí reunidos se giraron para mirarla.


No tenía ni idea de lo que diría o haría el novio. No sabía cuál sería la reacción de Pedro Alfonso ante la noticia de que su prometida le había dejado plantado en el altar para marcharse en avión hacia su futuro con otro hombre. Con sólo pensarlo se estremeció y sintió cómo se le helaba la sangre en las venas.


Sólo había visto a aquel hombre en una ocasión; durante la cena que Pedro había ofrecido en su villa estilo árabe hacía dos días, justo el día de su llegada a España. Pero había oído hablar mucho de él. Y había visto el efecto que la influencia de Alfonso había tenido sobre su padre desde que ambos hombres hablan llegado a un acuerdo para crear un negocio. Parecía que, cada vez que veía a Augusto Chaves, éste estaba envejecido, más delgado, con más canas. Así mismo estaba claramente estresado. Su padre simplemente no estaba acostumbrado a tratar con tiburones financieros y Pedro Alfonso era uno de los mayores tiburones que existían.


Se le conocía como el Forajido. Un apodo al que, ella había oído, él hacía honor.


—¡Simplemente espera a verlo! ¡Está buenísimo! Y es enormemente rico —le había dicho Natalie, entusiasmada.


Demasiado entusiasmada. En aquel momento, Paula se percató de que la voz de su hermana había reflejado un tono forzado que ésta había empleado para parecer una novia enamorada.


Pero Natalie había tenido razón en una cosa… Pedro era tan atractivo como le había dicho. No podía negar que era el hombre más increíblemente guapo que jamás había visto. 


Alto, de pelo negro como el azabache, facciones marcadas y muy musculoso.


Cuando se lo habían presentado, al acercarse a darle la mano y verlo muy de cerca, lo suficiente como para analizar su cara, se había percatado de que aparte de ser extremadamente atractivo, era peligroso.


El le había apretado la mano con frialdad y firmeza, así como le había sonreído de manera educada. Pero ella se había encontrado mirando a los ojos más fríos que jamás había visto. Pedro tenía unos inesperados ojos grises claros que la miraron de arriba abajo como un láser. Se le había erizado la piel y había sentido calor y frío alternativamente, como si hubiera estado sufriendo algún tipo de extraña fiebre. 


Se había disculpado educadamente y se había retirado. 


Durante el resto de la velada había tratado de estar tan apartada de Pedro como le había sido posible. Pero no había dejado de sentir cómo le había quemado la mano de él sobre la suya…


—¿Paula?


Aquélla era la voz de su padre… que estaba esperando entre el resto de los invitados a que apareciera no ella, sino su hermana. Natalie había utilizado la excusa de que no quería cansar a su padre y había insistido en que éste se adelantara, en vez de seguir la tradición e ir con ella en el mismo coche.


—Paula…


—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pedro Alfonso.


Paula se quedó completamente pálida.


—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el novio de nuevo.


De mala gana, Paula lo miró. Si el día de la cena aquel hombre había estado arrebatadoramente atractivo, lo mismo ocurría en aquel momento. Vestido con un elegante chaqué, estaba increíblemente atractivo y. desde el momento en el que sus miradas se encontraron, pareció como si en el mundo sólo existieran ellos dos…


—¡Cuénteme qué ha pasado! —exigió Pedro.


Ella levantó la barbilla ante el tono autocrítico que había empleado él. Observó cómo Alfonso frunció el ceño y cómo esbozó una dura mueca.


Pero aquel hombre no pedía las cosas por favor, sino que seguía exigiendo todo de tal manera que ella sintió el deseo de decirle algo grosero y marcharse de allí. O eso o espetarle la verdad a la cara para observar cómo todo signo de arrogancia se borraba de ella.


Pero incluso mientras se le pasaba por la mente hacer aquello, un sentimiento de compasión apartó aquellos pensamientos de su cabeza.


Aunque fuera arrogantemente bruto, Pedro Alfonso seguía siendo un novio en el día de su boda. Había acudido aquel día a la catedral para casarse con su hermana, Natalie.


La misma Natalie que seguramente ya se encontraba en los brazos del hombre que había admitido que realmente amaba.


La misma Natalie que le había dejado a su hermanastra la labor de explicar qué ocurría.


Paula sintió cómo se le quedaba la boca seca y cómo se le formaba un nudo en la garganta. Durante un segundo se permitió el lujo de considerar la posibilidad de dar media vuelta y marcharse de allí. Aquello no era su problema ni su responsabilidad. Se dijo a sí misma que dejara que otra persona le explicara a aquel soberbio español que la mujer con la que se iba a casar se lo había pensado mejor…


Pero no había otra persona. Pudo observar cómo en el extremo opuesto de la catedral su madrastra, resplandeciente vestida de verde esmeralda y con un bonito sombrero, se estaba poniendo nerviosa. Se había quedado pálida y tenía la tensión reflejada en la cara, como si supiera que algo marchaba muy mal. Y su padre…


No, no se atrevía a mirarlo. Conociéndolo como lo conocía, sabía que probablemente se iba a poner furioso.


—Señorita… —insistió Pedro Alfonso con amabilidad.


Pero al mirarlo a la cara, Paula fue consciente de que amabilidad era justo lo contrarío de lo que aquel hombre estaba sintiendo. Había controlado su impaciencia a duras penas y en aquel momento estaba a punto de estallar.


Aquél era el Pedro Alfonso que ella había esperado encontrar. Aquél era el Forajido, cuya reputación de arrogante y despiadado había llegado hasta sus oídos en Yorkshire, lugar donde tenía fijada su residencia, a muchos kilómetros de la casa familiar de Londres.


Cuando su padre había anunciado por primera vez que estaba negociando un acuerdo con Alfonso, había parecido estar muy emocionado. Había estado convencido de que aquel acuerdo le iba a hacer ganar una fortuna y por lo tanto le iba a aliviar sus problemas económicos. Pero no había pasado mucho tiempo antes de que todo pareciera cambiar. 


Entonces fue obvio que el acuerdo no fue tan exitoso como había esperado Augusto, sino que se convirtió en una fuente de estrés. Aunque recientemente aquellos problemas parecían haberse evaporado ante la inesperada prisa por organizar la boda de Natalie.


—Señorita… —volvió a decir Pedro.


Ella miró de nuevo al hombre con el que su hermana debía haberse casado aquel día. Y una vez lo miró profundamente a los ojos le resultó imposible apartar la mirada. La cautivadora fuerza de la mirada de aquel hombre la atrapó.


—¿Qué tiene que decir? Porque ha venido para decir algo, ¿no es así?


Paula se forzó en ignorar el tono sarcástico de Alfonso.


—Tengo que hablar contigo —logró decir por fin, jadeando—. Por favor… —añadió al ver cómo él frunció el ceño.


—Hable —le ordenó Pedro—. Estoy impaciente por oír lo que tenga que decir.


Que estaba impaciente era obvio. Pero ella no iba a hablar con él allí, no delante de casi seiscientos invitados que la estaban mirando deseosos de saber qué había ocurrido.


Con el corazón revolucionado, se acercó al altar.


Cuando estuvo al lado de Pedro se percató de que era incluso más alto de lo que le había parecido la noche en la que lo conoció. El corte de su chaqué enfatizaba su musculatura y su piel dorada brillaba bajo su camisa blanca.


—¿Podemos ir a algún lugar más privado, por favor? —preguntó en voz baja.


—¿Perdón? —dijo él como si no la hubiera entendido. Se acercó a ella.


Paula tuvo la sensación de poder sentir el calor que desprendía el cuerpo de Alfonso, de verse embriagada por éste. Se le aceleró aún más el corazón. Impresionada, se percató de que no era sólo por la aprensión que estaba sintiendo, sino por la respuesta de su cuerpo ante la presencia de un hombre tan poderoso y sexualmente atrayente. Y aquello era lo último que quería sentir.


—¿Podemos ir a algún lugar más privado, por favor? —se forzó en repetir de nuevo. Pero en aquella ocasión lo hizo más firmemente—. A algún lugar donde estemos solos.


—¿Solos? —repitió él, frunciendo el ceño.


Fue imposible no darse cuenta de lo que tenía Pedro en mente. Paula sintió cómo la sangre le quemaba en las venas.


—Estoy a punto de casarme.


—¡No me refería a eso! ¡No me refería a nada de eso! —contestó ella—, Y no vas a…


Impresionada, dejó de hablar. No terminó de decirle en público que no iba a casarse. No podía hacerlo. No de aquella manera. No delante de tanta gente.


Se dijo a sí misma que él se quedaría destrozado tras conocer la noticia. Aunque aquel hombre fuera muy arrogante, después de todo le había pedido a Natalie que se casara con él.


—Tienes que escuchar lo que tengo que decir —logró continuar.


—Usted cree que debo escucharlo —respondió Pedro, frunciendo el ceño con un total escepticismo reflejado en los ojos—. Cree que debo escuchar lo que tiene que decir… pero no me da ninguna razón por la que tiene derecho a entrar aquí y a exigirme que le escuche…


—¡Te lo estoy tratando de explicar! —espetó Paula, exasperada.


No comprendió cómo él no se daba cuenta de que aquello era importante. Pero entonces se percató de que lo que había ocurrido sería lo último que a él se le pasaría por la cabeza que podía suceder.


Pensó que el Forajido jamás consideraría la posibilidad de que su novia no fuera a aparecer en su boda, de que fuera a dejarlo plantado en el altar. Jamás le entraría en la cabeza algo como aquello.


—Creo que preferirías que habláramos a solas —insistió.


—Lo que preferiría es no tener que estar a solas con una mujer a la que no conozco justo antes de la ceremonia de mi boda. ¿Se puede usted imaginar lo que dirían en la prensa rosa?


—¡Oh, si lo que te preocupa es preservar tu reputación, no debes preocuparte! Te aseguro que no tengo ninguna intención de…


Paula dejó de hablar al percatarse de la cínica mirada que le estaba dirigiendo aquel hombre. Se preguntó qué clase de vida llevaba Alfonso para ser una persona tan sumamente cínica y sospechar de todo. Se planteó si él realmente creía que ella iba a utilizar el tiempo que estuvieran a solas para poder chantajearle a posteriori… para exigirle una pequeña fortuna a cambio de mantener silencio.


Miró la boca de Pedro. Se dio cuenta de lo sensual que era y vio la cínica sonrisita que estaba esbozando. Le dio un vuelco el corazón. Pensó que besar aquellos labios debía de ser una experiencia maravillosa, una que le alteraba el cuerpo con sólo pensarlo…


—Prefiero no conocer lo que tenga usted en mente…


El frío tono que reflejó la voz del español provocó que Paula regresara a la realidad.


—Oh, por el amor de Dios, eres imposible —explotó—. Estoy tratando de evitar que te sientas avergonzado aquí, delante de tanta gente.


—Paula… —dijo su padre, dando un paso al frente. Obviamente decidido a intervenir, el llamarla por su nombre completo era un claro reproche—. Paula. Por favor…


Pero se detuvo en seco al levantar Pedro la mano… un gesto autocrático para que se detuviera, para que se mantuviera alejado. Algo de lo que había dicho Paula había captado la atención de Alfonso.


—Si realmente tienes miedo, podemos dejar la puerta entreabierta para que alguien oiga tus gritos cuando…


Ella dejó de hablar al percatarse de que había llegado demasiado lejos. Si había intentado provocar una reacción en Pedro, lo había conseguido. Más que eso, lo había llevado a una especie de límite que ni siquiera sabía que existía y él había perdido cualquier tipo de tolerancia. Lo pudo ver reflejado en sus ojos, en el fuego que éstos reflejaron y en la dura mueca que esbozó.


Repentinamente su corazón comenzó a latirle de una manera muy diferente a como le había latido con anterioridad y le pareció como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies…


Sintió la garganta muy seca y, nerviosa, se chupó los labios.


—Créeme, sería mucho mejor si habláramos en privado… ahí, quizá…


Entonces indicó con la mano una puerta que asumió daba a la sacristía de la catedral.


No sabía qué iba a hacer si él se negaba a ir con ella. Pero no tuvo ni que considerarlo ya que Pedro, al contrario de su postura inicial de no cooperar, se acercó a ella y la tomó del brazo. Le clavó los dedos en la carne.


—¿Quiere hablar conmigo? —preguntó con el enfado reflejado en la voz—. Entonces hablaremos.









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